Authors: Schätzing Frank
De pronto encontraba consuelo en el grupo, agradecía cada palabra pronunciada. Y aunque no conocía muy bien a Miranda Winter, había sentido su muerte como una tragedia personal, pues unos pocos centímetros de distancia habrían bastado para impedirla. Puede que aquella mujer hubiera arrinconado a su querido Louis, que les hubiera puesto nombres a sus senos y creyera en cualquier tontería imaginable; era de esas mujeres a las que algunas momificadas divas de Hollywood, como Olinda Brannigan, les tiraban sus credenciales y su café; pero la manera de verse a sí misma, su frenética voluntad de diversión, de no dejarse amargar la vida por nada ni por nadie, ese lado sublime de lo ridículo, todo eso lo admiraba en ella y, quizá, hasta lo amara un poquito. Y en ese instante se preguntaba si él, en su autosuficiencia, había sido jamás tan sincero como Miranda Winter en su simpleza.
Su mirada se dirigió entonces hacia donde estaba Lynn Orley.
¿Qué le había pasado a la hija de Julian?
Parecía una muerta en vida, como apagada. Hedegaard había dicho algo ante Wachowski de un
shock
emocional, pero a él le parecía como si Lynn estuviera atravesando por una especie de programa de autodestrucción; desde la muerte de Miranda, no había vuelto a pronunciar palabra. Y apenas nada hacía suponer que todavía percibiera el mundo que la rodeaba. Ni lo más mínimo...
... penetraba más allá del horizonte de los acontecimientos ni llegaba al exterior.
Se había convertido en un agujero negro.
Y, al mismo tiempo, se encontraba en el fondo de ese agujero negro, sentada y capaz de seguirle el rastro al eco de sus pensamientos. Algo, por otra parte, poco habitual en el caso del agujero negro de Hawking. Había algo que no encajaba. Si se hubiese despeñado en su centro colapsante y terminado como una singularidad, eso habría significado también el fin de toda capacidad cognitiva. En su lugar, había llegado a alguna otra parte. En cualquier caso, no podía explicarse de otro modo que todavía estuviera en condiciones de pensar y hacer conjeturas, lo que implicaba también que podría haber estado mejor si aquellas pastillas verdes no se hubieran quemado...
... con la destrucción del hotel, se había apagado también toda esperanza de recibir un mensaje de Hanna. Si es que éste todavía se hallaba en condiciones de enviar mensajes.
Entretanto, a la vista de aquella pesadilla de noche, a Dana Lawrence la asaltaban esas dudas. ¿No era hora de pensar un poco en términos pesimistas? ¿Cuántas cosas no podían haber pasado en la meseta de Aristarco? Posiblemente, y sin tener que imitar a Hanna, por supuesto, debía familiarizarse con la idea de tomar ella misma las riendas del asunto. Su tapadera aún no había sido descubierta, y en lo que atañía a su declarada enemiga, ésta ni siquiera parecía saber ya quién era ella misma. Todos los demás confiaban en Dana. Incluso Tim, que...
... cada vez dudaba más de poder dividir sus preocupaciones de un modo justo. Estaba preocupado por Amber, por Julian, más incluso de lo que deseaba admitir; estaba preocupado por Lynn y por todos los demás que viajaban en el transbordador, o donde quisiera que estuvieran en ese momento; le preocupaban también los límites de su capacidad de sufrimiento, ese canon único del miedo. Tras dos horas de vuelo, debían de estar muy cerca de la base, pero hasta el momento no había podido establecer contacto. Lawrence había hecho referencia al problema de los satélites, y había dicho que recuperarían el contacto en cuanto entraran en el radio de alcance para la comunicación, con el resultado de que se ampliaba el canon del miedo ante el horror de hallar una desolada base, destruida a causa de cualquier razón. El tiempo transcurría, ¿o acaso volaba? La Luna no mostraba ningún punto de referencia para las nociones humanas del devenir y el transcurrir, el concepto de tiempo de su especie sólo tenía una absurda validez en el enclave del
Calisto,
mientras que, alrededor, no existía el tiempo, y ellos no llegarían nunca a ninguna parte.
Y cuando ya el horror de aquella visión, alimentado por su machacada imaginación, amenazaba con dominarlo...
... tres palabras y un bostezo llevaron la salvación hasta él.
—Tommy Wachowski. Aquí base Peary.
—Base Peary, aquí el
Calisto.
Estamos llegando. Pedimos autorización para aterrizar dentro de diez minutos.
—¿Una visita? —preguntó, asombrado y soñoliento, Wachowski—. Santo cielo, ¿sabe qué hora es? Espero que hayamos limpiado y sacado todas las botellas.
—El motivo no es nada divertido —dijo Hedegaard.
—Un momento. —Al instante, el tono de Wachowski cambió—. Pista siete. ¿Necesita ayuda?
—Estamos bien. Una herida, pero no es grave, una persona en estado de
shock.
—¿Y por qué no se dirigen hacia el Gaia?
—De allí venimos. Ha habido un incendio. El Gaia ha quedado destruido, pero hay otros motivos para no regresar al Vallis Alpina.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué es lo que ha pasado?
—Tommy —intervino Lawrence—. Los detalles se los daremos más tarde, ¿de acuerdo? Tenemos muchas cosas que contarle y muchas más cosas que analizar. En este momento, sencillamente, nos alegraríamos enormemente de poder aterrizar.
Wachowski guardó silencio por un momento.
—Bien —dijo—. Lo prepararemos todo. Hasta ahora.
Tras un breve cuarto de hora, el polvo se asentó de nuevo y pudo verse otra vez el lejano Mare Imbrium, la cordillera de los montes Jura y... la estación de extracción.
Hanna se concedió un minuto de descanso, arqueó la espalda y echó la cabeza hacia atrás. Se había alejado demasiado hacia el noroeste, pero lo había conseguido. Mientras mantuviera ese ritmo, estaría allí dentro de muy poco. Su idea de que los demás estaban muertos o muy limitados en su capacidad de movimiento se había consolidado ya en una certidumbre. Con un Rover, hacía rato que podrían haberlo alcanzado, pero nadie había aparecido.
Notaba la cabeza como rellena de guata, tenía que lidiar con un ligero mareo y sentía ganas de vomitar. De nuevo empezó a caminar. Un cuarto de hora después, ya había llegado a la estación. A diferencia de la base Peary, ésta estaba construida totalmente sobre el terreno: era un enorme iglú cubierto de regolito, comunicado por unos edificios con forma de insecto, cilíndricos y presurizados, depósitos de forma esférica y hangares que enmarcaban un aeródromo en forma de U, con el que colindaba la estación ferroviaria, con sus vías principales y secundarias. Escaleras y ascensores llevaban hasta arriba, donde los trenes de carga despertaban en los andenes, listos para su siguiente viaje; se trataba de simples plataformas, acopladas unas a otras. A un lado del aeródromo aguardaban dos docenas de arañas condenadas a la inmovilidad, que sólo esperaban la señal para entrar en acción. Otras dos habían tomado posición junto a las vías y llenaban uno de los trenes con tanques esféricos, mientras un tercero, ya cargado, se ponía en marcha. Las instalaciones parecían estar siendo ampliadas, y al mismo tiempo llamaba la atención que los hangares, los depósitos y los hábitats con forma de iglú reposaran sobre unas orugas móviles. En cuanto acabaran de procesar todo el territorio, la estación entera podría moverse a otro sitio. Y aunque había un velo de polvo sobre todas las cosas, la visibilidad allí era mucho mejor. La luz solar, dura e intensa, era filtrada por las cristalinas facetas de la materia suspendida en el aire, creando una atmósfera agobiante y postatómica. Era un mundo de máquinas.
Hanna rebuscó en los hangares y encontró, además de varios robots de mantenimiento, cuatro
grasshoppers
de construcción sólida, con plataformas de carga de mayor tamaño y zancos de aterrizaje más altos que los que estaban en uso en el Gaia. En aquel lugar no había nada que se pudiera conducir, pues en la zona de extracción se esforzaban por montarlo todo sobre patas, que levantaban menos polvo que las ruedas, y, con ello, garantizaban una mejor protección de los componentes mecánicos. Las interfaces de mantenimiento de los escarabajos estaban instaladas en la cabeza y en el lomo, por lo que los
grasshoppers
tenían cierto sentido. Con ellos se podía llegar por encima de la capa de polvo y se podían organizar aterrizajes puntuales en los enormes cuerpos de los escarabajos, mientras que de todo lo demás se ocupaban los robots. Hanna no dudaba que uno de aquellos
hoppers
lo llevara a su destino, ya que apenas consumían combustible, pero eran horrorosamente lentos. Con uno de esos chismes tendría que viajar durante casi dos días, con la plataforma de carga llena de reservas de oxígeno, si es que encontraba alguna en la estación. El traje lo abastecería con agua potable; sin embargo, no podía comer ni un solo bocado. Estaba dispuesto a aceptar incluso eso, pero no la tardanza.
Debía actuar dentro de las siguientes dos horas.
Atravesó la esclusa de aire del hábitat y llegó a un recinto de desinfección donde, a alta presión, fue rociado con productos de limpieza a fin de liberar su traje de cualquier resto de polvo lunar; sólo entonces pudo quitarse por fin el casco y pasar al interior. Era un recinto espacioso y confortable, lo suficiente para aguantar allí algunos días, con instalaciones sanitarias, una cocina, reservas de alimentos en cantidades generosas, habitaciones para trabajar y dormir, un salón común y hasta un pequeño gimnasio. Hanna se permitió hacer una visita al baño, comió un par de barritas de cereales cubiertas de chocolate, bebió tanta agua como pudo, se lavó la cara y empezó a buscar pastillas contra el dolor de cabeza. El botiquín de la estación estaba muy bien abastecido. A continuación, visitó uno de los transportes con forma de insecto que estaban acoplados a la estación, pero también éste se reveló como inapropiado para sus propósitos, ya que era aún más lento que los
grasshoppers.
Por lo menos encontró algunas reservas de oxígeno adicionales, lo que le aseguraría la supervivencia allí fuera durante algunos días más. No obstante, aún no sabía cómo podría llevar a término su misión.
Se puso de nuevo el casco y llevó todas las reservas de oxígeno que pudo encontrar al aeródromo.
Su mirada se dirigió entonces a las arañas. La última de la hilera estaba alzando sus tanques y colocándolos en la plataforma casi llena del tren de carga; luego aseguró el cargamento con unas manijas en forma de costillar que salían de los costados. Todo parecía indicar que el tren partiría en los próximos minutos en dirección a la base lunar.
¡A setecientos kilómetros por hora!
Sus pensamientos se agolparon. Quedaban todavía una docena de tanques por cargar. Le restaban tal vez unos diez minutos. Muy pocos para destruir los
grasshoppers,
tal y como se había propuesto, pero sí que podía llevarse las reservas. A paso de marcha, las llevó hasta el ascensor y las arrojó dentro. La cabina de barrotes se puso en movimiento con una lentitud enervante. A través de las vigas transversales podía ver las patas de la araña, el cuerpo, los laboriosos brazos. Tres tanques más. Salió a toda prisa al andén y metió las reservas a la fuerza entre los tanques apilados de la plataforma. Las extremidades parecidas a las de una mantis religiosa acercaron el penúltimo tanque y lo metieron entre los demás. ¿Acaso había un sitio ideal? Tonterías, ningún sitio era ideal. Eso no era el expreso lunar, sino un tren de carga. Pero uno cuya velocidad un ser humano podía resistir tranquilamente. Después de todo, daba igual a qué velocidad viajara el tren, en el vacío lunar las cosas no eran diferentes de la caída libre, donde, a cuarenta mil kilómetros por hora, uno podía salir de la nave y echar tranquilamente un vistazo alrededor.
El último tanque quedó asegurado.
¡Delante de los tanques! Ése era el mejor lugar.
Hanna trepó a la plataforma de carga, avanzó a través de las esferas metálicas y bajo los brazos de la araña, hasta que encontró un sitio que le pareció adecuado, un pasillo vacío entre dos elementos del tren. Allí se metió como pudo, se agachó, afincó bien los pies y se apoyó contra los tanques situados a su espalda.
Esperó.
Pasaron unos minutos, y empezó a sentir inseguridad. ¿Se habría equivocado? El hecho de que el tren estuviera cargado no tenía por qué significar necesariamente que partiera. Pero mientras reflexionaba todavía sobre eso, el convoy dio una sacudida y, cuando el canadiense volvió la cabeza, vio la araña desaparecer de su campo visual. A continuación sintió la presión de la aceleración cuando el tren empezó a avanzar cada vez más y más de prisa. La llanura volaba por su lado, la saturación de polvo del entorno empezó a disminuir. Por primera vez desde que había sido descubierto no se sentía atrapado en una pesadilla soñada por otro.
—Los
hoppers
—maldijo Julian—. ¡Estos
grasshoppers
son una porquería!
Había conseguido llegar a la estación de extracción con sus últimas fuerzas. Sólo Rogachov, el hombre entrenado para permanecer en pie hasta que su rival cayera derribado, no daba ninguna muestra de agotamiento, había encontrado de nuevo su manera de hablar en voz baja y controlada y transmitía, como de costumbre, la frescura de una habitación con una baja temperatura. Sin embargo, Amber, por su parte, habría estado dispuesta a jurar que su traje había desarrollado una malvada vida propia, con el propósito de dificultarle su movilidad y dejarla a merced de la poco habitual experiencia de la claustrofobia. Empapada, colgaba dentro de su traje, bañada en malos olores. Y algo parecido le sucedía a Chambers, traumatizada por la experiencia de haber sido casi aplastada y de no sentirse segura sobre sus piernas. Hasta el propio Julian parecía descubrir de pronto, con sorpresa, que tenía ya sesenta años en las costillas. Nunca antes habían oído resoplar tanto a Peter Pan.
Poco tiempo después se enteraron de que en toda la estación no había ni una sola reserva de oxígeno.
—Podríamos obtener aire a partir de los sistemas de soporte vital —propuso Chambers.
—Podríamos, pero no es tan sencillo. —Estaban sentados en el hábitat, tomando un té. Julian se había quitado el casco. Tenía el rostro enrojecido, la barba descuidada, como si la hubiera estado revolviendo durante horas en busca de soluciones—. Necesitamos oxígeno comprimido; para ello tendríamos que cambiar varias cosas, y para ser sincero...
—No te andes con remilgos, Julian, puedes decirlo claramente.