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Authors: Schätzing Frank

Límite (179 page)

BOOK: Límite
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También Yoyo observó al asiático.

—Casi no se lo reconoce —susurró.

Shaw la observó con interés.

—¿Conocen ustedes a ese hombre?

—Sí —dijo Jericho. Entonces, tuvo que reír—. ¡Increíble, pero es él!

La máscara bien merecía un Oscar, pero las circunstancias en las que lo habían encontrado excluían toda equivocación. Jericho había caído en su trampa una vez, pero no habría una segunda ocasión en la que se dejara engañar, ni siquiera aunque aquel cabrón se envolviese en unas pieles y caminara a cuatro patas.

—Ese de ahí —dijo— es sin duda el que llevó a cabo el atentado en Calgary.

Shaw enarcó las cejas.

—¿Y conoce su nombre?

—Sí, pero no le servirá de mucho —dijo Yoyo—. El tipo es tan volátil como la gasolina. Su nombre es Xin. Kenny Xin.

SINUS IRIDUM, LA LUNA

«Tierra de la Niebla.»

Sólo al llegar a la Luna, Evelyn Chambers supo cómo llamaban los astronautas a aquel territorio donde se llevaba a cabo la explotación del helio 3, y le pareció que el término era un poco
kitsch
e inexacto. Por lo aprendido en la escuela, se llamaba «niebla» a un fenómeno meteorológico, a una especie de aerosol, y en la Luna no podía hablarse de formación de gotitas de agua. Había estado preguntando sobre si el nombre se debía a alguna pretenciosa necesidad de homenajear a Riccioli y sus falsas interpretaciones históricas, pero no había recibido ninguna respuesta satisfactoria. En general, se hablaba poco del lugar. Para el último día de su estancia en el Gaia, Julian había anunciado la presentación de un documental, pero no había planificada ninguna visita a la zona de extracción.

Ahora que las circunstancias los habían llevado allí, le bastaba con echar un vistazo para comprender qué era lo que había impulsado a tanta gente lúcida a bautizar como Tierra de la Niebla a aquel territorio ubicado entre el Sinus Iridum y el Mare Imbrium. De un horizonte al otro, se extendía una barrera iridiscente sin contornos como de un kilómetro de altura más o menos, en absoluto apropiada para elevar el buen humor de Chambers. Desolada, pensaba sobre aquellos terrenos, en una desesperanza convertida en polvo. Nadie en su sano juicio podía sentir el deseo de cruzar dicho territorio.

Pero el rastro de neumáticos de Hanna llevaba hacia su interior.

Había conducido unos metros a través de la grieta, pero, repentinamente, había doblado hacia el noroeste. Según Julian, se movía por la línea imaginaria que unía el cabo Heráclides con el cabo Laplace. Entregados a la ambigua esperanza de que su gran enemigo fuese un artista de la supervivencia y, además, un mejor
boy scout,
se le pegaron a los talones. Amber seguía estudiando sus mapas, que, a pesar de los buenos servicios que le habían prestado hasta ese momento, ahora se revelaban como inservibles. Las miradas acababan de pronto en una atmósfera turbia, y eso a veces sucedía al cabo de cien metros, pero otras, la mayoría, sucedía al cabo de diez. No había horizonte ni colinas, tampoco una cordillera, sólo las solitarias huellas de Hanna a lo largo de un camino hacia lo desconocido. Algo que se alimentaba de la alegría de vivir salía sigilosamente del polvo, depositándose con crudeza sobre el tórax de Chambers y desatando en ella el infantil deseo de llorar. La Luna era materia muerta, sin embargo, hasta el momento la había sentido como algo inusualmente vivo, como una persona anciana y sabia, un Matusalén maravilloso cuyas arrugas conservaban la historia de la Creación. Sin embargo, en ese sitio la historia parecía borrada. La habitual consistencia del regolito, parecida a la del talco, con sus suaves colinas y cráteres en miniatura, había dado paso a una uniformidad quebradiza, como si algo le hubiese pasado por encima y provocado una transformación fantasmagórica. Por un breve instante creyó haber identificado el borde de un pequeño cráter, pero mientras todavía lo observaba, éste desapareció en la bruma, como una mera ilusión de los sentidos.

—Aquí ya no hay nada que te sirva para orientarte —le dijo Julian a Amber—. Los escarabajos han transformado el paisaje por completo.

¿Escarabajos? Chambers no cabía en su asombro. No recordaba haber oído hablar jamás de escarabajos haciendo sus desmanes en la Luna. Porque, fuera lo que fuese lo que esos bichos hubieran hecho, cobraba a sus ojos la categoría de una profanación. A su alrededor parecía que se hubiera ejercido alguna especie de violencia contra el satélite de la Tierra. Aquéllas eran las cenizas de un muerto. Se extendían en dos paredes que discurrían en paralelo, semejantes a imponentes surcos de un campo, como si algo hubiese estado removiendo el suelo.

—Julian, esto es horroroso —afirmó la presentadora.

—Lo sé. No es precisamente un lugar para turistas. Aquí el hombre sólo llega cuando hay algún problema para el que no bastan los robots de mantenimiento.

—¿Y qué diablos son los escarabajos?

—Mira hacia adelante —dijo Julian, levantando el brazo y señalando al frente—. Eso de ahí es un escarabajo.

Ella entornó los ojos. Primero vio sólo el centelleo de la luz del sol sobre las partículas de polvo. Después, en medio de enigmáticos tonos grises y a una distancia casi imposible de determinar, divisó una silueta, una cosa que, por su apariencia, parecía salida de los orígenes del universo. Algo que movía lentamente hacia adelante su cuerpo encorvado y extremadamente ingrávido, dejando entrever detalles extraños de unas mandíbulas rotativas de alimentación debajo de una cabeza plana y agazapada, mientras se abría paso, impaciente, a través del regolito, con sus patas de insecto ampliamente extendidas. Incesantemente, al polvo que pendía sobre la llanura se le unían nuevas partículas, un polvo que aquel monstruo revolvía mientras lo devoraba y avanzaba hacia adelante. Las microscópicas partículas en flotación envolvían su macizo cuerpo, rodeando en forma de capullo su aparato de locomoción. Chambers creía saber qué era lo que tenía delante de sus ojos, sólo que todas sus impresiones se encogían ante la inconcebible enormidad de aquel escarabajo. Cuanto más se acercaba, más monstruoso parecía, enderezaba su lomo, sobre el que brillaban enormes espejos en forma de bandeja, como una bestia mítica, tan alta como un edificio de varios pisos.

Julian se dirigió directamente hacia el artefacto.

—Momoka, tú quédate detrás de mí —ordenó—. Que nadie haga nada por su cuenta. Si queremos mantener el rumbo, no podremos evitar pasar cerca del aparato. Son lentos, pero la lentitud es relativa si se la compara con su tamaño.

La visibilidad empeoró. Cuando, un trecho por delante del escarabajo, el aterciopelado regolito cayó bajo las ruedas, el torso del aparato mostró su contorno oscuro y amenazante. Para ser tan grande era, al mismo tiempo, asombrosamente estrecho. Las extremidades y las herramientas de masticación, cual mandíbulas, desaparecían tras las nubes de polvo. A Chambers le pareció que el gigante giraba su bajo cráneo muy lentamente y los observaba, mientras levantaba una de sus poderosas y articuladas patas y daba un paso hacia adelante. El Rover se estremeció ligeramente. Se lo atribuyó a una hondonada en el suelo por la que Omura, al parecer, había pasado, pero una convicción en su fuero interno le decía que aquello había sucedido en el momento en que el escarabajo había clavado su pata en el regolito.

—¡Una máquina de extracción! —exclamó Rogachov, volviéndose hacia la silueta borrosa—. ¡Fantástico! ¿Cómo es que me has ocultado esto tanto tiempo?

—Los llamamos escarabajos —dijo Julian—. Por su forma y su locomoción. Y sí, son fantásticos. Pero son muy pocos.

—¿Convierten el regolito en esa... cosa? —preguntó Chambers, pensando en aquel páramo lleno de trozos de piedra.

Julian vaciló.

—Como he dicho, transforman considerablemente el paisaje.

—Lo digo por decir. No tenía una idea clara de cómo funcionaba el proceso de extracción. En realidad... Bueno, creo que esperaba encontrarme algo parecido a unas torres de perforación.

En ese mismo instante, Evelyn se sintió avergonzada de estar hablando de esos temas técnicos con Julian, sobre la explotación a cielo abierto, como si Omura no se hubiera visto enfrentada, haría una media hora, con el cuerpo deforme de su marido. Desde su partida del cabo, la japonesa no había dicho una sola palabra; sin embargo, había conducido con cautela el Rover. De una manera fantasmal, se había perdido en una especie de región hipotética. La criatura que estaba detrás del cristal reflectante del casco y que conducía el vehículo muy bien podía haber sido un robot.

—El helio 3 no puede extraerse como el petróleo, el gas o el carbón —dijo Julian—. El isótopo se encuentra enlazado a los átomos de polvo. En una proporción de aproximadamente tres nanogramos por gramo de regolito, repartidos de manera uniforme.

—Nanogramos... Espera —reflexionó Chambers—. Eso es la milmillonésima parte de un gramo, ¿no es así?

—¿Tan poquito? —se asombró Rogachov.

—En realidad, no es tan poco —respondió Julian—. Imagínate, ese material ha sido depositado aquí durante miles de millones de años por el viento solar. ¡En total, son más de quinientos millones de toneladas, diez veces más que todas las reservas de carbón, petróleo y gas de la Tierra! ¡Eso es muchísimo! Sólo que para obtenerlo tienes que procesar el suelo lunar.

«Así se le llama: procesar —pensó Chambers—. Y de ello surge este desierto polvoriento.» La presentadora miró con desagrado hacia la lejanía resplandeciente. A lo lejos, un segundo escarabajo se arrastraba a través del polvo y, de repente, el suelo volvió a tornarse feo y quebradizo.

—De cualquier modo, la saturación es sorprendentemente baja —insistió Rogachov—. Me da que es preciso procesar cantidades enormes de suelo lunar. ¿A qué profundidad escarban esos bichos?

—De dos a tres metros. También a cinco metros de profundidad hay depositado helio 3, pero la mayor parte lo extraen de arriba.

—¿Y eso basta?

—Según para qué.

—Quiero decir que si basta para satisfacer la demanda mundial de helio 3.

—Ha bastado para acabar con el mercado de las energías fósiles de la Tierra.

—Ese mercado se destruyó con anticipación. ¿Cuántas máquinas están trabajando en este momento?

—Treinta. Créeme, Oleg, el helio 3 solucionará de manera sostenida nuestros problemas energéticos, la Luna contribuirá a ello. Pero obviamente tienes razón: necesitamos muchas más máquinas para dejar pelado todo este territorio.

—Dejarlo pelado —repitió Amber—. Suena más a ganado que a escarabajos.

—Sí. —Julian rió un poco forzadamente—. En realidad, parecen un rebaño arrastrándose por la tierra, un rebaño de vacas.

—Impresionante —dijo Rogachov, aunque Chambers creyó percibir cierto tono de escepticismo en su comentario.

A una distancia sin contornos definibles se recortó la silueta de un tercer escarabajo. Parecía estar detenido. Chambers se percató de la presencia de algo más pequeño y ágil que se le acercó por detrás a la máquina, aparentemente algún aparato volador, hasta que, de pronto, la presentadora tuvo la sospecha de que aquella cosa se desplazaba sobre unas largas y afiligranadas patas, y de forma involuntaria le vino a la mente la imagen de una araña. La figura se mantuvo debajo del monstruoso abdomen, se agazapó y, por un momento, pareció fundirse temporalmente con el cuerpo del escarabajo. Chambers contempló la escena con curiosidad. Habría preferido preguntarle a Julian, pero el mutismo de Omura pesaba sobre ellos como una capa dañina de moho, así que cerró el pico, aunque presa de una íntima inquietud. Aquel
insectarium
no era en absoluto de su agrado. No era que tuviese ningún tipo de resentimiento en contra de la tecnología: conducía concienzudamente su coche ecológico, movido por la electricidad, había reformado su propiedad con la tecnología solar de la firma de Locatelli y reciclaba su basura como una irreprochable ciudadana, si bien no podía vanagloriarse de tener una marcada consciencia ecologista. Fenómenos como la robótica, la nanotecnología y la navegación espacial le resultaban igual de interesantes que una cascada, las secuoyas y los monos trepadores de orejas en forma de pincel, que estaban en peligro de extinción, y cuya subsistencia no necesariamente tenía por qué ser considerada un sostén de nuestra base ecológica. Las nuevas tecnologías la fascinaban, pero había algo en ese reino de los muertos que le infundía un temor general, para el cual Rogachov, con su naturaleza de industrial poco escrupulosa, parecía haber desarrollado sensibles anticuerpos.

El rastro de Hanna describía una amplia curva. Las colosales huellas permitían imaginar que había tenido que esquivar una de las máquinas extractoras. Junto a las huellas en forma de cráteres había algunas de diámetro pequeño y menos profundas. Chambers miró hacia atrás y vio el escarabajo centelleando en su capullo de polvo, como una fata morgana. Ya no se veía nada de aquel otro chisme parecido a una araña. Entonces, la presentadora cerró los ojos y la imagen de aquella máquina gigantesca siguió brillando como un fantasma en su retina.

El escarabajo seguía devorando su alimento.

Introducía incesantemente en el suelo sus mandíbulas en forma de palas, desgastando la roca, separaba los trozos indigeribles y llevaba lo que quedaba en forma de grano fino hasta sus ardientes entrañas, mientras unos reflectores gigantescos situados encima de su lomo seguían el curso del sol, atrayendo fotones y enviándolos a un pequeño colector de espejo. Desde ahí, la luz entraba en el cibernético organismo y creaba un infierno de mil grados centígrados, aún insuficiente para derretir el regolito, pero sí para extraer los elementos enlazados a él. El hidrógeno, el carbono, el nitrógeno y, comparativamente, una ínfima cantidad de helio 3, que ascendían en forma de gas al horno solar y, de ahí, se dirigían a la cámara de compresión de la parte trasera del cuerpo. A doscientos sesenta grados bajo cero, bajo una enorme presión, los gases extraídos se licuaban y eran transportados a unas baterías de tanques esféricos en las que eran separados según el elemento del que estuvieran compuestos: unos cuantos de helio 3, cada gota del cual era un tesoro cuidadosamente guardado, y todo lo demás en cantidades manejables. Por muy grande que fuese el escarabajo, y por muy apropiado que fuera el hidrógeno para la producción de carburante y de nitrógeno que enriqueciera el aire respirable o de carbono para los materiales de construcción, la mayor parte debía ser expulsada de nuevo al vacío, donde, segundos después, se evaporaba, creando alrededor de la máquina una atmósfera fugaz que se renovaba de forma cíclica. El escarabajo lo transformaba todo mediante ese método. El suelo lunar, que el aparato volvía a despedir en forma de migas cocinadas, y el espacio vacío, ya que la extracción y la conversión en desechos de su entorno tenía su equivalencia en el enriquecimiento del vacío con algunos gases nobles.

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