Authors: Schätzing Frank
—¿Tienes miedo? —le dijo la japonesa entre dientes.
Oh, sí, debía de tener miedo. Del mismo modo que Warren lo había tenido. «Lo necesitamos vivo», oyó decir a la voz quejumbrosa de Julian, ese maldito cabrón, ese estúpido que los había engatusado, a ella y a Warren, para viajar a la jodida Luna. «¿Vivo? ¡Que te jodan, Julian!» ¡Ella lo necesitaba muerto! Y ahora lo mataría, ahora que se había levantado.
«Sayounara,
Carl Hanna.» Era un buen momento.
Mala visibilidad.
Todo se oscureció rápidamente. ¿Qué era eso? Omura volvió el torso y dirigió la mirada hacia lo alto. ¡Inconcebible! ¡Luna de mierda! Ella, la Luna, se la pasaba por...
—...el forro —refunfuñó la japonesa.
Sobre su cabeza flotaba una especie de sello negro.
Descendió.
El escarabajo terminó con la existencia de Omura sin que ésta tuviese oportunidad de hacer un examen de conciencia, lo que, en definitiva, tampoco habría encajado mucho con su persona. En su lugar, en honor a su temperamento —ya que uno debería morir como ha vivido—, la japonesa explotó otra vez, la última, cuando, en el transcurso de su condensación física, el arma de Hanna se estrelló contra el peto blindado de su traje espacial y uno de los proyectiles se partió y sus dos componentes se mezclaron. Se produjo entonces un enlace químico entre el gel de baño y el champú. El proyectil se desintegró, y junto con él salieron los otros nueve, que volaron el pie del escarabajo.
Esa vez, la señal de alarma llegó a la central de la base lunar. Puso al corriente a la tripulación acerca de un daño material en el aparato de locomoción delantero izquierdo del BUG-24, debido al cual la maquinaria corría el riesgo de venirse al suelo, por lo que había que apagarla de inmediato, cosa que la tripulación hizo al momento. Justo después de la explosión, el aparato detuvo toda su actividad, pero no sirvió de nada. La amputación había sido realizada. Debido a la sobrecarga provocada por la pérdida de la pata delantera, la del medio también cayó, y el coloso empezó a inclinarse.
«Forro.» Era la última palabra que habían oído decir a Momoka.
—No la veo —dijo Amber.
¿Cómo iba a verla en medio de todo ese polvo?, pensó Chambers. Todavía le temblaba todo el cuerpo. En su imaginación seguía viviendo, como en un mantra, el momento en que casi había quedado aplastada, era como un lapsus de su pensamiento, algo fantasmagórico, el pensamiento de una auténtica marmota, coronado por la idea de que un instante después despertaría y su rescate sólo habría sido un sueño, y aquella pata de acero todavía...
«¿Pata de acero?»
Chambers miró hacia allí. Había algo en el escarabajo que la inquietaba. ¿Una alucinación? ¿Se habían acercado ellos a la máquina o la máquina a ellos?
Entonces vio cómo una de las patas del escarabajo se partía.
—Se está cayendo —balbuceó la presentadora.
—¿Qué?
—¡Que se está cayendo! —Chambers empezó a gritar—. ¡Se está cayendo! La máquina se cae. ¡Se cae!
De repente, todos gritaron a la vez. No cabía duda de que el enorme cuerpo se había inclinado, había empezado a volcarse y, lamentablemente, lo hacía en la dirección errónea.
En su dirección.
Julian cambió el rumbo, intentando sacar al Rover lo que el vehículo no estaba en condiciones de dar. Durante todo el camino desde la meseta de Aristarco, la velocidad de ochenta kilómetros por hora le había parecido increíble, sobre todo bajo las condiciones de la falta de adherencia al suelo y su peso ligero, que le hacía pegar extravagantes saltos y rebotar de la manera más descabellada. Sin embargo, ahora Chambers tenía la impresión de que avanzaban al ritmo de un caracol. La presentadora miró hacia atrás y vio la máquina extractora luchando por mantener el equilibrio. Por un glorioso instante, pareció que el gigante iba a encontrar de nuevo una posición estable, pero ya había superado todos los puntos de tolerancia. Aunque la pata trasera, en un principio, había acogido toda la carga, el animal seguía balanceándose de un lado a otro.
Y entonces se vino abajo.
En medio de una marea de polvo, el pecho del monstruo golpeó contra el regolito, y el gigantesco cuerpo se inclinó hacia ellos.
—¿Y eso qué es? —gritó Amber en ese momento.
Chambers necesitó un instante para comprender que su alteración no se debía a la máquina extractora, sino a otra cosa, algo que se acercaba a toda prisa desde la dirección opuesta.
—¡Apártate, apártate!
—¡No puedo apartarme!
El escarabajo caía en su dirección cada vez a mayor velocidad, pero ellos ahora se veían enfrentados a una araña surgida de la nada, cuyo mundo interno, por lo visto, no sólo no reconocía a los humanos, sino tampoco a las máquinas extractoras volcadas. El robot de carga se dirigía directamente hacia el gigante que se venía abajo y parecía frenéticamente decidido a cortarles el paso. Julian viró hacia la izquierda y también el robot cambió de dirección.
—¡A la derecha! ¡A la derecha!
El suelo tembló. El Rover cayó dentro de una onda expansiva que transformó el mundo en algo frío y gris. El vehículo patinó, comenzó a girar sobre su propio eje, arrancó con su parte trasera una de las esqueléticas patas y la araña empezó a dar tumbos. Mientras daban marcha atrás, Chambers vio caer la máquina extractora, una montaña que se colapsaba en medio de un volcán de regolito arremolinado. El Rover recibió un impacto, se detuvo abruptamente y se volcó. Por encima de ellos la araña sucumbía a la locura, trastabillando sin rumbo sobre sus patas más largas.
—¡Salgamos! —gritó Rogachov.
Saltaron de sus asientos, cayeron y tropezaron mientras corrían intentando salvar sus vidas. Nuevas nubes se les vinieron encima, envolviéndolos. Un enorme espejo parabólico salió disparado hacia Chambers, girando como la hoja de una gigantesca sierra, y cercenó el suelo muy cerca de ella, apenas a un brazo de distancia, para luego desaparecer en medio de aquel gris piroclástico. El escarabajo había caído completamente al suelo y no los había alcanzado por un pelo, aunque sí a la araña lesionada. Agitando sus brazos, ésta describió unos arabescos, perdió el sostén y se desplomó sin fuerzas sobre sí misma, justo encima del Rover. Su torso aplastó los asientos y el volante, rebotó una vez más, hizo un giro y soltó en todas direcciones los tanques esféricos llenos de helio 3, agresivas esferas que comenzaron a dar caza a los que huían.
Chambers corrió.
Y Hanna también corrió.
En el momento en que la pata del escarabajo se hundía sobre Omura, el canadiense había intuido la catástrofe que se desataría. El aparato locomotor de la extractora parecía en extremo estable, pero diez cápsulas de las suyas explotando al mismo tiempo eran más que suficientes para destrozar la estructura más estable. Hanna no tenía intenciones de quedarse a ver si las patas restantes podrían compensar la pérdida. Aún no se había alejado mucho cuando un impacto sacudió el suelo, dándole la respuesta. Alrededor de él se levantó una fina capa de polvo. Entonces siguió caminando sin detenerse. Sólo al cabo de un buen rato se obligó a parar, jadeando, con dolor de cabeza y un hombro dolorido, se sacudió y se volvió hacia el lugar del desastre. Unas nubes grises se alzaban a una distancia considerable. Desde allí, aún podía reconocer la imponente silueta de la máquina. Su desaparición sólo podía ser un indicio de que realmente se había venido abajo. Con un poco de suerte, se habría desplomado con toda la fuerza sobre sus perseguidores, una vaga perspectiva, tuvo que admitir.
¿Qué otra cosa podía salir mal? ¿Qué demonios estaba haciendo mal?
Absolutamente nada. Las circunstancias eran las que eran. Como si no hubiera aprendido hacía ya rato lo que era sentirse dentro del
pinball
de las condiciones límite. Ser lanzado de un lado a otro, por muy inteligente y astuto que fuera el comportamiento propio. Tanto más difícil era tener el control sobre sí mismo que escapar de los otros. Los planes eran constructos, rectas imaginarias. Funcionaban a la perfección sobre la mesa de juego, pero en la práctica lo importante era no salirse de la curva en las serpentinas del azar. Todo eso lo sabía. ¿Por qué, entonces, se acaloraba?
Ahora bien, había que imaginarse el peor escenario: todos los demás habían sobrevivido, salvo Omura. Creía recordar haber visto el Rover de la japonesa accidentado, pero suponiendo que hubieran conseguido ponerlo otra vez sobre sus ruedas, dispondrían, como antes, de dos vehículos. Él, por el contrario, se desplazaba a pie, había perdido sus proyectiles explosivos. Estado: ¡dudoso!
Con cuidado, movió el brazo, lo estiró, lo dobló. No tenía nada roto, nada hinchado. Era posible que hubiera sufrido una conmoción cerebral. Aparte de eso, se sentía bien; además, disponía aún de la segunda pistola de balas convencionales, que, aunque abría agujeros más pequeños, no era menos mortífera.
¿En qué dirección había caminado? Su alocada huida lo había llevado a un terreno inexplorado. Y eso no estaba bien. Sin el rastro de los escarabajos, se arriesgaba a no encontrar la estación. Sus propias huellas se extendían bien visibles a lo largo de aquella superficie no procesada aún, pero hasta el momento no había aparecido ningún Rover. Seguramente estuvieran buscando a Omura, pero ¿acaso iban a arriesgarse a perderlo a causa de la japonesa? Y si en verdad disponían todavía de los dos Rover, ¿no habría salido ya uno de ellos y reiniciado su persecución?
Tal vez la situación no fuera tan mala. Fortalecido por la confianza, se dispuso a determinar su posición.
Uno a uno se fueron incorporando, con torpeza, confundidos, con los blancos trajes llenos de mugre, como salidos de una tumba. A su alrededor, parecía que se hubiese producido un bombardeo o una catástrofe natural. El lomo de la máquina extractora, que todavía descollaba en el cielo, era ahora una montaña de regolito. Allí estaban los arácnidos miembros cercenados del robot de carga. El Rover destrozado. Y, sobre todo ello, un fantasma de polvo centelleante.
—¿Momoka?
Gritaron su nombre sin cesar, buscando a ciegas por todas partes, pero ni recibieron respuesta ni encontraron la más mínima huella de la japonesa. Parecía que a Omura se la hubiera tragado el polvo, y de pronto Chambers perdió de vista a los demás. Se detuvo. Sintió un escalofrío de miedo, algo frío recorrió su interior. El polvo se elevaba a su alrededor, extrañamente animado, formando una especie de túnel, al final del cual su composición parecía distinta, más oscura, amenazante y, al mismo tiempo, más seductora. De un momento a otro, Chambers creyó verse desaparecer dentro de aquel túnel, y con cada paso que daba, alejándose de sí misma, su silueta quedaba envuelta en un torbellino que la volvía irreconocible, hasta que se perdió a través de él y, cierto tiempo después, encontró a los demás del otro lado.
—¿Dónde estabas? —preguntó Julian, preocupado—. Hemos estado llamándote todo el tiempo.
¿Dónde había estado? En un limbo, el del olvido. Había echado una mirada fugaz a las sombras, o al menos eso le había parecido, como si algo la atrajese o la absorbiese, intentando cautivarla con oscuras tentaciones. Sabía lo irracionales que podían ser las sensaciones. Las experiencias límite habían constituido, más de una vez, el tema central de diversos debates esotéricos en sus programas, pero siempre sin que ella pudiese llevarse una idea clara de lo que era el más allá. Sin embargo, en el momento en que Amber, Oleg y Julian reaparecieron a su lado, Chambers supo que Momoka Omura estaba muerta. El silencio que se tragaba sus gritos era el silencio de la muerte. Todo cuanto encontraron fueron huellas que se alejaban de la cabeza del escarabajo y sólo podían ser de Hanna.
Pero la japonesa seguía desaparecida.
La presentadora no dijo ni una sola palabra sobre su extraña vivencia. Al cabo de un rato suspendieron la búsqueda y regresaron al Rover. El vehículo estaba inservible, pero al menos consiguieron poner a salvo las reservas de oxígeno. Por primera vez desde que estaban tras la pista de Hanna, aquel viaje parecía conducirlos por la ruta equivocada.
Analizaron sus opciones.
Y al final decidieron continuar siguiéndolo.
31 de mayo de 2025
O'Keefe cerró los ojos. Él no era un cobarde. No lo amedrentaba en absoluto la ausencia de gente. Hacía años había descubierto la fresca y agradable compañía de sí mismo y vivido grandiosos momentos en soledad, con nada más por encima de su cabeza que el cielo más puro y el chillido de las aves marinas que, cabalgando sobre los salados vientos del oeste, escudriñaban el océano en busca de los relucientes lomos metalizados que indicaban la presencia de peces. La soledad, esa otra hermana desesperada del estar solo, la sentía únicamente en habitaciones muy concurridas. En ese sentido, la Luna, aunque jamás hasta el momento la había visto con ese grado de espiritualización tan habitual, se correspondía muy bien con sus gustos. Allí se podía estar cómodamente a solas ocultándose detrás de una colina, desconectándose del crepitar de las ondas de radio, imaginando que los demás no existían en absoluto.
En ese instante, durante el vuelo a la base Peary, vio con claridad su autoengaño. Era ridículo darle la espalda al mundo con la certeza de que estaba allí y de que en cualquier momento se lo podía recuperar con toda su ruidosa civilización. Aun en la vastedad del desierto de Mojave, en las alturas del Himalaya, entre los hielos eternos, se compartía el planeta con los mismos seres pensantes que no creaban una base confortable para estar solo.
La Luna, sin embargo, era un lugar solitario.
Expulsados del cuerpo protector del Gaia, cortadas todas las comunicaciones, aislados de toda la
humanidad,
había visto claramente, durante las dos horas que llevaban de viaje, que la Luna no otorgaba ningún valor a ese ser llamado
Homo sapiens.
Nunca antes se había sentido ignorado de tal modo, más allá de todo significado. El hotel había quedado en manos del deterioro. La base Peary, relegada a un plano hipotético. Las llanuras y las montañas alrededor parecían de repente hostiles, o no, algo menos que eso, ya que la hostilidad presuponía por lo menos ser tomado en cuenta. Pero en el contexto de aquello que las personas religiosas denominaban creación, a la raza humana, por lo visto, le correspondía menos importancia que a un microbio oculto bajo un rodapié. Si uno observaba la Luna como ejemplo de miles de millones de galaxias del cosmos invisible, se revelaba que nada de eso había sido creado para los humanos, si es que, en realidad, había sido creado.