Diana no se lo podía creer. Había dado por sentado que su hermano tenía que ser seropositivo y que encima, al negarse rotundamente a someterse a las pruebas necesarias, estaba renunciando a un tratamiento médico imprescindible. Con la boca abierta, logró contener la emoción y evitar que se le saltaran las lágrimas.
—¡O sea que no lo tiene! Bueno, pues qué maravilla… Yo estaba segura de que sí. ¡Menos mal! —aunque nunca conseguiría perdonar a su hermano, la noticia alivió a Diana.
—Hija, tienes que venir. ¿Por qué no vienes este fin de semana? Total, tu hermano va a seguir ingresado por lo menos hasta el lunes, así que no coincidirás en casa con él, aunque creo que por lo menos deberías ir a visitarle: ¿qué te cuesta verle unos minutos? No acaban de identificar lo que tiene y no responde bien a la medicación. Y si no quieres verle, pues por lo menos pasas el fin de semana con tu padre y conmigo, que no te vemos el pelo. Tu padre está ahora mismo en el hospital.
"Como si fuera tan fácil", pensó. "Qué más quisiera yo que tomarme un par de días sin politiqueo ni espionaje, ni nada… pasear por la playa de San Lorenzo, subir a Cimadevilla… comer en Luanco y luego ir a dar una vuelta por el cabo de Peñas…"
—Mamá, no sé si voy a poder. Es que estoy trabajando a fondo en la tesis y el lunes he quedado en pasarle una propuesta de bibliografía bastante complicada al profesor…
—Por favor, Diana. Esta vez te lo pido por favor. Sólo te pido un par de días, hija. ¿Cuánto hace que no te veo? Si no vienes por aquí desde el entierro de la abuela. ¿No puedes hacer un esfuerzo por tu familia, aunque sea una sola vez?
Diana dudó un momento. En plena precampaña electoral, con actos políticos por todas partes, seguro que José Ramón Caso le iba a asignar tareas de organización durante el fin de semana, probablemente en la provincia más inesperada. Y si no, su jefe de unidad en la Sección P-7 era capaz de convocarla a alguna reunión o encargarle alguna misión rápida (Beirut, Nairobi, Cuenca… nunca se sabía), o la traducción de algún documento o de alguna conversación telefónica. Pero decidió que ya estaba bien, que llevaba un montón de semanas sin un momento para sí misma y tenía derecho a tomarse un par de días de descanso.
—Está bien, mamá —Diana miró por la ventana y le disgustó contemplar que llovía con fuerza—. Subo a casa este fin de semana. Pero me haces tu arroz con leche, ¿vale?
* * *
Media hora después entró en casa. No había terminado de cerrar la puerta del recibidor cuando vio que sus dos compañeras de piso, Laura y Merche, la esperaban sentadas en el salón, observándola con una sonrisa pícara. Merche sólo tenía veintiún años y era de Córdoba. Era una chica bastante guapa y siempre muy alegre, que estudiaba Filología clásica. Laura, la única madrileña de la casa, pareció mayor de lo que era. Tenía un par de meses más que Diana, a quien había conocido en la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid, cuando ambas cursaban estudios de Filología inglesa. Con el pelo muy corto, vestía siempre de una forma un poco desastrada y tenía que esforzarse para controlar sus modales. Ambas apreciaban mucho a Diana.
Sus cejas arqueadas decían claramente "¿y bien…?", así que no le quedó más remedio que sentarse frente a ellas y dar parte de su cita a ciegas de la noche anterior, organizada por Laura.
—O sea, que os lo tengo que contar, ¿no? —les preguntó Diana, sonriendo.
—Tú verás, cariño —contestó Merche exagerando la amabilidad—: o nos lo cuentas o no te dejamos dormir en toda la noche, y deduzco que debes de estar cansada…
—"Felizmente cansada", supongo —afirmó Laura con ironía.
Diana repasó la versión pactada con el chico y se dispuso a representar su papel.
—Bueno, pues no hay mucho que contar. Salimos a cenar, le invité yo, tomamos un par de copas y nos fuimos a su casa. Y me quedé, ¿vale?
—Y dormiste en el sofá, claro… —dijo Merche con tono burlón mientras acercaba una bandeja con tres vasos de
bloody mary
.
—¡No, Merche! ¿Cómo puedes pensar eso? Edgar es un caballero y durmió él en el sofá… —sentenció Laura, que pese a participar en aquella conversación frívola parecía nerviosa y preocupada por algún otro asunto.
—Pues no, queridas. Dormimos los dos en la cama después de un buen rato de sexo, que es lo que queríais saber. Ah, también querréis mi evaluación, claro. Pues le doy un ocho y medio, y os animo con mucho gusto a presentárselo a cualquier otra amiga (siempre que sea heterosexual), porque hay que reconocer que el chaval es guapo y no lo hace mal, pero resulta que es tonto de caerse, creidillo, presuntuoso y bastante ignorante. Así que sirve para lo que sirve y punto. De todas formas, gracias, Laura, gracias de verdad, que me lo pasé bomba anoche. Pero por favor, no me montéis más citas, y si lo hacéis no me digáis que el chico es "culto, refinado y sensible" cuando resulta que no sabe cuál es la capital de Extremadura, no se apaña con los cubiertos de pescado y afirma tan tranquilo que no lee porque se aburre y porque los libros "le influyen".
Laura y Merche se quedaron con la boca abierta. Al cabo de unos segundos, Merche se bebió de un trago lo que le quedaba del cóctel y lo soltó:
—Diana, tía, eres amiga nuestra y te queremos un montón, pero eres tan romántica como una tarántula. Bueno, yo estoy muerta de sueño. Me voy a la cama. ¿Vienes, cielo? —Laura y Merche llevaban seis meses como pareja. Diana, que era la más veterana en el piso, fue la que le reveló a cada una de ellas que la otra era lesbiana, al ver cómo se miraban. Ambas se lo habían dicho reservadamente y lo mantenían en riguroso secreto ante el resto de la humanidad.
—Luego voy, cariño, que antes quiero terminarme la copa con Diana y soltarle un par de frescas por desagradecida —Diana se dio cuenta de que Laura luchaba por esconder su nerviosismo.
* * *
—Escúchame bien, Diana, porque lo que te voy a decir es importante —dijo Laura con gesto grave tras cerciorarse de que su novia, tan dulce y femenina durante las horas de vigilia, roncaba ya como un sargento resfriado. En la mano llevaba un portafolios de piel.
—Perdóname, Laura. Me he pasado. De verdad que lo siento, soy una desagradecida. Encima de que me montas la cita…
—No, no, si no es por lo de Edgar. Eso da igual. Es otro tema mucho más importante —Laura puso una cinta nueva que había comprado Diana en el aeropuerto de Arlanda, cuando el CDS la mandó a Estocolmo la semana anterior. Al instante comenzó a sonar la música de Roxette. Subió el volumen algo más de lo prudente a esas horas y se sentó pegada a Diana para hablar con ella en voz baja—. Se trata de ti, de quién eres tú en realidad.
—Tú dirás —a Diana se le pasó de golpe el cansancio acumulado, y todos sus sentidos se pusieron en estado de alerta. Repasó mentalmente el protocolo que había aprendido en la central de inteligencia para un caso así. Laura hizo una larga pausa antes de empezar a hablar.
—Nos conocemos desde hace más de cuatro años, cuando tú estabas en primero y yo en tercero. Enseguida nos hicimos amigas y como no estaba a gusto en el colegio mayor me vine a compartir piso contigo. Te tengo que agradecer muchas cosas, desde haberme cobrado de menos por mi parte del alquiler (que no soy tonta y me doy cuenta de los precios de esta zona) hasta haber hecho de celestina entre Merche y yo. Te conozco como si te hubiera parido, Diana. Eres mi mejor amiga, ¿vale? Y por eso mismo sé que desde hace… —Laura calculó mentalmente—, desde hace un año y medio más o menos, desde que estabas en cuarto, ya no eres la misma.
»Al principio pensé que tenías un novio secreto, aunque no entendía tanto misterio. Después pensé que a lo mejor se trataba de una relación con una mujer y lo llevabas en secreto por vergüenza. Fue entonces, justo antes de Navidad, cuando me armé de valor y te revelé que era lesbiana, para ver si así te atrevías a contármelo, pero tampoco era eso: tú tienes de bollera lo que yo de bailarina clásica. Me di cuenta de que ni novio ni novia ni nada de nada. Pero no estabas nunca en casa, tu carácter se hizo aún más serio, volvías agotada… Llegué a pensar que habías caído en una secta, yo qué sé. Estuve a punto de contárselo a tu madre, pero me dio miedo asustar a la pobre mujer, que bastante tiene con el cerdo de tu hermano. Desde primeros de año por lo menos has estado ausente entre dos y cuatro noches en unas doce ocasiones, y no precisamente visitando a tus padres en Gijón, que siempre me toca a mí consolar a doña Leonor cuando te llama, y sé muy bien que apenas vas a verles, supongo que para no ver a tu hermano, claro.
—Supones bien, pero no…
—No, no, no, Diana. Espera a que termine, por favor. Hacia el mes de febrero, intrigada por tanto misterio y preocupada por ti, empecé a espiarte. Lo reconozco abiertamente y no me avergüenzo porque creo que he hecho lo que debía. Si después de esta conversación no quieres volver a hablarme, lo entenderé y buscaré otro piso para Merche y para mí —la miró por primera vez a los ojos e hizo una pausa, pero Diana no dijo nada y mantuvo la calma y el gesto neutro, aunque el ritmo cardiaco se le había acelerado ligeramente—. Diana, yo soy una simple traductora, no soy Holmes ni Poirot, ni siquiera Carvalho. No tengo dos carreras como tú, a duras penas terminé una, y desde luego no tengo tu inteligencia. Pero tampoco soy idiota.
»En varias ocasiones me he ofrecido generosamente a plancharte o llevarte a la tintorería alguna prenda tuya justo después de una ausencia prolongada. Y cuando afirmabas haberte ido a las Fallas con un misterioso ligue valenciano, en el bolsillo de tu eterna gabardina gris aparecía una tarjeta de embarque como ésta —sacó una cartulina del portafolios—. Prueba número uno de la acusación, señor juez: la señora Fernanda Duarte vuela de Helsinki a Lisboa el 20 de marzo de este año. Las Fallas finlandesas deben de molar mazo. ¿Y quién es esa señora? Esa misma noche, mientras dormías como un tronco (suerte que a ti no te despierta ni un bombardeo), me armé de valor, entré en tu habitación y saqué tu bolso. Y encontré un pasaporte portugués con tu foto, a nombre de Fernanda Duarte. También encontré una pistola y una licencia de armas portuguesa con la misma identidad.
»En mayo Edgar me prestó unos días su coche. Iba por la calle Princesa y te vi pasar en tu Golf cuando supuestamente estabas en Inglaterra, visitando Canterbury con los de tu clase, te seguí. Eran más de las once de la noche y tomaste la Nacional VI. Pensé que tal vez ibas hacia Asturias, y decidí seguirte solo unos kilómetros, pero al cabo de un rato tomaste un camino secundario y te metiste en un polígono industrial, a esas horas… Por otro lado, aquí tienes una nota mía con los datos de las facturas que te he encontrado en todos estos meses: el Queen's Hotel de Gibraltar, el Café de París en Mónaco, un restaurante de Oslo y otro de Buenos Aires, un sitio llamado Tavern on the Green en Nueva York, un coche de alquiler en el aeropuerto de Chipre… Algunas son nominativas, y van a nombre de mujeres distintas. Ah, y una entrada sin usar para el Bolshoi, si mis escasos conocimientos del alfabeto cirílico no me engañan. Mira que perderte el Bolshoi…
»Un sábado por la mañana, en junio, mientras estabas en la ducha entré en tu habitación. Faltaba más de un mes para que te cayera del cielo el curro "inesperado" del CDS, que tanto te sorprendió conseguir gracias a los contactos de un tío tuyo, pero, qué casualidad, tenías encima de la cama un informe de quinientas hojas sobre el CDS, sin membrete ni autor. ¡Un mes antes! ¡Vaya previsión! He estado en la facultad y no te has matriculado para el doctorado. Galván dice que es una pena que no vayas a doctorarte, que contaba con dirigirte la tesis. Tienes una computadora Macinstosh Portable escondida en el armario: un cacharro de última tecnología que valdría la friolera de setecientas mil pesetas al cambio si se vendiera en España, pero resulta que sólo hace unos días que ha salido al mercado en Estados Unidos, todo esto según el pobre Edgar, que aunque no sepa que la capital de Extremadura es Cáceres entiende un huevo de computadoras. El muy loco dice que dentro de poco habrá un cacharro así en cada hogar, y que yo misma lo usaré para mis traducciones. Yo creo que ha visto muchas películas americanas, pero aunque fuera cierto, deben de quedar décadas para eso. Hoy en día, ¿quién necesita, y quién se puede permitir, un aparato así? Como no sea un super ejecutivo de una multinacional, o algo por el estilo… Intentas disimularlo, pero se te nota que manejas cantidades de dinero mucho mayores que antes, desde luego muy por encima de lo que dices que te pagan en el CDS, y además las manejas desde muchos meses antes de empezar a trabajar. Y todo esto en cuanto a pruebas concluyentes, porque indicios hay muchos más…
—Mérida, Laura —Diana aprovechó que Laura había parado un segundo para tomar aire.
—¿Cómo dices?
—La capital de Extremadura es Mérida.
—Ah —Laura había perdido el hilo de lo que iba a decir, así que se cruzó de brazos y le sostuvo la mirada como diciendo "Bueno, ahora te toca a ti explicarte".
Diana procuró mantener la expresión neutra, pero su gesto ya era casi de tristeza. No se sentía traicionada por su amiga, sino doblemente culpable por haber tenido que ocultarle su actividad, tal y como le exigían sus órdenes, y por haber descuidado algunos flecos importantísimos que la habían dejado al descubierto incluso ante una profana como Laura. A ver qué explicación le daba ahora a su jefe en la P-7. Varias veces la había presionado para que se fuera a vivir sola, pero Diana había opuesto una resistencia numantina asegurando que sus compañeras de piso no sospechaban nada.
—¿Por qué te has decidido a contármelo ahora?
—Pues porque han ocurrido dos sucesos que me acojonan, ¿vale? El primero es éste —Laura se sacó del bolsillo de atrás del pantalón tejano una cajita redonda y transparente, probablemente de tapones para los oídos. Dentro, Diana identificó de inmediato dos micrófonos parecidos a los que ella misma había distribuido por toda la planta noble de la sede centrista en Marqués del Duero, 7. A pesar de la música, le horrorizó pensar que la disertación de Laura pudiera haber sido transmitida y le hizo un gesto pidiendo silencio, antes de abrir la caja y examinar los micrófonos. Enseguida vio que estaban doblados e inservibles.
—Los has inutilizado con unas tenazas —dijo con cierto alivio.
—¡Pero qué tenazas ni qué hostias! Los he machacado a puñetazos contra la mesa en cuanto los he descubierto, y después los he pisoteado por si acaso… Es que a veces me sale el macho que llevo dentro —Diana no contuvo la risa, que les sirvió a ambas para descargar un poco la tensión.