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Authors: Schätzing Frank

Límite (181 page)

BOOK: Límite
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—Lo va a conseguir —susurró Omura.

—¿Y qué más da si lo consigue? —replicó Amber—. Oleg tiene razón: ya no se nos podrá escapar. Deberíamos esperar.

—¡Estupideces! Podemos lograrlo.

—¿Y por qué íbamos a correr ese riesgo precisamente ahora? Tenemos su rastro.

—El escarabajo lo borrará.

—Hasta ahora hemos podido encontrarlo siempre.

—Momoka —dijo Rogachov en voz baja y amenazante—. Prometiste que...

—Se acabó la discusión —ordenó Julian—. Esperaremos.

—¡No!

El Rover de Omura pegó un brinco cuando la japonesa pisó a fondo el acelerador. El regolito saltó hacia todas partes. Rogachov, que había empezado a incorporarse, perdió el equilibrio, salió expulsado del vehículo y aterrizó sobre el polvo. Pronto el coche empezó a dar bandazos y partió a toda velocidad.

—¡Maldito cerdo! —gritó Omura—. Miserable...

—¡Momoka, no!

—¡Vuelve aquí!

La japonesa no prestó atención a las voces y azuzó el Rover para hacerlo avanzar en pos del canadiense que huía. Chambers se agarró firmemente al asiento trasero, fue lanzada hacia atrás y oyó a Rogachov soltar una sarta de improperios en ruso. A toda velocidad, se dirigían directamente a donde se hallaba Hanna. Unos pocos segundos más, y el canadiense moriría debido a la fuerza de la colisión.

—¡Momoka, detente! Lo necesitamos...

En ese mismo instante, Hanna se volvió.

El canadiense no creía en la intuición ni en la intervención divina. Hasta donde podía recordar, ninguno de sus colegas con fe en lo que les dijera su estómago había conseguido sobrevivir mucho tiempo. La instancia ordenadora del intelecto establecía que era preciso compensar la falta de ojos en la parte posterior de la cabeza mediante la reflexión; todo lo demás era suerte, y de ello también formaba parte que le diera por mirar hacia atrás en ese instante tan decisivo.

Vio el Rover aproximarse a toda velocidad hacia él.

Análisis de la situación: era el mismo coche que había visto en el puerto espacial de Schröter, de modo que lo habían llevado desde la meseta de Aristarco hasta allí. El vehículo y él estaban en la tangente de la dirección en la que avanzaba el escarabajo. El tiempo hasta llegar donde la máquina extractora: incierto. Tiempo hasta el choque con el Rover: tres segundos. Sacar el arma y disparar: inútil. Dos segundos. Un segundo...

Hanna se lanzó hacia un lado.

Rodó y volvió a incorporarse y a ponerse de pie; de pronto estaba demasiado cerca del escarabajo, peligrosamente cerca. Toneladas de regolito salían disparadas delante de sus ojos hacia lo alto. Y detrás estaba, envuelta en una nube de polvo, la boca dentada de una enorme pala que se levantaba desde el suelo, seguida de otra y otra y otra más. La rueda extractora giraba a toda velocidad, moviéndose de izquierda a derecha, al tiempo que trituraba nuevas cantidades de roca lunar y la pasaba a los tamices y a las cintas transportadoras. El escarabajo dio un paso adelante y apisonó el suelo con fuerza, haciendo temblar la tierra.

¿Dónde estaba el Rover?

Hanna giró bruscamente. Un poco más adelante vio la mochila en el suelo, que se le había caído al lanzarse a un lado. Necesitaba las reservas de aire, pero el vehículo ya había vuelto a soltar un nuevo surtidor de polvo y se acercaba rápidamente. Un segundo Rover se aproximaba por el lado opuesto. Su mano se dirigió hacia el muslo y sacó rápidamente de su funda el arma con las balas explosivas.

—¡Lo sabía! —maldijo Rogachov—. ¡Lo sabía!

Se había subido al asiento detrás de Julian mientras Hanna volaba por los aires; lo había visto golpear el suelo y levantarse rápidamente. El canadiense sacó algo alargado y plano; por lo visto, no tenía claro a cuál de los dos vehículos disparar. Y esos segundos de vacilación fueron fatales para él. El Rover de Omura lo golpeó en el hombro con una de las ruedas, del tamaño de un hombre. El canadiense voló un tramo por los aires y cayó de costado en dirección a aquella fábrica andante que se aproximaba con inquietante rapidez y a sus palas giratorias.

—Es suficiente, Momoka —gritó Julian—. Déjanos coger a ese cerdo.

Pero la japonesa sufría de sordera repentina. Mientras Hanna se estaba incorporando, aún visiblemente aturdido, ella hizo girar el volante con brusquedad, describiendo una curva demasiado cerrada que le hizo perder el control. Esta vez, todo salió del revés. El vehículo rebotó del suelo, dio varias vueltas de campana y se arrastró a través de dos surtidores laterales de piedra en dirección al escarabajo. Omura salió despedida y se arrastró con los brazos y las piernas abiertos por el polvo chillando como una arpía. A continuación, se volvió, se incorporó rápidamente de un salto, aparentemente ilesa, y corrió hacia donde estaba Carl Hanna. Aterrorizada, Amber vio el Rover patas arriba, mientras una campana de polvo descendía sobre él.

—Dios mío, Evelyn —gimió—. ¡Evelyn!

El único pensamiento de Chambers fue aferrarse a los travesaños del asiento tan fuertemente como pudiese. Incapaz de gritar, se imaginó el vehículo como una jaula, en cuyo interior encontraría protección mientras consiguiera mantenerse aferrada a ella. Omura había desaparecido. No había arriba ni abajo, sólo golpetazos, polvo, más golpes, que poco a poco iban haciendo añicos el chasis del Rover; entonces se soltó, cayó al suelo y vio una rueda que se tambaleaba.

El Rover se había varado, y ella aún estaba viva. Aún.

Inmediatamente trató de liberarse de aquella chatarra, pero estaba atrapada. ¿Por qué? Tenía los brazos libres. Pegó unas fuertes patadas, también podía mover las piernas; sin embargo, aquel montón de chatarra no quería ceder, mientras el suelo temblaba a causa de algo colosal que se encajaba en el regolito, muy cerca de ella. De repente, con suma claridad, comprendió lo que se le venía encima.

—¡Evelyn! —gritó Amber—. ¡Evelyn!

—Estoy atrapada —respondió ella—. ¡Estoy atrapada!

El suelo volvió a temblar.

«Los robots interaccionan sólo entre sí, nosotros no estamos presentes en su imagen interna.»

Tenía que salir de allí. ¡Salir tan a prisa como fuese posible!

Empezó a tirar como una loca del varillaje, en medio de una angustia mortal, pero era como si hubiese estado fijada allí, como si estuviese fundida por la espalda con el coche, y entonces empezó a aullar como una loba en una trampa, pues comprendió que estaba a punto de morir.

Julian aparcó el Rover junto a los restos del otro vehículo accidentado. Lo que les pasara a Hanna y a Omura le importaba un bledo en ese momento. Los dos habían desaparecido al otro lado de la máquina extractora, lejos de las voraces palas.

Tenían que sacar a Evelyn de allí.

Rogachov y Amber saltaron de sus asientos y corrieron hacia el destrozado vehículo. Chambers extendió los brazos. Se podía ver fácilmente que su mochila de supervivencia se había encajado entre las varillas grotescamente torcidas y la mantenía atrapada, de un modo preocupante. Julian se arriesgó a echar una ojeada llena de preocupación hacia lo alto. El cuerpo colosal de la máquina avanzaba implacablemente, oscureciendo el cielo, sumiendo la llanura, a las personas y el vehículo en una alargada sombra. También se veían, aunque de forma borrosa, los refuerzos de las planchas del blindaje, los remaches, las soldaduras y los tornillos, así como el entramado de las tuberías. La achatada bóveda del cráneo, con sus herramientas trituradoras, los tamices y las esteras extractoras se balanceaban lentamente de un lado al otro, como si el monstruo oliera la presencia de criaturas extrañas. De las caderas de forma cónica brotaban unas patas en ángulo, cada una de unos diez metros de altura, con numerosas articulaciones, gruesas como los brazos de una grúa de la construcción.

El Rover accidentado estaba en medio del camino.

En ese preciso instante, más en forma de una intuición que porque pudiera verse, la hasta entonces inmóvil pata delantera empezó a alzarse lentamente.

Hanna luchaba por orientarse.

Se había golpeado la nuca con la cubierta interior del casco, algo casi imposible, ya que éste era lo suficientemente grande como para evitar esa clase de accidentes. Le dolía la cabeza y el cuello; el hombro, por su parte, estaba mejor y, al parecer, el blindaje había absorbido una parte de la energía del impacto. Podía mover los brazos, pero, en cambio, había perdido el arma con los proyectiles explosivos.

¡No debía perder el arma!

Delante de sus ojos giraban unos círculos rojos y amarillos que trataban de absorberle la consciencia. Medio ciego, tropezó y cayó de rodillas hacia adelante, sacudió la cabeza y reprimió una violenta arcada.

Omura estaba unos pocos pasos detrás de él.

Corrió llena de odio. Era como una encarnación de Medea, de Electra o de Némesis, una encarnación de la venganza, sin control ni sentido común, sin miedo, sin un plan. Todo el mecanismo de clasificación de las ideas se había detenido; únicamente la fantasía de matar como fuera a Hanna dominaba sus pensamientos.

Pero entonces algo atrajo su mirada hacia el suelo.

Era algo alargado y reluciente. Le recordaba a un arma de fuego, sólo que en vez de gatillo tenía unas teclas y unos campos táctiles.

Aquello
era
un arma.

¡El arma de Hanna!

—Intenta empujar la manija hacia abajo.

—Pero ¿qué manija, maldita sea?

—¡Esa de ahí, ésa! ¡Manija, varilla, lo que sea!

«O lo que
era
—pensó Amber—, antes de que el Rover se convirtiese en un montón de chatarra.» ¿Qué era? ¿Un pedazo del eje? ¿El soporte del aparato de radio? La mujer de Tim empujaba con todas sus fuerzas mientras Rogachov tiraba violentamente del respaldo del asiento de Chambers. Una parte de él se había deslizado entre la mochila y el traje y no dejaba moverse a la presentadora.

—¡Daos prisa! —los apremiaba Julian.

Rogachov apoyó la bota contra el respaldo, que cedió un poco, pero el verdadero problema estaba en la dichosa varilla torcida. Amber levantó la mirada y vio el pie de la máquina extractora subir y descender como una pesadilla.

—Sigue, Oleg —imploró—. Sigue empujando.

El pie flotaba sobre sus cabezas. Montones de polvo y de piedrecillas llovieron sobre ellos. Rogachov soltó otro improperio en ruso, lo que Amber valoró como una mala señal. Una vez más, se afincó sobre la varilla, encajando la punta de sus botas en el suelo, tensó los músculos y, por fin, todo aquel chisme se partió por el mismo medio. Rogachov puso manos a la obra, sacó el respaldo liberado de debajo de la mochila y lo lanzó bien lejos de allí, en una amplia parábola.

—¡Puedo salir yo sola!

Chambers salió contoneándose de entre el montón de chatarra, tomó impulso y pegó un salto. Los tres salieron corriendo justo en el momento en que la pata del escarabajo descendía, y se arrojaron sobre los asientos del Rover conducido por Julian. En el instante en que arrancó, el monstruoso pie cayó con estrépito sobre el montón de chatarra y lo aplastó con tal fuerza que el coche en el que ellos tres huían brincó en el aire.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Julian.

Amber señaló en dirección a la nube de polvo.

—Al otro lado. ¡Tienen que estar al otro lado de la máquina!

¡Menudo hallazgo! Omura se agachó, cogió el instrumento de su venganza, que había aparecido tan inesperadamente, y enfiló hacia donde estaba Hanna, que se había levantado y se tambaleaba como un borracho. Todo se había tornado visiblemente oscuro, una sombra difusa se había instalado justo encima de ellos, pero Omura no le prestó atención. Se preparó para dar un salto y le propinó tal patada al canadiense que volvió a alzarlo en el aire.

Hanna se dobló sobre su estómago.

¡No, no le dispararía aún! Él tenía que verla cuando lo hiciera. Presenciar el momento en que muriera. Sin aliento, la japonesa esperó, y cuando el hombre se volvió, ella apuntó con el arma hacia el casco.

—¡Miserable!

Tecleó en uno de los campos. En otro.

—¿Lo ves? ¿Ves esto, cerdo asqueroso?

Nada. ¿Cómo se disparaba con aquello? Ah, sí, tenía que ser eso, un seguro, el detonador estaba protegido por una tapa, sólo había que levantarla con el pulgar y...

Hanna retrocedió a rastras, mirando horrorizado a aquella figura sin rostro con el traje blindado. Sólo podía ser ella. A Rogachov lo hubiese creído capaz de dar muestras del mismo espíritu combativo, pero esa persona era bajita y frágil, no podía ser otra más que Momoka Omura, que se disponía a cobrarse la muerte de Locatelli. Había encontrado la tapa del seguro. Lo estaba levantando. No había posibilidad de llegar al arma. Tenía que largarse, poner distancia entre él y la japonesa. ¿Le estaba gritando? Omura transmitía por una frecuencia distinta, pero seguramente le estaba gritando, y de repente Hanna se sintió injustamente tratado. «Yo no maté a tu marido», estuvo tentado de decir, como si eso hubiera cambiado algo. Pero era cierto, él no lo había
matado,
más bien había querido ahorrarle un terrible sufrimiento, facilitándole el tránsito, y ahora, precisamente por eso, ¿debía ser castigado?

Su vista se elevó hacia un punto por encima de ella.

¡Por el amor de Dios!

¡Distancia! ¡Tenía que poner distancia!

—Por entre las patas —gritó Amber.

—¿Estás loca? —Julian conducía a toda velocidad, en paralelo a la máquina extractora—. ¿Es que no has tenido suficiente con lo de antes?

Amber giró la parte superior del cuerpo y miró hacia arriba, hacia el gigante. Julian tenía razón: era demasiado peligroso. Sólo ahora, desde muy cerca, se daba cuenta de lo enorme que era aquel escarabajo. Una montaña en movimiento. Cada una de sus seis patas podía acabar con su existencia de un plumazo. Por debajo del tronco era donde se veía la mayor concentración de polvo, la visibilidad era igual a cero, y ahora, para colmo, brotaban por todas partes unas nubes bajas de color blanco a través de las aberturas de los remaches del cuerpo, que se expandían rápidamente. Un momento después ya habían pasado junto a la máquina y rodeaban su parte trasera, de la que caía una lluvia de regolito procesado. Julian evitó el aguacero de residuos y viajaron a lo largo del otro lateral.

Volvían a la cabeza del monstruo.

Omura quería disfrutar el momento mientras durara, y por eso no disparó enseguida, sino que observó cómo Hanna se arrastraba hacia atrás, como si aún tuviese alguna mínima oportunidad de escapársele. ¡Ja, ja! Como si existiera el menor motivo de esperanza de que ella lo pensara dos veces.

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