Authors: Schätzing Frank
—¿Owen?
—¿Diana?
—En este instante, alguien está dejando un mensaje en
Brilliant shit.
Jericho se incorporó y se apoyó sobre la espalda.
—Léemelo.
En un primer momento se sintió decepcionado. Eran unas coordenadas, no había remitente ni palabra alguna. Sólo la hora y la referencia de la entrada. Nada más.
Era una dirección en Second Life.
¿Sería de Yoyo?
Sintiendo en extremo pesadas la cabeza y las piernas, el detective se puso de pie a duras penas, se acercó al pequeño escritorio donde había colocado el monitor y el teclado y leyó el breve texto. Al final, encontró una única letra que tal vez no hubiera oído la primera vez.
Una «D».
«Demon.»
Echó una ojeada al reloj. Eran poco más de las once. A las doce en punto, Yoyo lo esperaba en el mundo virtual. Suponiendo que aquel mensaje fuera realmente de la chica y no un nuevo intento de Kenny por localizarlo. ¿Le habría revelado al asesino la dirección del blog? No hasta donde alcanzaba a recordar. Ese Kenny no podía ser tan astuto como para aparecer ahora, de repente, en aquel blog,
Brilliant shit.
De todos modos, era recomendable no correr ningún riesgo. A partir de ahora, toda comunicación
online
tendría lugar a través del programa de anonimización.
Jericho se tumbó de nuevo en la cama y miró al techo.
No había nada que pudiera hacer.
Al cabo de pocos minutos, una calma chicha se depositó sobre el revuelto mar de sus nervios. Jericho se quedó dormido, pero no fue un sueño reparador aquel en el que se sumió. Muy próximas a la superficie de la consciencia, lo visitaron las imágenes de torsos que se arrastraban, torsos que no eran humanos, sino bocetos malogrados de criaturas humanas, grotescamente deformados e inconclusos, cubiertos de sangre y mucosidad, como recién nacidos. Vio criaturas sin piernas, cuyos rostros no eran más que superficies lisas y relucientes, cortadas en vertical por aberturas rosadas que se retorcían de un modo obsceno. Muñones semicalcinados brotaban de una docena —o más— de brazos semejantes a los de las arañas. En la costra de un tejido amorfo se abrían, de repente, ojos y bocas. Algo ciego y alargado se retorcía en dirección a él, sacando una lengua nudosa a través de unas mandíbulas armadas de colmillos. Sin embargo, Jericho no sentía ningún miedo, sino una pesada tristeza, pues sabía que todas aquellas monstruosidades habían sido mejor diseñadas en otra vida, como él mismo.
Entonces cayó y se vio de nuevo en una cama, pero no la misma en la que había tendido sus huesos. Oscura y húmeda, iluminada por una luz lunar mortecina que incidía a través de una ventana mugrienta, daba contornos a la desolación de aquel cuarto casi vacío al que había ido a parar y parecía ejercer un curioso poder sobre él. En un sueño lúcido, vio claramente que, en realidad, tendría que haber estado descansando en su confortable habitación, decorada de un modo conservador; sin embargo, no conseguía incorporarse ni abrir los ojos. Estaba encadenado a aquel moderno colchón como por un imán, empotrado en un silencio seco e inquietante.
Y, en medio de ese silencio, oyó de pronto el golpeteo de unas piernas reforzadas con quitina.
Unos pies dentados arañaban los bordes del cubrecama, se prendían al tejido y arrastraban sus gordos cuerpos segmentados hacia él. Una oleada de miedo asaltó al detective. Su espanto no se debía tanto a la cuestión sobre lo que harían aquellas criaturas acorazadas con él, sino, sobre todo, a la más terrible de todas las conclusiones: que un pérfido capricho lo había lanzado de vuelta al pasado, a una fase de su vida que él creía superada. Su ascenso social en Shanghai, la paz que había sellado con Joanna, la llegada a Xintiandi, todo se revelaba como una fantasía, como el verdadero sueño del que lo sacaban ahora aquellos insectos invisibles con sus ruidos y sus crujidos.
En realidad, jamás había escapado del infierno.
Cerca de él, alguien empezó a lloriquear con unos sonidos intensos y cantarines. Todo se sumía en las tinieblas, pues el hecho fehaciente de sus ojos cerrados empezaba a imponerse frente a la visión de aquella habitación terrible. Su mente hallaba el camino de regreso a la realidad, sólo que su cuerpo no parecía haberse enterado en absoluto. Jericho no reaccionaba a ningún esfuerzo por moverlo. El detective empezaba a luchar contra aquella extraña rigidez, y él mismo producía aquel gimoteo, auténticos sonidos que, al igual que él, podría haber oído cualquiera que hubiese estado en la habitación; finalmente, haciendo acopio de todas sus fuerzas, consiguió mover el dedo meñique de su mano izquierda. Entretanto, ya estaba totalmente despierto. Recordó historias de personas que —aparentemente muertas— habían sido llevadas a la tumba, mientras que, en realidad, percibían con claridad cristalina cada momento, sin tener la menor posibilidad de hacerse notar, y entonces el detective lloró aún más alto, presa del pánico y la desesperación.
Fue
Diana
la que lo salvó.
—Owen, he pirateado la contraseña de Yoyo.
Un estremecimiento recorrió su cuerpo paralizado. Jericho se incorporó de golpe. La voz del ordenador había roto el hechizo, los sueños se hundieron, entre gárgaras, en el sumidero del olvido. Jericho respiró profundamente un par de veces antes de preguntar:
—¿Cuál es?
—«Devórame, y yo te devoraré desde dentro.»
«Dios mío, Yoyo —pensó él—. Qué teatral.» Al mismo tiempo, el detective sintió gratitud de que la chica, al parecer en un ataque de romanticismo rebelde, hubiera escogido aquella contraseña en lugar de decidirse por la variante más segura, la de una serie de letras y números escogida al azar, mucho más difícil de descifrar.
—Descárgate el contenido —pidió el detective.
—Ya lo he hecho.
—Guárdalo en «Archivos de Yoyo».
—Con mucho gusto.
Jericho suspiró. ¿Cómo podía quitarle a
Diana
la costumbre de decir aquel «Con mucho gusto»? Aunque su voz y su tono le resultaban agradables, aquella frase le molestaba cada vez más. Tenía cierto regusto servil que le molestaba. Jericho se frotó los ojos y se agachó junto al borde de la silla del escritorio, con los ojos fijos en el monitor.
—Diana.
—¿Sí, Owen?
—¿Podrías...? En fin, ¿es posible que borres de tu vocabulario la expresión «Con mucho gusto»?
—¿A qué te refieres exactamente? ¿A «Con mucho gusto» o a «La expresión con mucho gusto»?
—«Con mucho gusto.»
—Puedo ofrecerte suprimir esa frase.
—Una idea estupenda. ¡Hazlo!
Casi esperó que el ordenador satisficiera su deseo con un nuevo «Con mucho gusto», pero
Diana
se limitó a decir suavemente:
—Hecho.
—Bien. —Había sido estremecedoramente fácil. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?—. Muéstrame todas las descargas de «Archivos de Yoyo» efectuadas en mayo de este año, ordenadas por hora.
Una breve lista apareció en la pantalla, eran dos docenas de entradas. Jericho las repasó al vuelo y centró su atención en la hora inmediatamente anterior a la huida de Yoyo.
Ahí había algo.
De pronto, su cansancio había desaparecido. Media hora antes de que Yoyo dejara el piso compartido, se habían transferido a su ordenador unos datos en dos archivos de distinto formato. Jericho ordenó a
Diana
que abriera uno de los dos, y éste se reveló como un símbolo reluciente formado por unas líneas entrelazadas. Latía como si respirara. Jericho lo observó con mayor detenimiento.
¿Eran serpientes?
En efecto, recordaba a un nido de serpientes. Serpientes que se unían en una especie de ojo de reptil. En el medio, parecía reposar un cuerpo del que brotaban los cuerpos de aquellas culebras: era una única criatura de aspecto surrealista que desató en Jericho algunas asociaciones con ciertas visitas realizadas durante su época de escolar.
¿En qué parte de la mitología había serpientes que se arrastraban por todas partes?
Entonces observó el segundo archivo:
friends-of-iceland.com
en-medio-de-suiza.es
Brainlab.de/Quantengravitationstheorie/Planck/uni-kas-
sel/32241/html
Sustituir por:
Vanessacraig.com
Hoteconomics.com
Littlewonder.at
Jericho se frotó el mentón.
No había que ser muy inteligente para entender lo que aquello significaba. Era preciso intercambiar tres sitios web. Se preguntó cómo Yoyo había conseguido los datos. Una tras otra, hizo que
Diana
fuera abriendo las tres primeras páginas, accesibles para cualquiera y con direcciones inocuas. La primera,
friends-of-iceland,
era un blog. Emigrantes de origen escocés establecidos en Islandia intercambiaban experiencias, daban algunos consejos útiles a los recién llegados y a aquellos que tenían en mente emigrar, y colgaban fotos en la red.
En-medio-de-suiza
estaba dedicada a los encantos de ese país alpino. Creada en España, el sitio ofrecía abundante material gráfico sobre Suiza, presentado en películas en 3D. Jericho vio algunas de ellas. Habían sido filmadas desde un avión o un helicóptero. A baja altura, sobrevolaban Zúrich, los paisajes del cantón de Uri y pintorescos conjuntos de casas y graneros que parecían lanzados al azar en torno a las sinuosidades de un río.
Por su parte,
Brainlab.de/Quantengravitationstheorie/Planck/ uni-kassel/32241/html
era una web alemana, y consistía en hileras de texto, muy pegadas las unas a las otras, que, en doce páginas, abordaban un fenómeno conocido por la física como espuma cuántica. Describía lo que ocurría cuando se aplicaba la teoría cuántica y la teoría de la relatividad general a la longitud de Planck, con lo que se obtenía una espuma de burbujas espacio-temporales y un nuevo dilema científico, ya que ese burbujeo dejaba sin efecto los cálculos de la relatividad general. El texto mostraba una notable ausencia de párrafos, y había sido escrito, obviamente, para personas cuya idea del éxtasis era una pizarra llena de fórmulas garabateadas.
Escocia, España, Alemania. Los amigos de Islandia. La belleza de Suiza. La física cuántica.
Todo muy poco apropiado para desatar temores o espanto.
Comido por la curiosidad, Jericho descargó los otros sitios web que debían ser intercambiados con los primeros. Vanessa Craig resultó ser una estudiante de ciencias agrícolas de Dallas, Texas, que había pasado un par de meses en un intercambio en Rusia y que tenía muy poco interesante que contar en su diario
online
acerca de una pequeña ciudad universitaria próxima a Moscú. La chica sentía nostalgia, mal de amores, y se quejaba de las bajas temperaturas a las que el alma rusa debe su innata melancolía. Tras
Hoteconomics,
por su parte, se ocultaba un blog americano sobre economía, y
Littlewonder
era un portal austríaco de juguetes hechos a mano, especializado en las necesidades de los niños en edad preescolar.
¿Qué era todo aquello? ¿Qué tenían en común unos relatos de viajes con juguetes, con la física cuántica, con la economía mundial y con los apuntes de una joven estadounidense que estaba todo el tiempo muerta de frío?
Nada.
Y eso era, exactamente, lo que calificaba aquellas páginas como buzones ciegos. Uno pasaba, les echaba un vistazo, pero sin llevarse la menor sospecha de que pudieran contener algo distinto de lo que contenían. Yoyo debía de haber encontrado los puntos en común. Lo que no se veía pero estaba presente. Una vez más, Jericho abrió la dirección española con los vídeos de Suiza, marcó el icono de la serpiente y lo arrastró a la página.
No pasó nada. Como tirado por unas bandas elásticas, el icono se retiró de nuevo al espacio vacío del monitor.
—Qué raro —murmuró Jericho—. Habría jurado que...
Que era una máscara.
Una máscara para desvelar, en el contexto aparentemente inocuo de las páginas, algunos contenidos ocultos. Un programa de descodificación. Una vez más, el detective arrastró el icono hasta el sitio español, pero de nuevo se le escabulló.
—A ver vosotros, amigos de Islandia. Veamos qué tenéis para ofrecer.
Y esta vez sucedió.
En el momento en que Jericho arrastró el icono de la serpiente hasta el blog, se abrió una ventana adicional que contenía unas pocas palabras, aparentemente inconexas, pero su instinto no lo había engañado:
Jan en dirección comercial: Oranienburger Straße, 50, invariable un que del si declaración del golpe gobierno desde el momento Donner Es.
—¡Lo sabía! ¡Lo sabía!
Jericho apretó los puños. La emoción del investigador se abrió Paso. El icono de la serpiente era una clave. Fuera quien fuese el que había dejado los mensajes en esas páginas, empleaba un algoritmo especial, y los parámetros de ese algoritmo estaban ocultos en la máscara. Jericho abrió entonces la página con el ensayo sobre la espuma cuántica y repitió el procedimiento. El fragmento se completó con nuevas palabras:
Jan en Andre lleva dirección comercial: Oranienburger Straße, 50, 10117 Berlín, invariable un alto, de que él tiene conocimiento del si de De un modo u otro declaración haría del golpe gobierno chino ha desde el momento de y liquidar a Donner. Es.
¿«Es»? Fuera lo que fuese, eso sí que se prestaba mucho más para alarmar a alguien que era un objetivo de la vigilancia del gobierno. Lo que en un inicio parecía un mero ejercicio dadaísta era, en realidad, un mensaje más extenso, cuyo texto estaba repartido en un número indeterminado de buzones.
Jericho reflexionó. Los buzones ciegos existían desde que los gobiernos y las instituciones se espiaban unos a otros, y los agentes tenían que evitar ser vistos juntos. En época de la guerra fría, ellos habían constituido la columna vertebral de las comunicaciones. Casi todo podía considerarse como buzón: contenedores de basura, el agujero del nudo de una rama, grietas en las paredes, guías telefónicas públicas, revistas en salas de espera, azucareros y jarrones de los restaurantes, cisternas de baños públicos. El buzón era un lugar accesible para todo el mundo, donde se depositaba algo que cualquiera podía ver pero que sólo algunos iniciados identificaban como mensaje. Emisor y receptor se ponían de acuerdo sobre un sitio, el emisor depositaba lo que pensaba comunicar —documentos, microfilmes, dinero de rescate, material explosivo desde un punto de vista periodístico—, dejaba en un lugar acordado una señal indicando que algo estaba esperando en el buzón, y se marchaba. Un poco más tarde, el receptor recogía el envío y, a su vez, dejaba otra señal indicando que el material había sido recogido, y también continuaba su camino. El sistema había perdurado mientras se dependió de la entrega física para ciertos dispositivos de
hardware,
pero desde que en Internet se transmitían mensajes cifrados, los buzones ciegos habían dejado de estar de moda y se reservaban para aquellos casos en los que lo transmitido no debía pasar de ningún modo a través del cable de fibra óptica.