Los guardianes del tiempo (24 page)

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Authors: Juan Pina

Tags: #Intriga

BOOK: Los guardianes del tiempo
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—¿Cómo han aparecido?

—Esta mañana estaba la señora de la limpieza haciendo la casa, y además de romper alguna que otra cosa (nada especial, lo habitual) y llenar de Cristasol mi traducción, pasó el plumero por las lámparas. Esto cayó de la lámpara de aquí, del salón. Seguramente estaba oculto en la cadena dorada que disimula el cable. Lo recogí y cuando me di cuenta de lo que era me puse a buscar por toda la casa. Detrás del cabecero de tu cama estaba el otro. Pero, claro, se me puede haber escapado alguno más.

A Diana le preocupaba sobre todo que hubiera alguna cámara. En ese caso, la búsqueda de micrófonos de Laura y el lenguaje corporal de la conversación de ahora le habrían resultado sospechosos a quienes estuvieran espiando el piso.

—Tenías que haber empezado por contarme esto, y te habría sacado de casa inmediatamente para seguir la conversación en otro sitio. Bueno, ahora ya no importa. Dime, ¿cuál es el otro?

—Que te digo que sólo he pillado estos dos…

—No, no, el otro suceso.

—Ah, pues eso es aún peor —Laura miró fijamente a su amiga buscando la forma de contárselo, luego se decidió y lo soltó de un tirón—. Esta tarde he ido a ver al editor, que está por la calle Padilla. Ya sabes que por fin me han encargado una traducción importante: la novela inédita de Agatha Christie que se encontró hace unos meses. Bueno, pues me he ido a pie, dando un paseo: toda la calle Serrano para arriba. Al cabo de un rato he sentido que alguien me seguía. Luego he pensado que sería producto de mi imaginación, seguramente por culpa de haber encontrado los micrófonos. Pero al salir de la editorial me han abordado dos hombres identificándose como policías, con placas y todo. Me han pedido que les acompañe. Me han dado una vuelta de diez minutos en coche. Conducía un tercer hombre, también con pinta de madero, pero éste no hablaba. Me han estado preguntando sobre ti y luego me han dejado en una boca de metro. Afortunadamente, porque llovía a mares.

—¿Qué te han preguntado? —Diana casi no podía creer lo que estaba oyendo.

—Nada. Generalidades. Que desde cuándo te conozco, que cuáles son los idiomas que hablas, que si trabajas con Suárez, de dónde eres… no sé, varias preguntas así. Lo único que me ha llamado la atención es que me han preguntado si te gusta la egiptología, imagínate.

—¡¿La egiptología, Laura?! —Diana no salía de su asombro.

—Como lo oyes. Y después he llegado a casa y me he encontrado con esto —Laura alargó el brazo y atrajo hacia ellas el contestador automático. Sacó del portafolios una cinta y la introdujo en el aparato. Diana pudo escuchar primero el mensaje urgente de su madre, después un mensaje para Merche de una compañera de facultad y por último… "Este es un mensaje para Diana. Aléjate del duque. Abandona la misión o te arrepentirás".

"La erre de arrepentirás —pensó Diana—, esa erre…"

—Entonces son tres sucesos, no dos —dijo Diana mecánicamente, sin pensarlo, mientras rebobinaba y escuchaba de nuevo el último mensaje, intentando en vano dilucidar si el autor tenía un levísimo acento extranjero o simplemente dificultad para pronunciar las erres. A Laura le irritó, como siempre, el puntilloso exceso de lógica de Diana, pero comprendió que era un reflejo automático en ella, que no lo hacía con ánimo de ofender.

—Es la voz de uno de los que me interrogaron a mí esta tarde, el que llevaba la voz cantante. De eso estoy segura. Hay ruido de tráfico, debía de estar en una cabina. Y si te fijas, hay alguien más hablando pero no se distingue lo que dice. Puede ser alguien que estuviera al lado… El "duque" será Suárez, ¿no? —Laura hizo una pausa y miró a Diana con una sonrisa algo forzada—. Pues bueno, Dianita, esto es todo. Yo no sé si estás en el cártel de Medellín o en la CIA, pero estoy preocupada por ti, y, sinceramente, también por Merche y por mí. No sé qué hacer.

—Bueno, pues no te preocupes porque yo sí lo sé. Lo primero es despertar a Merche.

Después de pensar unos instantes, a Diana se le ocurrió una buena solución para desaparecer mientras esperaba instrucciones y un equipo del CESID "limpiaba" el piso. Sonrió a su amiga y trató de tranquilizarla.

—Os gusta el arroz con leche, ¿verdad?

Capítulo 15

Navacerrada, 1 de octubre de 1989

Cristian despertó de madrugada con un fuerte dolor de cabeza y grandes náuseas. El aire estaba muy viciado. Comprobó que su muñeca izquierda seguía esposada al somier. Con la derecha alcanzó la palangana que estaba sobre la mesita de noche. Después de vomitar repasó la situación una vez más. "Hoy ya debe de ser domingo. Teóricamente tendría que haberme reunido ayer con el CESID, y sin embargo es el propio CESID quien me tiene aquí secuestrado desde el miércoles. A menos que este animal en realidad no trabaje para los españoles". El animal en cuestión era Zlatko Veric, pero decía ser un oficial del CESID. Se habían comunicado siempre en inglés, por lo que Cristian, incluso si hubiera hablado un español mejor, no habría podido detectar su fuerte acento bonaerense. Al recibir su mensaje en la recepción, el arqueólogo rumano se había dirigido de inmediato a la cafetería del hotel para encontrarse con él. Veric se presentó como Luis Alvarado y dijo estar a cargo del asunto de la tablilla egipcia.

—Le seré franco, señor Bratianu. La reunión del próximo sábado es para despistar a Ganea. No tenemos buena opinión de él. Mis jefes me han encargado negociar exclusivamente con usted una fórmula de cooperación, ya que ambos países tenemos algo que el otro necesita. España está dispuesta a compartir generosamente los resultados de nuestra investigación con el gobierno rumano. Pero mañana ya tendremos ocasión de reunimos en un despacho y estudiar el asunto con calma. Ahora sería muy mal anfitrión si no le invitara a tomar unas copas y conocer la noche madrileña. Tengo mi coche aquí al lado.

Cristian estuvo tentado de avisar a sus compañeros de la embajada, pero al final lo consideró innecesario y se marchó confiadamente con su "homólogo español". Media hora después, el coche del
supuesto
agente del CESID se introdujo en el laberinto de curvas del parque del Oeste, y se detuvo en un lugar apartado y oscuro. Antes de que Cristian pudiera reaccionar, el argentino le cloroformizó y le trasladó a los asientos de atrás, donde le ató y le cubrió con unas mantas. Unas horas antes, Veric había alquilado con nombre falso un antiguo y aislado chalé, situado en una zona apartada y solitaria del término municipal de Navacerrada, en la sierra madrileña.

La caridad cristiana de Zlatko Veric dejaba mucho que desear para tratarse de alguien tan religioso. Cristian llevaba más de ochenta horas atado a aquella vieja y pesada cama. Por todo cuarto de baño, el argentino había puesto a su alcance una palangana y un gran barreño que debía hacer las funciones de orinal. También le había dejado cerca varios paquetes de magdalenas y patatas fritas, y unas botellas de agua. Después le había encerrado y no había vuelto a aparecer hasta el día siguiente. Inyectándole algunas drogas, había intentado que Cristian revelara el escondite de la llave y de la tablilla. Sólo consiguió confirmar su creencia de que el rumano no sabía dónde estaban guardados esos objetos.

Cristian se había pasado la mayor parte de su cautiverio bajo el efecto de diferentes sustancias, y ahora por vez primera se encontraba más o menos despejado, pese al fuerte dolor muscular y la debilidad que sentía. Intentó recordar las lecciones que le habían impartido en la academia de Baneasa y buscar alguna forma de salir de allí Las esposas parecían invencibles, pero tal vez el somier no lo fuera tanto. Se puso de pie junto a la cama y apartó el colchón. El somier de muelles tenía un doble marco de metal, y la esposa estaba cerrada sobre el marco exterior, hasta el cual no llegaban los muelles. Este marco servía sólo para reforzar el interior, al que estaba unido por varias piezas metálicas de apenas dos centímetros de largo. Las uniones se intercalaban con los puntos de ensamblaje de las secciones que formaban el marco. Cristian podía moverse más o menos un metro, entre dos de las piezas que unían ambos marcos. En medio había uno de los ensamblajes. Lo observó de cerca y vio que estaba bastante oxidado. Volvió a colocar el colchón en su sitio y se tumbó en la cama. Comenzó a gritar y a hacer ruido con los objetos a su alcance. Cuando se hubo cerciorado de que su secuestrador no estaba en la casa, movió a duras penas la cama para situarla bajo la lámpara del techo y ver mejor el ensamblaje. Sólo disponía de una mano, pero era la derecha. Sin embargo, no parecía fácil quebrar la barra metálica. Se las arregló para utilizar la pesada mesita de noche como un enorme martillo y poco a poco logró doblar ligeramente el marco exterior del somier, pero el ensamblaje seguía sin ceder. Sin embargo, cuando menos lo esperaba, los golpes provocaron otro efecto. Se soltó una de las ligaduras entre los dos marcos y, más allá, se había comenzado a romper otro de los puntos de ensamblaje del marco exterior. Un cuarto de hora más tarde, Cristian se había liberado de la cama y las esposas colgaban de su muñeca izquierda.

Estudió la habitación. No había ventanas y sólo había una puerta, cerrada con llave. Aquella estancia debía de ser una antigua despensa o un austero cuarto de servicio. Junto a la puerta había una mesa con jeringuillas y diferentes frascos cuyos títulos estaban escritos a mano, en español, sobre etiquetas adhesivas: amobarbital sódico, sodiopental, ácido lisérgico… Pero también había un bote muy pequeño con una etiqueta industrial roja:
"DANGER. Potassium Chloride. Lethal De se"
. Estaba claro que su secuestrador estaba decidido a matarle provocándole un paro cardiaco. Cristian intentó no dejarse llevar por el pánico. Como primera medida, rompió el precinto del bote y tiró su contenido al barreño lleno de orina. Después estudió la cerradura. Con las agujas de las jeringuillas intentó abrirla sin éxito, pero entonces reparó en la puerta en sí. No era una puerta sólida construida con una pieza de madera, sino que se trataba de una lámina de contrachapado que sonaba a hueco. Seguramente ocultaba un relleno de mala calidad y otra lámina similar al otro lado. Cristian había visto muchas puertas así en Rumanía. La misma mesita de noche le sirvió para destruirla y salir de la habitación.

El chalé estaba amueblado pero no había objetos personales, por lo que Cristian dedujo que era alquilado. Estaba en la planta baja, junto a la cocina. Exploró rápidamente toda la casa sin encontrar nada. Los dormitorios estaban vacíos pero en el suelo del salón, junto al sofá, había una estera, una sábana y un bloque de madera que hacía las veces de almohada. Parecía claro que allí había dormido en algún momento el tal Luis Alvarado. Sobre una mesa estaba la ropa de Cristian, pero no había ni rastro de su documentación ni de su dinero. Reparó en un pequeño libro que estaba sobre el sofá. Conocía el significado de la palabra española "camino" que figuraba en la portada. Una de las primeras páginas mostraba la fotografía antigua de un cura católico.

Cristian se vistió rápidamente y salió al jardín por una ventana. Saltó la valla y enseguida encontró una carretera, que recorrió en busca del pueblo más cercano. Cada vez estaba más convencido de que quien le había secuestrado no tenía nada que ver con el servicio secreto español. ¿Y si era un mercenario contratado por Popescu, con el apoyo de Ganea y sus hombres? Tampoco tenía ningún sentido, pero Cristian ya no se fiaba de nadie. Empezaba a amanecer cuando vio un coche de la Guardia Civil. Sin pensárselo dos veces le hizo señales para que se detuviera.

—Tengo necesidad que hablo con el comandante vuestro —dijo en un español bastante lamentable. Pero lo primero en lo que repararon los guardias fueron las esposas.

Capítulo 16

Gijón, 1 de octubre de 1989

Diana despertó muy temprano en la habitación de su infancia, completamente descansada. "En Gijón siempre se duerme mucho mejor, será por el mar", pensó. Miró a su alrededor y contempló sus viejas muñecas, los libros de Enid Blyton, sus cómics. En las paredes sobrevivían muchos posters: ABBA, David Bowie, Olivia Newton-John… Entre las patas del armario había una gran caja: el juego de química que tanto le había entusiasmado cuando cumplió trece años. Aún recordaba la cara de desagrado de su abuela al verlo. "Pero hombre, que eso es un juego para chicos", había protestado cuando su hijo —el tío Felipe, a quien Diana adoraba— le llevó la misteriosa caja llena de minerales y sustancias, tubos de ensayo y reactivos.

Pero su personalidad se fue consolidando y Diana se decantó por las Humanidades. La pasión por los idiomas, que desde pequeña le habían inculcado, terminó por llevarla a estudiar filología como segunda carrera, pero en realidad su área de mayor interés eran las ciencias sociales: ese mundo de ideas que era en realidad un duro campo de batalla donde tenía que defender su más arraigado valor, la libertad del individuo humano, frente a sus muchos, poderosos y a veces bien camuflados enemigos.

Ese dormitorio siempre le había parecido su refugio más íntimo. Ver y tocar de nuevo los objetos de su infancia y adolescencia lo ayudaba a reencontrarse consigo misma y reafirmarse en sus decisiones. En
todas
sus decisiones. Pero esta vez la habitación le pareció un poco más ajena. Era como si hubiera pasado mucho más tiempo desde su última y rápida visita, cuando falleció la abuela Martha, en mayo. Tal vez aquel dormitorio de chica solitaria y soñadora ya no la definiera. Diana sintió por primera vez que los últimos meses habían transformado realmente su vida, y que había disminuido mucho su arraigo en la casa de sus padres e incluso en la ciudad donde nació y creció. Irse a estudiar a Madrid no la había desvinculado de su mundo, pero volcarse en su trabajo del CESID era como romper un segundo cordón umbilical. "Ojalá no tenga que lamentarlo", pensó, decidiéndose a salir de la cama.

Se acercó a la ventana y miró al jardín.
Ye un prau muy guapu
, como le gustaba decir al tío Felipe siempre que les visitaba. Negó inconscientemente con la cabeza, pensando que en realidad nada podría alejarla realmente de aquella casa ni de Asturias. Ni de sus padres. Quizá ni siquiera de ese animal que era Marcos: su hermano seis años menor que ella y la persona que más daño le había hecho. Un daño incluso físico, pero sobre todo psicológico. Marcos era el yonqui que un par de años atrás, recién alcanzada su mayoría de edad, se le presentó en Madrid alegando problemas con sus padres. Una vez instalado en su casa, le robó sus ahorros y sus pocas joyas, además de un collar de perlas de Laura, su única pertenencia de valor.

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