—Pero entonces… ¿esto quiere decir que en los países comunistas corre menos peligro la religiosidad que en el mundo occidental? —preguntó sorprendido uno de los representantes católicos, perteneciente a los Legionarios de Cristo.
—Estoy seguro. Lo veo cada día en Rusia. El comunismo nos ha condenado oficialmente, pero en general nos ha tolerado. En algunas ocasiones ha sido muy duro con nosotros, pero otras veces hemos llegado a una cooperación sensata en beneficio del orden y de la moral básica. Pese a la locura de su sistema, han preservado una jerarquía de valores bastante rescatable. Son tan conservadores como nosotros, en realidad. Su inminente desplome me preocupa. Espero que no sea tan rápido como para permitir que Rusia y sus satélites se occidentalicen, sino que tengamos tiempo de sustituir los mitos comunistas por el retorno a la fe tradicional de nuestros pueblos. De lo contrario caeremos en un marco de libertinaje tan insufrible como el que padecéis vosotros.
Sobre la mesa había unas hojas con la agenda de temas a tratar. El membrete llevaba el nombre que ese poderoso
lobby
ecuménico e interreligioso, de carácter ultraconservador, se había dado cuando se organizó en secreto a finales de los años cuarenta: "The Order of Order" (La Orden del Orden). En los últimos dos años, tras haber descubierto la existencia de la Sociedad, sus discusiones habían girado principal y obsesivamente en torno a ésta.
Madrid, 27 de septiembre de 1989
Cristian presentó su pasaporte al policía, que apenas tardó unos segundos en verificarlo y ponerle un sello sin darle mayor importancia. Se lo devolvió sin preguntarle nada. Sólo le dijo "bienvenido a España", quizá porque el pasaporte era diplomático. Este fue su primer contacto con el sistema occidental, y no pudo reprimir una sonrisa mientras se dirigía a la cinta de recogida de equipajes. Al salir al vestíbulo de llegadas reconoció de inmediato a Sorin Ganea, algo entrado en años y en kilos para ser un
compañero
espía. Aunque iba bien trajeado y sus rasgos claramente latinos le hacían pasar desapercibido en España, Ganea tenía ese "algo" tan característico de los agentes de la Securitate y unos ojos que delataban su alcoholismo. Conducía como un loco pero finalmente alcanzaron la avenida de América sin sufrir ningún percance. Subieron por Príncipe de Vergara hasta la plaza del Perú y enseguida llegaron a un edificio que, en aquella agradable zona de chalés, sorprendía por su pinta de búnker estalinista: la embajada rumana, en la avenida de Alfonso XIII.
El inmueble era muy grande porque no solamente contenía la cancillería y la residencia del embajador, sino también los apartamentos donde vivían los diplomáticos con sus familias. Esta era una practica común de algunos países comunistas: sus embajadas en el extranjero eran un microcosmos en el que la intimidad era reducida y el control sobre cada persona resultaba total. Así se evitaban deserciones, se mantenía la línea oficial y las consignas del partido, y encima se ahorraba una fortuna en el alquiler de pisos normales. A los funcionarios se les llegaba a controlar las horas de salida y entrada en el edificio, y a veces se les ponía una hora tope de llegada por la noche, como si fueran adolescentes.
Aunque le habían ofrecido hospedarle en la embajada, Cristian se las arregló para rechazar amablemente la oferta y buscarse una habitación en un buen hotel. Ya que Elena Ceausescu le había insistido tanto en que tenía a su disposición "todos los medios del Estado", no quería pasar su primer viaje a Occidente alojado (y vigilado) en la legación diplomática. Pensaba reunirse con Ganea y su reducido equipo, planificar las acciones a emprender desde el día siguiente y después zafarse de ellos para pasar la tarde solo. En la reunión participaron los otros dos hombres de la
antena
en Madrid: Mihai Craioveanu y Dan Frunzaverde. Junto a Ganea, parecían los tres comisarios políticos enviados a París por el régimen soviético en la película
Ninotchka
, pero con mucho menos sentido del humor.
—Ante todo, quiero que intentemos negociar civilizadamente con los españoles.
—Imposible —le cortó Ganea con una sonrisa irónica—. El CESID está cerrado en banda. Ya lo hemos intentado y dicen que la tablilla egipcia le pertenece al señor Suárez y que ellos no pueden hacer nada.
Cristian se enfureció.
—¡¿Y se puede saber quién os ha autorizado a iniciar esa negociación antes de mi llegada?! ¡Me he pasado todo el verano pensando cómo encarar el asunto y vosotros ya lo habéis estropeado todo! ¡¿Es que no estaba clara mi última comunicación?!
—¡Compañero, por favor, que sabemos hacer nuestro trabajo! Hablé ayer con mi mejor contacto en el CESID porque esta mañana salía de viajo muy temprano y estará fuera toda la semana.
—¿Y no podías haberme llamado ayer mismo?
—No le di importancia, sinceramente. Tú quieres la piedra esa, ¿no? Pues déjanos a nosotros y verás como te la conseguimos. Mientras tanto disfruta de la ciudad, tú que puedes. Nosotros, con la miseria que nos pagan…
Ganea le trataba con una arrogancia insoportable mientras los otros agentes no ocultaban su desprecio. Cristian recordó la sugerencia de Popescu y adoptó la expresión más seria que pudo.
—Sorin, lo lamento pero me veo en la obligación de recordarte quién soy y cuál es mi rango. Ahora mismo voy a subir a ver al embajador y después voy a hablar con el general Vlad. Voy a pedirle que releve de inmediato a la
antena
de Madrid y os incoe un expediente disciplinario a los tres. Ya podéis ir haciendo las maletas. Esto es intolerable, ¿me oyes? ¡Intolerable!
Se levantó y salió de la sala de reuniones. Enseguida le alcanzó Ganea deshaciéndose en disculpas y pidiéndole que continuaran la reunión ellos dos en privado antes de convocar de nuevo a sus hombres. El espía no le había dado demasiada importancia a aquel asunto pero ahora empezaba a comprender que aquello no era ningún juego. Cristian se sentó en un sofá y le invitó a ocupar el sillón de al lado.
—¿Qué otros contactos tienes en el CESID?
—Ninguno relevante. Mi contacto es el jefe del departamento que lleva Rumanía y Bulgaria, dentro de una sección más amplia que se ocupa de todo el sudeste de Europa. Pero lo que importa es que hemos identificado a la agente del CESID que se encarga de Suárez. La tienen infiltrada en la nueva sede nacional de su partido, el CDS, como ayudante directa del secretario general. Sospecho que han llevado la tablilla, junto a otros objetos y documentos de valor, a la caja fuerte de ese edificio. Si por las buenas no consigues nada, que no lo conseguirás, deberíamos atacar por ese lado.
—No, no, Sorin. Habla con el jefe inmediato de tu contacto, el responsable de Europa sudoriental. No importa que no le conozcas en persona. Llámale abiertamente y pídele que nos reciba mañana o pasado, a cualquier hora. Dile que ha venido de Bucarest un alto responsable de la seguridad del Estado y necesita tratar un asunto de la mayor importancia con la inteligencia española. En vista de vuestra total incompetencia, iré yo solo a la reunión. Y ahora pídeme un taxi, por favor. Te llamaré dentro de unas horas para ver si has podido concertar la reunión —se quedó en silencio un momento y le sostuvo la mirada—. Te voy a dar una oportunidad, pero como me falles te aseguro que acabo contigo. ¿Entendido?
—Entendido —Ganea estaba sorprendido e irritado por la arrogancia de aquel joven arqueólogo metido a oficial de la Securitate, y no comprendía cómo le habían podido nombrar comandante—. Permíteme una pregunta, Cristian: ¿realmente le da el general Vlad tanta importancia a esa cosa egipcia?
—¡Esa "cosa", Sorin, es vital para Rumanía! Y la importancia se la damos todos, empezando por el Conducator.
Cristian se marchó de la embajada rechazando el ofrecimiento de llevarle en coche al hotel. En el taxi pudo por fin relajarse y pensar en la mejor estrategia para su reunión con los responsables de la inteligencia española. Ahora pensaba ocupar su habitación en el Wellington y visitar el Museo Arqueológico Nacional. Después daría una vuelta por el centro para disfrutar de la "podrida decadencia imperialista". Entre las "contradicciones inherentes a la sociedad capitalista" que más le llamaron la atención, le impresionó la intensidad del comercio, mucho mayor de lo que había imaginado. No pudo evitar que le cautivara la abundancia y diversidad de productos y, sobre todo, contemplar cómo la gente normal estaba autorizada a adquirirlos tranquilamente. Se pasó más de media hora paseando por las tiendas de la calle de Preciados, viendo a la gente entrar y salir, observando la actividad de las cajas donde no se paraba de cobrar y entregar miles de artículos ordinarios que en su país habrían constituido un gran lujo. Pero el mayor
shock
cultural se lo provocó una cadena de bares llamada Museo del Jamón: cientos de piernas de cerdo bien curadas colgando del techo y las paredes constituían todo un espectáculo para cualquier extranjero, pero más aún para alguien recién llegado de aquel régimen de escasez perpetua.
Unos minutos después de que Cristian saliera de la embajada, Ganea recibió una llamada de Aurel Popescu.
—Pues por lo que tú mismo me cuentas, Sorin… ¡lo estás haciendo fatal! ¡Te he dicho que le obedezcas sin rechistar y le des el trato que le corresponde a un comandante! Pero, por supuesto, tienes que mantenerme informado de todos sus movimientos. Llámame cada cuatro o cinco horas. Y por lo que más quieras, ¡consigue esa dichosa piedra o una buena foto, como sea! Por cierto, a mí me mandas una copia sin que se entere Bratianu.
"A ver si por fin me entero de qué va este maldito asunto", pensó Popescu.
Ganea colgó el teléfono violentamente y llamó a voces a Frunzaverde.
—¡Estoy hasta los cojones de Popescu, de este niñato y de la madre que los parió a todos! Prepara tu equipo, Dan, que vamos a hacer las cosas a nuestra manera.
Cuando Cristian regresó esa noche al hotel le esperaban dos mensajes en la recepción. Uno era de Ganea: "Reunión confirmada para este sábado, 30 de septiembre. Pasaré a recogerte a las diez de la mañana. Si entre tanto necesitas algo durante estos días, llámame a la embajada". Estaba claro que el agente prefería tener el mínimo trato posible con el "niñato" durante su estancia en Madrid. El otro mensaje era mucho más sorprendente: "Por favor reúnase en la cafetería del hotel con Luis Alvarado, del CESID".
Madrid, 28 de septiembre de 1989
Eran más de las once de la noche y Diana llevaba siete horas trabajando sin parar en la sede centrista. Era la única persona que quedaba en todo el edificio, además del personal de seguridad. Iba a marcharse a casa, pero de pronto recordó que llevaba una semana sin llamar a sus padres. Marcó un número de Gijón. Al momento contestó Leonor Muñoz, que siempre tenía el inalámbrico a mano.
—Hola, mamá, ¿qué tal?
—Cuarenta y dos.
—¿Cómo dices? —a Diana le sorprendió más el tono entre seco y triste de su madre, normalmente tan cariñosa, que la extraña contestación.
—Digo que cuarenta y dos, hija. Que hace la friolera de cuarenta y dos horas y veinte minutos desde que te dejé el mensaje urgente en el contestador. ¡Que cualquier día nos morimos y tú ni te enteras!
"A ver qué le digo esta vez", pensó Diana mordisqueando un lápiz. Ni siquiera había escuchado el mensaje porque esa noche no había dormido en su piso, y aunque había ido a casa por la mañana para ducharse y cambiarse de ropa, la prisa por llegar a la sede del partido hizo que no reparara en la luz encendida de la grabadora. Y el día anterior había salido de casa tempranísimo, sin detenerse a comprobar el contestador (¿quien iba a llamar en mitad de la noche?). Estaba pensando cómo darle a su madre una explicación cuando cayó en la cuenta de que esas cuarenta y dos horas y pico, contabilizadas con tanta precisión, implicaban que ese mensaje se lo había tenido que dejar muy de madrugada, y eso no era buena señal.
—Bueno, ¿no me dices nada? Alguna explicación tendrás para pasar olímpicamente de tu familia, ¿no? Por lo menos veo que sigues viva —Leonor adoptó un tono algo amargo—, aunque no sé hasta cuándo podré decir lo mismo de tu hermano…
"Así que se trata de Marquitos, cómo no", pensó Diana.
—Muy bien, ¿qué ha hecho ahora, de qué comisaría hay que sacarlo? ¿O esta vez os ha robado a vosotros para variar?
—¡Diana, por favor, no hables así de tu hermano! Bastante tiene con su enfermedad, y seguramente le ayudaría saber que sigue teniendo una hermana.
—¿Una hermana, dices? ¿Para qué? ¿Para volver a saquear mi cuenta y vender mis cosas? —en realidad estaba pensando en otros actos mucho peores de Marcos, que su madre desconocía—. Mamá: Marcos no sólo es un yonqui sino también un indeseable, un ladrón y un… —Diana se interrumpió a tiempo—. A ver si de una vez lo comprendéis papá y tú. Y además no tiene arreglo, no tiene cura. Le habéis internado en centros de desintoxicación tres veces y siempre se ha escapado o ha vuelto a recaer. Si no tiene SIDA será un milagro porque se ha pasado años compartiendo las jeringuillas. ¿Qué ha hecho ahora ese desgraciado?
—Nada. No ha hecho nada. El pobre lleva ocho meses sin drogarse. Va todos los días al centro de terapia ocupacional. Colabora en la parroquia y el cura no le quita un ojo de encima. Últimamente le han confiado dinero varias veces y no ha tocado una peseta. Tú no le ves desde hace mucho, como casi no vienes por aquí… pero el chico está mejorando, Diana, de verdad.
—Bueno, y entonces, ¿qué le pasa al angelito?
—Pues que el martes por la noche se puso malo. De madrugada empeoró. Se puso fatal, con fiebre alta y vómitos. Tu padre estaba de viaje, así que me lo tuve que llevar yo sola a urgencias porque no paraba de vomitar, y expulsaba bastante sangre. Además no había manera de bajarle la fiebre. Cuando llegamos al hospital de Cabueñes estaba casi inconsciente. Parece que tiene una infección muy fuerte del aparato digestivo, pero no encuentran la causa. Y para tu información, no tiene anticuerpos del SIDA. Mientras le estaban haciendo unos análisis yo hablé con el médico y le pedí que aprovecharan para hacerle la prueba. Ya sabes que Marcos nunca lo había autorizado porque no quería saberlo, pero yo ya no podía seguir con la incertidumbre. La verdad es que el médico se portó muy bien, porque se supone que no podía hacerle la prueba sin su permiso, pero como ya nos conoce… Es el doctor Lobo, que ya le había atendido dos veces por intoxicación con heroína adulterada.