Authors: Schätzing Frank
—¿Tú? —preguntó, asombrada, Heidrun.
—Por la tele,
mein Schatz.
Y sólo porque uno no debería dejarse engañar por el término «mini», como tantas otras cosas con ese prefijo: la minifalda, el minirratón, etc. Cualquiera de las
mini-nukes
que desaparecieron a principios de los años noventa de las reservas de la antigua Unión Soviética habría bastado para borrar del mapa todo Manhattan.
—Pero ¿qué es entonces lo que pretenden destruir? —preguntó Wachowski.
—El Gaia está situado en el borde del circo natural del valle —dijo Tim, con la cabeza apoyada en las manos—. Allí donde el Vallis Alpina cobra su forma redonda.
—¿Qué pasaría si se pusiera una bomba atómica en un escenario como ése? —preguntó O'Keefe.
—Bueno —dijo Wachowski encogiéndose de hombros—. Lo contaminaría.
—Más que eso —añadió Palmer—. Aquí no hay aire que se lleve el material radiactivo, no hay precipitación atmosférica para frenar la energía de la explosión. Los destrozos inmediatos serían enormes, un poco como el impacto de un meteorito. La presión volaría los bordes del anfiteatro natural del valle, el calor glasearía las paredes, catapultaría un montón de piedras hacia lo alto pero, sobre todo, la detonación causaría un efecto túnel.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Heidrun.
—Que, aparte de hacia arriba, sólo habría una dirección en la que la presión podría descargarse.
—Es decir, hacia el interior del valle.
—Sí, la onda expansiva recorrería todo el Vallis Alpina, acelerada por las escarpadas paredes. Considero que, después de eso, todo ese territorio estaría perdido.
—Pero ¿con qué propósito? ¿Qué hay de particular en ese valle, salvo que es hermoso?
Tim entrelazó los dedos y negó con la cabeza.
—Yo más bien me pregunto por qué la bomba no ha explotado ya.
—No había explotado hasta hace tres horas y media —lo corrigió O'Keefe—. En este tiempo podría haber acabado con todo ya.
—¡Y nosotros no nos habríamos enterado estando aquí! —gruñó Wachowski—. ¡Vaya mierda! ¿Qué es lo que pasa con los satélites?
«Sobre eso yo podría contaros muchas cosas», pensó Lawrence.
—Sea como sea —dijo—, no podremos resolver ese problema aquí y ahora, y, para serte sincera, tampoco me interesa mucho en este momento. Prefiero saber lo que ha pasado en la meseta de Aristarco.
—Los transbordadores habrán repostado combustible muy pronto —les prometió Wachowski.
—Hum, Carl —dijo Heidrun, frunciendo el ceño—. ¿Me gustaría saber qué haría él?
—Eso depende. ¿Estará vivo? ¿Estarán vivos los demás? ¿Habrá conseguido huir? Apuesto más bien a que todavía le quedan cosas por hacer en el hotel.
—¿Y qué puede ser? —preguntó Tim.
—Activar la bomba —dijo ella, mirándolo—. ¿Qué otra cosa iba a hacer?
—¿Y tiene que activarla primero?
—En ciertas circunstancias, sí —asintió Wachowski—. ¿Cómo, si no, va a hacer que detone?
—Con un mando a distancia.
—Para poder hacer eso, tendría que disponer de antenas bastante grandes que habrían llamado la atención cuando revisaron el Gaia. De no ser así, él mismo deberá hacerla detonar.
—Y eso explica por qué estamos vivos todavía —dijo Ögi—. Carl no ha tenido oportunidad de encender la mecha aún. Sus planes han sido desbaratados.
—¿Y eso nos preocupa? —preguntó O'Keefe mirando a unos y a otros—. ¡Yo no perdería ni un minuto buscándolo! Concentrémonos en el
Ganímedes.
—Estoy totalmente de acuerdo con usted —dijo Lawrence—. Pero eso podría llevarnos a lo mismo. Si encontramos el
Ganímedes,
nos toparemos posiblemente con Hanna.
—Eso me parecería bien —gruñó O'Keefe—. Muy bien.
Hedegaard entró en el vestíbulo.
—¡Todo listo!
—Bien.
Lawrence y Palmer habían acordado enviar de inmediato a dos equipos de búsqueda. Hedegaard debía volar con el
Calisto
en dirección al cráter Platón, seguir los montes Jura a todo lo largo de la zona de explotación y, de allí, dirigirse a la meseta de Aristarco. El
Io,
un transbordador de la base Peary, partiría un cuarto de hora después, mantendría el curso sur de Platón y recorrería la llanura del Mare Imbrium a quinientos kilómetros de distancia del
Calisto.
Lawrence se puso de pie.
—Conformemos los equipos.
—Usted puede venir conmigo.
—Gracias, pero considero que mi presencia aquí es imprescindible. Alguien tiene que ocuparse de los demás. ¿A cuántos hombres puede liberar, Leland?
Palmer se frotó el mentón.
—Kyra Gore es nuestra piloto jefe. Ella puede tripular el Io en compañía de Annie Jagellovsk, nuestra astrónoma...
—Perdone —lo interrumpió Lawrence—. No me he expresado correctamente. ¿Cuántas personas tienen que quedarse necesariamente en la base para garantizar su funcionamiento?
—Una. Bueno, digamos que dos.
—Quiero que tenga usted claro lo peligroso que es ese hombre. Posiblemente los grupos de búsqueda se vean obligados a atacar a Hanna. Tal vez debería usted liberar al grupo que está bajo su mando. Cada transbordador debería estar tripulado por cuatro o, mejor, cinco personas.
—Pero nosotros sólo somos ocho.
—Yo iré —dijo O'Keefe.
—Yo también —anunció Tim.
—Y Heidrun y yo... —empezó a decir Ögi.
—Lo siento, Walo, pero usted no formaría parte de una tripulación ideal —replicó Lawrence, invirtiendo una sonrisa—. No se trata tanto de su valor, sino de que necesitamos gente joven y bien entrenada. De modo que Tim y Finn volarán con Hedegaard, con otras dos personas del personal de la base. El Io partirá con cinco hombres de la tripulación de la base...
—Un momento —dijo Palmer, tratando de atajar a los caballos desbocados—. Eso sería una acción fuera de lo común.
—Los problemas que nos ocupan no son tampoco comunes —le respondió Lawrence en un tono tajante—, por si no se ha dado cuenta todavía.
—¡Seis de ocho personas! Eso tengo que discutirlo.
—¿Con quién?
—Con...
—No podrá localizar a nadie.
—Ya, pero... es que no es tan fácil, Dana. ¡Son tres cuartos de mi equipo! Y los transbordadores no estarán en contacto con la base la mayor parte del tiempo.
—Contémpleme a mí como un refuerzo in situ —dijo Lawrence—. Yo soy la responsable de la seguridad de Julian Orley y de sus invitados. Y para serle sincera, Leland, no entendería que esta acción de salvamento no contara con la suficiente voluntad...
—De acuerdo —dijo Palmer, intercambiando una mirada con Wachowski—. Creo que es factible. Tommy, tú te quedas aquí, y... Hum..., Minnie DeLucas.
—¿Y ésa quién es? —preguntó Lawrence.
—Nuestra especialista en sistemas de soporte vital.
—¿Y no sería mejor que Jan se quedara? —preguntó Wachowski.
—¿Y ahora quién es ése?
—Jan Crippen. Nuestro director técnico.
—No precisamente —dijo Palmer—. Minnie puede asumir las labores de él. Además, no estaremos fuera eternamente.
—Me da igual el tiempo que estén fuera —dijo Lawrence—. Lo principal es que encuentren a Julian Orley.
«Lo principal es que desaparezcáis del mapa durante las próximas dos o tres horas —pensó la directora del Gaia—. Carl y yo podremos acabar con Wachowski y la tal DeLucas.»
Si es que Hanna acudía, claro está.
Por fin, a las tres menos veinte de esa madrugada, el autobús llevó a las tropas de búsqueda hasta el aeródromo, a través de la pista.
O'Keefe iba sentado en el banco trasero del vehículo abierto, dejando vagar la mirada. Haciendo un esfuerzo por no verse sometido a una sobredosis de conversación, había hecho, la segunda noche, antes de los postres, una escapadita hasta el centro multimedia del Gaia, y había visto una película sobre la base Peary. Por eso sabía que ésta cubría una superficie de diez kilómetros cuadrados y que sólo el aeródromo abarcaba la extensión de tres campos de fútbol. Las torres en forma de silos, situadas en el extremo oeste de la base, eran las abandonadas naves espaciales de las tripulaciones que habían pisado por primera vez el polo norte lunar. Originalmente habían sido reformadas para convertirlas en unidades habitacionales, pero ahora servían como alojamiento de emergencia, y de entre ellas descollaba la estructura de un telescopio en proceso de construcción, mientras que la cúpula del centro, los Iglúes 1 y 2, conformaban el corazón de la base. Ambos habían sido transportados al polo en piezas plegables, que habían sido armadas allí hasta alcanzar el tamaño de viviendas, y luego cubiertas con una capa de regolito de varios metros de grosor con el fin de proteger a sus inquilinos de las tormentas solares y de los meteoritos. Habían abierto en las paredes unas esclusas, en el suelo a su alrededor, alojado los vehículos y los aparatos en los hangares, aquellos tubos cortados por la mitad que Omura, en su habitual espíritu derrotista, había calificado como cachivaches, pero que en realidad eran tanques de combustible en desuso de la era de los transbordadores espaciales.
Con los años, la estación había ido creciendo en dimensiones, se había ampliado con varias calles, edificios adicionales y una extensa mina a cielo abierto. A lo lejos, ante el decorado de las fábricas automatizadas en las que se procesaba el regolito para convertirlo en material de construcción, descollaban los armazones de enormes plantas de montaje al aire libre. Sobre unos raíles, los manipuladores se desplazaban a lo largo de los cuerpos de las máquinas de extracción, soldando, remachando, insertando componentes, mientras que unos robots de forma humana realizaban los trabajos mecánicos más delicados. Unos teleféricos y unos raíles comunicaban las fábricas con los astilleros, y el material era transportado en cabinas y vagonetas. Adondequiera que uno mirase, las máquinas mostraban su ajetreo, un mundo inanimado en la mejor y más animada forma.
O'Keefe miró hacia el este mientras el bus avanzaba hacia el aeródromo, ubicado a dos kilómetros de distancia. Unos campos sembrados de colectores solares, con los paneles vueltos hacia un Sol peregrino que jamás se ponía, cubrían un territorio llano, sólo interrumpido por las ondulaciones de algunas colinas. La roca de los cráteres era surcada por canales de lava. Gracias a ellos, la base Peary disponía de un ramificado sistema de catacumbas naturales, la mayor parte de las cuales aún no había sido explorada. Sólo una única característica revelaba lo que ocultaba el subsuelo. Era una grieta, o más bien un desfiladero. Se abría en la meseta en toda su anchura, se extendía hacia el oeste y desembocaba en un valle muy escarpado, cuyo fondo jamás recibía la luz del Sol. Unos puentes cruzaban este aparente legado de un fuerte terremoto, aunque en realidad se trataba de un canal abierto por la lava, a través del cual hacía miles de millones de años había fluido la piedra en estado líquido. Algunas de aquellas alargadas cavernas desembocaban —como O'Keefe sabía por el documental— en el desfiladero, y ahora el actor se preguntaba si habría acceso al subsuelo de la base desde allí.
Cruzaron el portón situado en el parapeto protector del aeródromo. Alrededor reinaba una laboriosidad moderada. Una de las carretillas elevadoras con forma de saltamontes entablaba una correspondencia silenciosa con un manipulador, cuyo brazo segmentado se alzó en dirección al montacargas a modo de última despedida, para luego quedar allí, inmóvil en el aire. Hasta donde podía distinguirse, las vías férreas yacían solitarias sobre la plataforma de la estación. Bajo una dura luz que incidía en ángulo transversal, la solitaria vía serpenteaba en dirección al valle. La actividad de las máquinas tenía algo de ritual, y hasta se podía decir que tenía algo de esa atmósfera postapocalíptica que no necesita un sentido, una imagen de peculiar autosuficiencia.
¿Qué se encontrarían al llegar a la meseta de Aristarco? De repente, O'Keefe sentía el deseo de quedarse dormido y despertar en la atemporalidad de una no muy bien reputada taberna dublinesa a cuyos clientes les interesara más la apropiada separación entre la espuma y la cerveza negra que todas las maravillas de la Vía Láctea juntas, y por la cual uno pudiera suspirar recordando supuestas mejores épocas cada vez que se llevaban los vasos a los labios.
Transcurría la noche.
Yoyo llamó a Chen Hongbing, y mientras Tu analizaba con Dao It —su detestable competidor, que todavía estaba bastante cabreado— las posibilidades de crear una empresa mixta, a Jericho se le cerraban los ojos de sueño. A trescientos metros por encima de Londres, su cerebro se había transformado en un pantano en el que burbujeaban las teorías en descomposición, en el que todos los caminos terminaban en la nada o se perdían en un espacio incierto. Cada vez se sentía menos capaz de concentrarse. Vic Thorn, en su viaje a la eternidad. Kenny Xin, colándose en el planeado asesinato de Palstein. Las nueve cabezas de Hydra. Carl Hanna, en cuyo currículo Norrington, hasta el momento, no había encontrado la menor fisura.
Diana,
siempre con nuevas noticias acerca de Calgary o de la masacre de Vancouver. Los siniestros representantes de la CIA haciendo gala del cliché que los distinguía. El detective se veía a sí mismo caminando en círculos a una gran altura, tan alto que uno podía sucumbir a la ilusión de avanzar en línea recta, pero en realidad todas las sendas conducían de nuevo a uno mismo.
Estaba horriblemente cansado.
Yoyo volvió de telefonear justo en el momento en que Jericho estaba a punto de tumbarse en el suelo y cerrar los ojos por un breve instante. Pero, de haberlo hecho, lo más probable es que se hubiera quedado dormido, y entonces su córtex sobreexcitado habría convocado en sus sueños a los perseguidores y a los perseguidos. En realidad estaba feliz de que Yoyo lo mantuviera despierto, aunque la desbordante vitalidad de la joven, a ojos vista, lo sacaba de quicio. Desde su llegada al Big O, había vaciado ella sola una botella de Brunello di Montalcino, llevaba el rojo del
sangiovese grosso
en las mejillas y el espíritu incansable de la juventud en la mirada, sin dar muestra alguna de embriaguez. Por cada cigarrillo fumado, parecían haberle salido dos dedos nuevos. Era mucho más impredecible que el tiempo en Gales, oscura y rencorosa en un instante, eufórica al momento siguiente.
—¿Cómo está tu padre? —preguntó Jericho entre bostezos.
—Bien, para como están las cosas. —Yoyo se dejó caer en un sillón giratorio y se levantó otra vez de un salto—. En realidad, muy bien. Aunque no se lo he contado todo, por supuesto. Lo del Museo de Pérgamo, por ejemplo, eso no tiene por qué saberlo, ¿de acuerdo? Sólo para el caso de que hables con él.