Authors: Schätzing Frank
—No, está bien. De acuerdo. Haré lo posible.
—No —gruñó el chino—. Haga más que eso.
Inmediatamente antes de que los disparos de Xin pusieran fin a su vida, Nyela había extendido los dedos como si quisiera enfatizar sus palabras, y, en lo que parecía un gesto de rebeldía, había hecho otra cosa muy distinta. Había señalado hacia su cara, que en ese instante representaba la cara de Vogelaar, había señalado hacia sus ojos y había dicho: «¡Él es el duplicado!»
El ojo de vidrio de Vogelaar era un cristal de memoria. Llevaba consigo el duplicado en su cavidad ocular.
—Vaya tipo más refinado —dijo Yoyo con un gesto mitad de admiración y mitad de asco.
Tu rió con un resoplido.
—No podría haber buscado un sitio mejor. Con la verdad siempre a la vista.
—Hasta el punto de que, en el momento de su muerte, ésta sale a la luz. —El rostro de Yoyo mostraba otra vez ciertos matices de color.
Jericho recordaba lo de la noche anterior. No habían pasado aún ni diez horas desde que abandonó su cuarto con los ojos erosionados, la viva imagen de la decadencia, con los poros abiertos, llena de manchas e hinchada, bañada en humo y despidiendo olor a vino tinto. Aparte de la palidez provocada por la situación —a fin de cuentas, la vida se la estaba jugando de una manera perversa—, los excesos de la noche anterior no habían dejado ninguna huella en ella. Yoyo tenía un aspecto rozagante, su piel se veía tersa y atractiva, casi rejuvenecida. Jericho sacó de todo ello deprimentes conclusiones sobre la relación de la juventud con las sustancias que producían borrachera. En su propia doble hélice, en sus genes, los sistemas de reparación después de trasnochar sólo trabajaban de manera esporádica.
—Tú que sabes del tema, Owen —dijo Tu—. ¿Qué sucede cuando se realiza un examen de medicina legal? ¿Investigarán también el ojo de cristal?
—Sin duda lo retirarán temporalmente.
—Y un cristal de memoria llama la atención.
—A un experto, sin duda —dijo Yoyo—. Supongamos que Owen tiene razón y que nuestro dossier caerá en manos de la policía en las próximas horas.
Jericho se acarició el mentón. No le gustaba la idea de fiarse de la policía criminal alemana. Lo interrogarían durante horas, mostrarían recelo, les negarían el acceso a cualquier información sobre Vogelaar. El ritmo de sus pesquisas se reduciría a cero.
Tu le entregó una hoja impresa.
—Tal vez quieras echarle un vistazo a lo que hemos averiguado en tu ausencia. Los pasajes nuevos han sido resaltados en negrita.
Jan Kees Vogelaar vive en Berlín bajo el nombre de Andre Donner. Lleva allí un de africanas dirección privada y dirección comercial: Oranienburger Straße, 50, 10117 Berlín. ¿Qué debemos invariable un alto riesgo para la operación ninguna duda de que él tiene conocimiento del misil portador, menos conocimiento de ello, si de, es cuestionable. De un modo u otro un declaración haría expresamente Es cierto que Vogelaar desde su dado ninguna declaración pública sobre el trasfondo del golpe. No cambia de Ndongo que el gobierno chino ha planificado y llevado a cabo el cambio de poder. Esencia de la operación Moderna Vogelaar tiene poco desde el momento de la Además nada hace en Orley Enterprises y concluir en un fallo. Nadie allí sospecha y después de ello a fin de cuentas todo ha marchado. Cuento porque sé, No obstante aconsejo urgentemente liquidar a Donner. Es recomendable...
—«Misil portador.» —Jericho alzó la mirada—. Otro indicio de que Vogelaar ha dicho la verdad. Que lo del lanzamiento del satélite implicaba algo más que los experimentos con unas nuevas propulsiones.
—Un misil portador tiene que portar algo —dijo Tu—. ¿Cómo llegó el satélite de Mayé al espacio?
—Precisamente con eso —supuso Jericho—. Con un misil portador.
—Pero aquí no se habla de un satélite.
—No. Por lo visto no se trata de un satélite. Se trata de misiles portadores.
Tu asintió.
—En ese sentido, tuve oportunidad de hablar con un par de personas que, por suerte, miran hacia nuestro aplicado pueblo. No se podían recibir informaciones comprometedoras, pero sí valoraciones que había que tomar en serio. Según estas últimas, en ningún momento el gobierno chino lanzó proyectos espaciales desde territorios extranjeros. La historia del rodeo a la cláusula de responsabilidad es tan poco convincente como lo del sudario de Mao. Todas esas chorradas podrían haber sido inventadas expresamente para consumo de Mayé; en cualquier caso, la distribución de los riesgos con otras naciones no se corresponde con la práctica habitual.
—¿Podría tratarse entonces de una actuación por cuenta del propio Zheng?
—El Grupo Zheng, como está demostrado, sólo ha estado activo en una sola ocasión en territorio africano, y fue precisamente en Guinea Ecuatorial. Que lo haya hecho en nombre de Pekín resulta dudoso. Mis informantes lo dudan. ¿Participó el gobierno chino en el desarrollo del programa espacial de Guinea Ecuatorial y en el derrocamiento de Mayé? Sí, pero sólo si se parte del criterio de que gente como Zheng Pang-Wang conforman el gobierno, no si se mira el gobierno como un todo.
—Lo que, a su vez, demuestra que el Partido es una mera idea, un fantasma —dijo Yoyo con desprecio—. No existen ya fronteras en relación con la economía y, con ello, no existe tampoco una actuación coherente a nivel del Estado. Los empresarios petroleros chinos llevaron a Mayé al poder con un golpe, y en eso ayudó el Zhong Chan Er Bu, con el conocimiento de los camaradas del Partido. Y posiblemente nuestro mayor gigante económico lo haya derrocado de nuevo.
—Pero sin conocimiento de todos los camaradas del Partido.
—Exacto. —Los dedos de Yoyo golpearon la hoja impresa—. Aquí debajo sigue diciendo: «Nadie allí sospecha...» ¿Qué? Algo. ¿Quiere decir que nadie sospecha nada? La palabra «todo» se refiere a la segunda parte, «todo ha marchado». Sopesan si todavía vale la pena o no liquidar a Vogelaar. En fin, no sé qué pensaréis vosotros, pero a mí me suena como si la gran estampida estuviera a punto de llegar de un momento a otro.
—¿Alguna idea de lo que significa ese «Moderna»?
—Debe de tratarse de alguna clase de armamento. —Tu se encogió de hombros—. Tienen miedo de que Vogelaar hable de ello.
—Muy bien —dijo Jericho—. Pero de todos modos seguimos atascados.
Yoyo se dejó caer en la cama con los brazos extendidos y miró fijamente al techo. Entonces se incorporó de repente.
—¿Y qué será ahora de Vogelaar? —preguntó la joven.
—¿A qué te refieres? —dijo Jericho, confundido—. ¿Cómo que qué será?
—Sí, ahora. —Yoyo frunció los labios—. O mejor retrocedamos una hora. Doce del mediodía. ¡Bang, bang! A Vogelaar le disparan, yace muerto en el museo. ¿Qué sucede entonces?
—Hacen su entrada unidades especiales de la policía. Acordonan el lugar de los hechos, y la policía científica empieza su trabajo.
—¿Qué sucede con el cadáver?
—En este preciso instante estará allí todavía. Los técnicos forenses necesitan su tiempo. A más tardar a las dos, el cuerpo estará sobre la mesa de autopsias, donde lo abrirán en un pispás.
—¿Y el ojo?
—Eso depende. El responsable de practicar la autopsia no es mejor que el comisario. En la realidad, las cosas suceden de un modo distinto que en las películas. Él encuentra lo que tenga valor para ser presentado ante los investigadores. Suponiendo que le llame la atención algo en el ojo, lo consignará en su informe. Tal vez vuelva a colocarlo de nuevo en su sitio, o tal vez lo deje en la bandeja de las pruebas.
—¿Cuánto tiempo tarda la autopsia?
—Según la situación. Teniendo en cuenta que la causa de la muerte no ofrece duda alguna, ya que Vogelaar murió a causa de los disparos, será rápida. En dos o tres horas habrán acabado.
—¿Y luego?
—El médico forense libera el cadáver —explicó Jericho, sonriendo con sarcasmo—. Puedes ir a recogerlo si llevas un coche fúnebre.
—Bien. Iremos a recogerlo, entonces.
—Un plan estupendo —dijo Tu, clavando la vista en la joven—. ¿De dónde piensas sacar un coche fúnebre?
—No tengo ni idea. ¿Desde cuándo nos amilanan los retos?
—No es que nos amilanemos, pero...
—¿Y por qué tiene que ser, concretamente, un coche fúnebre? —Yoyo se sentó en la cama; la chica era todo fuego—. ¿Por qué no ir a recogerlo en un turismo privado? ¿Y si fuéramos parientes?
—Claro —se mofó Tu—. Tú podrías ser su hermana; sin ninguna duda, tienes el mismo pelo, sus ojos...
—¡Vayamos por partes! —Jericho alzó las manos—. En primer lugar, sin coche fúnebre no funcionará. Segundo, si han retirado el ojo de cristal, el cadáver de Vogelaar no nos sirve para nada.
La euforia de Yoyo se esfumó de un plumazo. La joven se cruzó de brazos y torció la boca hacia abajo.
—Y en tercer lugar —añadió Jericho—, tu idea, a pesar de lo dicho, es buena.
Tu entornó los ojos.
—¿Qué te propones?
—¿Yo? —dijo Jericho encogiéndose de hombros—. Probablemente ni siquiera pueda dejarme ver por Berlín sin que me echen el guante. Tengo las manos atadas —añadió, sonriendo con gesto refunfuñón—. Pero vosotros no.
Hacia las tres, Jan Kees Vogelaar tenía, comparativamente, un buen aspecto. Ciertamente parecía encerado y como si ya no perteneciera a este mundo, pero, en cambio, exhibía una expresión indiferente en el rostro, como diciendo: «¡Que os den a todos!» Pocas horas antes, delante del espejo de su propia sangre, con los ojos desorbitados y las extremidades contraídas, su aspecto habría sido más bien el apropiado para evocar los Idos de Marzo. La muerte de un César al pie de un templo romano, a la que le era inherente cierto romanticismo cultural sólo en los libros de texto, aunque, en realidad, se tratase de una resbaladiza guarrería. El hombre que estaba a su lado, calvo y también muerto, contribuía bastante poco a embellecer el cuadro.
Rápidamente —después de que él y los efectos de su ataque con el lápiz fueron fotografiados ampliamente—, lo metieron en una bolsa de plástico hermética y lo llevaron a Moabit, el Instituto de Medicina Legal de la Charité, donde lo pesaron, lo midieron y le cartografiaron el cuerpo en cada uno de sus rasgos físicos antes de meterlo en una cámara frigorífica. No permaneció mucho tiempo allí, pues al poco volvieron a sacarlo y le hicieron varias radiografías. Con ello determinaron la ubicación de los fragmentos de proyectil en su cuerpo, así como una fractura sanada mucho tiempo antes en una rodilla que ahora era de titanio. Se determinó, además, que su ojo izquierdo era artificial. Luego lo despacharon a la sala de autopsias, al mismo tiempo que al calvo, y ya estaban a punto de abrirlo cuando Nyela se reunió con ellos. De ese modo, tres de las cinco mesas de autopsias quedaron ocupadas por fallecidos sobre cuyas identidades todavía reinaban las dudas. Mientras los patólogos sacaban los órganos de Vogelaar, los investigaban y los pesaban, mientras medían el volumen de sus fluidos corporales, levantaban acta de sus hallazgos y sus procedimientos, unos agentes de la recién creada comisión especial comparaban las fotos de los cadáveres con las que estaban archivadas en las bases de datos del padrón. El dueño del vehículo del que había sido alzado el cadáver femenino se llamaba Andre Donner, según se supo de inmediato. Vivía desde hacía un año en Berlín, era restaurador y estaba casado con Nyela Donner, cuya fotografía oficial no dejaba ninguna duda acerca de la identidad de la fallecida.
Sólo el hombre calvo no revelaba su nombre.
Mientras cosían a Donner, alias Vogelaar, entró una llamada del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán en la recepción del Departamento de Autopsias, según la cual el asesinato de aquel hombre había despertado el interés de las autoridades chinas. Desde hacía bastante tiempo, investigadores alemanes y chinos seguían la pista a un círculo de traficantes de tecnología. Posiblemente el deceso del restaurador fuera el resultado de una entrega descubierta para la que Donner, que no era Donner, sino otra persona, había actuado como testaferro. Berlín otorgaba un enorme valor a apoyar a sus colegas chinos en todo lo que estuviera a su alcance, y dos de esos colegas llegarían al cabo de pocos minutos para echar una breve ojeada al cadáver. Se rogaba a la institución que los trataran con amabilidad.
La doctoranda que cogió la llamada opinó que antes debía llamar de vuelta para cerciorarse. La persona que llamaba le dio un nombre y un número de teléfono, le pidió que hiciera esa llamada cuanto antes y colgó. Lo siguiente que hizo la doctoranda fue hablar con la jefa de Medicina Legal, quien le indicó que corroborara con el Ministerio de Exteriores si los datos ofrecidos eran correctos y que luego, una vez llegaran los colegas chinos, los condujera hasta el área restringida.
La doctoranda marcó los números: 4..., 9..., 3..., 0...
Y pasaron su llamada. Era, en efecto, el número del Ministerio de Asuntos Exteriores, sólo que la extensión tenía cierta particularidad: no existía. En consecuencia, la doctoranda no fue a dar con quien creía haber comunicado, en el momento en que la voz de un contestador automático le dijo:
—Ha llamado usted al Ministerio de Asuntos Exteriores. En este momento todas nuestras líneas están ocupadas. Lo atenderemos en cuanto quede libre una de ellas. Ha llamado usted al Ministerio de Asuntos Exteriores. En este momento...
A continuación, una mujer de voz suave y melódica respondió:
—Ministerio de Asuntos Exteriores, buenos días, mi nombre es Regina Schilling. ¿En qué puedo ayudarlo?
—La llamo del Instituto de Medicina Legal de la Charité. Me gustaría hablar con... A ver... —La mujer al otro lado de la línea parecía estar echando una ojeada a sus apuntes—. Con el señor Helge Malchow, por favor.
—Un momento —dijo
Diana.
Jericho sonrió. Los protagonistas de la farsa que ya estaba representándose los había entresacado aleatoriamente a partir de nombres y apellidos del directorio telefónico de Berlín. Luego le había programado a
Diana
una serie de pasos que despejarían cualquier duda sobre la veracidad de la llamada, para que la persona que telefoneara estuviera segura de que estaba hablando con el ministerio y no con un ordenador instalado en la habitación de un hotel. El alemán de
Diana,
además, era impecable, por supuesto.