Límite (137 page)

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Authors: Schätzing Frank

BOOK: Límite
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—La línea del señor Malchow está ocupada —le dijo
Diana
a la doctoranda—. ¿Puede usted esperar un momento?

—¿Tardará mucho?

Jericho tecleó con los dedos la respuesta correspondiente.

—Sólo un instante —respondió
Diana
para, de inmediato, afirmar con alegría—: Oh, veo que está colgando. Le paso. Que tenga un buen día.

—Gracias.

—Helge Malchow —dijo Jericho.

—Aquí la Charité de Berlín. Llamó usted con motivo de esos investigadores chinos...

—Correcto. —Su alemán no estaba tan mal; en cualquier caso, un poco herrumbroso—. ¿Ya han llegado?

—No, pero no hay ningún problema. Deben dirigirse directamente al edificio O.

—Muy bien.

—¿Podría decirme sus nombres otra vez, por favor?

—El comisario jefe Tu Tian es quien dirige las investigaciones, lo acompaña la comisaria Chen Yuyun. Ambos investigan de incógnito, de modo que les rogamos que les garanticen el acceso de manera rápida y poco burocrática. —Aquello era un poco absurdo, pero no sonaba mal—. Por cierto, los dos colegas sólo hablan inglés.

—De acuerdo. Lo haremos de forma rápida y poco buro...

—Muchísimas gracias —repuso Jericho, colgó y marcó el número de Tu—. En marcha —dijo.

Tu dejó caer el móvil y observó a Yoyo. En la mirada del empresario podía leerse que detestaba de corazón la misión que ambos estaban a punto de llevar a cabo.

—Me prometí, en realidad, que no volvería a ver gente muerta —dijo—. Personas muertas en recintos azulejados. Nunca más.

—En algún momento, todos nosotros seremos muertos en recintos azulejados.

—Pero, por lo menos, no tendré que verme allí dentro.

—Eso no lo sabes. Se supone que uno se ve a sí mismo cuando muere. Uno se ve allí, tumbado, pero te da igual.

—A mí no me da igual.

Yoyo vaciló, luego extendió sus delgados y blancos dedos y estrechó la mano manchada y carnosa de Tu, como un niño que le insufla confianza a un gigante. Yoyo recordó la tarde anterior y aquella noche de desgarramiento, en cuyo transcurso Tu le contó una historia acerca de personas que estuvieron tanto tiempo encerradas que luego, al final, llevaban la prisión dentro. Con ello le había quitado una carga de autorreproches, por ser, incomprensiblemente, responsable de las preocupaciones de otras personas mayores, pero de inmediato se la volvió a encasquetar sobre los hombros en forma de una verdad aún más deprimente. Ella había fumado, había bebido, había llorado y se había sentido desamparada e inútil, al igual que los niños, que se sentían según los estados de ánimo perturbadoramente complejos de sus progenitores, estados de ánimo cuyos síntomas no entendían y que, por dicha razón, relacionaban consigo mismos. Cada alegato que Tu hacía para su descargo aumentaba su dolor. Liberada por la fuerza de su descripción de años y años de autocompasión, Yoyo había sentido una mayor compasión por Hongbing, al tiempo que se preguntaba si quería tener un padre que fuera digno de compasión. De inmediato se avergonzó de haberlo pensado, y volvió a sentirse culpable.

—Nadie quiere tener que compadecer a sus padres —había dicho Tu—. Queremos que nos protejan durante un buen tiempo, y que en algún momento nos dejen en paz. El mayor mérito que podemos hacer es entender sus actos y perdonar al niño que fuimos.

En ese sentido, también Tu merecía compasión, sólo que él no parecía necesitarla, a diferencia de su padre, a quien la historia, como ella sospechaba, le había jugado una pasada todavía peor. Pero a diferencia de los tragos amargos que Hongbing había tenido que soportar, para Yoyo el destino de Tu no era tan...

—¿Desagradable? —le había preguntado Tu, riendo—. De acuerdo. Ni siquiera soy tu tío. Soy un viejo con una mujer joven. Ves en mí lo que ahora soy, no lo que he sido. La historia no une a una persona con otra.

—Pero somos... amigos, ¿no?

—Sí, somos amigos, y si tu interés en mi cuenta bancaria fuera mayor y menores tus escrúpulos, podrías ser mi amante. A Hongbing, en cambio, sólo puedes verlo de una única manera: la que te garantiza la evolución. Y ahí no hay sitio para la compasión. Sencillamente es algo que no está previsto. Sólo cuando haya acabado el juego de roles que nos imponen los genes, podemos ver a nuestros padres y comprenderlos, aceptarlos, respetarlos y, posiblemente, también amarlos como lo que son y siempre han sido: seres humanos.

Sí, y después vino esa visita nocturna a Jericho. ¡Qué penoso! Irrumpir en su habitación inflamada de ideas descabelladas, para luego escabullirse de ella sin haber hecho nada, como una borracha del montón. Era una nulidad, sin duda, y, estúpidamente, como todas las nulidades, debía sentir una vergüenza paquidérmica. Sin embargo, ahora, a posteriori, ni siquiera tenía claro qué había ido a buscar a la habitación del detective.

¿O sí lo sabía?

—Acabemos con esto —dijo Tu.

Quince minutos antes habían recogido el Audi junto a la orilla del Spree, y ahora habían aparcado frente al Instituto de Medicina Legal de la Charité. Tu puso el coche en marcha y lo condujo hasta la barrera de la caseta del portero del edificio, sacó una mano por la ventanilla para mostrar su identificación, añadió algo en relación con el aval del Ministerio de Asuntos Exteriores para su visita y preguntó por el camino para llegar al edificio O. Pasaron junto a varias construcciones alargadas de ladrillo. Bajo la tutela de ondulados y frondosos árboles, unas exuberantes zonas verdes invitaban a sentarse en ellas con una barra de pan, queso y una botella de chianti, a fin de celebrar cada minuto que los separaba del
ríen ne va plus
del edificio O. Allí había un deseo subyacente de tranquilidad como el que siente incluso alguna gente muy vital en ciertos cementerios de atmósfera idílica.

Después de una larga recta y de girar dos veces, se detuvieron delante de una edificación de aspecto algo estéril con el encanto de un ambulatorio de una pequeña localidad. Eso, además de la circunstancia de que en la plazoleta situada enfrente del edificio había estacionados tres vehículos especiales de color verde con la inscripción «Medicina legal», le transmitió a Yoyo una desagradable sensación, como si los cadáveres que buscaban estuvieran en otra parte. Se había imaginado el Instituto de Medicina Legal de una megametrópoli como Berlín, donde moría gente sin cesar, como un hangar, pero aquel edificio tímidamente agazapado hacía pensar poco en disputas de médicos, en comisarios e investigadores como los que conocía de algunas películas. Subieron tres escalones, llamaron al timbre de una puerta de cristal y, a continuación, aparecieron dos mujeres vestidas de blanco que les dejaron entrar. Una de ellas era alta, guapa y bastante joven; la otra era enjuta y compacta, tendría unos cincuenta años, con la piel del rostro amanzanada y un práctico peinado para cualquier ocasión. Se presentó como la doctora Marika Voss, mientras que su compañera más joven dijo llamarse Svenja Maas. Tu y Yoyo mostraron al unísono sus documentos de identidad. La doctora Voss echó una rápida ojeada a los nombres y asintió, como si la inspección de documentos de identidad chinos formara parte de sus alegrías cotidianas.

—Sí, ya nos habían anunciado su visita —dijo ella en un inglés basto—. ¿Es usted la señorita Chen Yuyun?

Yoyo le estrechó la mano. Un asomo de reflexión pasó rápidamente por el rostro de la doctora. Estaba claro que intentaba compaginar el aspecto de Yoyo con el de una funcionaría del gobierno que trabajaba de manera encubierta en ciertos casos de asesinato. Su mirada fue hasta donde estaba Svenja Maas y volvió, como haciendo un esfuerzo por recordar que las personas atractivas también realizaban oficios que no lo eran tanto.

—Y el señor...

—Comisario jefe Tu Tian. Es muy amable de su parte —dijo Tu en tono afectuoso—, no queremos robarle mucho tiempo. ¿Ya han terminado la autopsia?

—Están ustedes interesados en Andre Donner, ¿no es así?

—Así es.

—Hemos terminado con él hace unos minutos, pero aún no hemos acabado con Nyela Donner. A ella le están practicando la autopsia dos mesas más allá. ¿Tienen que echarle un vistazo a ella también?

—No.

—¿Y al otro muerto del museo? Su identidad no la conocemos aún, por cierto.

Tu frunció el ceño.

—Posiblemente. Sí, creo que sí.

—Muy bien. Vengan por aquí.

La doctora Voss miró un escáner y se abrió otra puerta. Accedieron a un corredor en el que Yoyo percibió por primera vez ese olor dulzón y severo por el cual los de la tele siempre se frotaban algo debajo de la nariz. El producto de la descomposición bacteriana se condensó entonces, y pasó de ser algo intuido a convertirse en una nube cuando bajaron la escalera hacia el Departamento de Autopsias, nube que luego, al entrar directamente a la sala de autopsias, pasó a ser una superficie de aguas estancadas. Un hombre joven de aspecto árabe cargaba fotos de rostros de niños en un monitor. Yoyo no tenía ningunas ganas de empezar a pensar en los niños. Pero ni siquiera tuvo tiempo para ello, ya que la doctora Voss le puso algo en la mano. Desconcertada, la joven china contempló aquel tubo diminuto y se sintió desaparecer tras la entrampada puerta de la ignorancia.

—Es para los visitantes —dijo la doctora—. Ya sabe.

No, no lo sabía.

—Para frotarlo bajo la nariz —explicó la mujer, levantando las cejas, sorprendida—. Pensé que tendría...

—Es la primera incursión de la señora Chen en cuestiones de patología forense —dijo Tu, quitándole a Yoyo el tubo de las manos; luego, con gesto obvio, oprimió el tubo y sacó dos fragmentos del tamaño de garbanzos de una especie de pasta y se la extendió bajo las fosas nasales—. Está aquí para ganar experiencia.

La doctora Voss asintió en un gesto de comprensión.

—Nunca prestó atención en las clases de teoría, ¿no, señora comisaria? —bromeó Tu en chino, al tiempo que le pasaba el tubo a Yoyo.

Ella le dedicó una miradita y se untó una franja de aquella pasta en el labio superior, en realidad, demasiada, como pudo comprobar un instante después. Una bomba de mentol explotó en sus vías respiratorias y barrió su cerebro como un huracán, relegando al fondo todo olor a cadáver. Svenja Maas la observó con interés conspirativo, como el que se dedican mutuamente las personas atractivas cuando se encuentran en compañía de individuos diseñados de un modo menos exorbitante.

—En cierto momento, uno se acostumbra —anunció la doctora desde el reino celestial de la experiencia.

Yoyo sonrió débilmente.

Siguieron a la doctora hasta la sala de disección, un recinto alicatado en rojo y blanco y lámparas de techo en forma de cajas. Había cinco mesas de autopsias alineadas una junto a otra. Las dos primeras estaban vacías; sobre la del centro se inclinaban dos patólogos. El cuerpo, de cuyo tórax abierto uno de los dos médicos sacaba en ese momento el oscuro paquete de los pulmones, era femenino y de piel negra. El otro patólogo dijo algo hablándole a un dictáfono, y el pulmón fue a parar a una balanza. La doctora Voss llevó al grupo hasta la cuarta mesa, sobre la cual, bajo una tela blanca, se perfilaba una figura corpulenta. Luego se detuvo ante la última, donde también había un cuerpo cubierto, retiró la tela y apareció Jan Kees Vogelaar, alias Andre Donner.

Yoyo lo observó.

El hombre no le había caído especialmente bien, pero al verlo allí, de aquella manera, con un corte en forma de Y recién cosido, sintió compasión. De igual modo había sentido tristeza por Jack Nicholson en
Alguien voló sobre el nido del cuco,
o por Robert de Niro en
Heat,
por Kevin Costner en
Un mundo perfecto,
por Chris Pine en
Neighborhood,
por Emma Watson en
Pale Days.
Por todos los que casi lo habían logrado y, en el último segundo, habían fracasado, algo que sucedía cada vez que uno veía el filme.

—En caso de que no me necesiten —dijo la doctora Voss—, los dejo bajo los cuidados de la señora Maas. Ella actuó como asistente en la autopsia de Donner y podrá responderles a todas sus preguntas de un modo satisfactorio.

—Sí —dijo Tu, cambiando al chino—. Colega, comencemos.

Se inclinaron sobre aquel rostro de cera, casi azulado. Yoyo intentó recordar en qué lado tenía Vogelaar su ojo de cristal. Jericho había insistido en que era el derecho, pero ella no estaba segura. De hecho, habría jurado que estaba en el lado izquierdo. El ojo, un trabajo perfecto, no llamaba la atención bajo los párpados cerrados de Vogelaar.

—¿No estás segura? —dijo Tu, frunciendo el ceño.

—No, y la culpa es de Owen. —Yoyo echó un vistazo de reojo a Svenja Maas, que se había quedado detrás—. Haz que nuestra amiga te muestre al tipo ese que está en la otra mesa.

—De acuerdo, la mantendré ocupada.

—Lo conseguiré —dijo Yoyo, sonriendo con amargura—. A fin de cuentas, sólo hay dos posibilidades.

No es que empezara a acostumbrarse a ver muertos o que la gente que acababa de conocer muriera al cabo de poco tiempo. Pero mientras aún oscilaba entre la repulsión y la fascinación, una enorme calma comenzó a difundirse por todo su cuerpo, oscura y clara como un lago de montaña. Tu se volvió hacia Svenja Maas y señaló el cuerpo todavía cubierto que yacía sobre la mesa cuatro.

—¿Podría descubrirnos a ese hombre?

Una estupidez. La doctoranda se colocó en el lado equivocado de la mesa. Desde su posición le mantenía todo el tiempo el ojo echado a Yoyo. Tu se movió un poco hasta taparle la visibilidad a la mujer.

—Santo cielo —exclamó el chino—. ¿Qué pasó con su ojo?

—Lo atacaron con un lápiz —dijo la doctoranda, no sin cierto entusiasmo—. Le atravesó el hueso y penetró en el cerebro.

—¿Y cómo sucedió exactamente?

Yoyo colocó dos dedos sobre el párpado derecho de Vogelaar y lo levantó. Parecía no tener temperatura alguna, no estaba ni frío ni caliente. Mientras la señora Maas ofrecía una ponencia sobre ángulos de entrada y puntos de presión, la joven hundió el índice y el pulgar en el rabillo del ojo del sudafricano. El globo ocular le pareció demasiado afincado en la órbita, parecía tener más bien la textura de una canica, y no tan resbaladiza y blanda, de manera que, por un momento, se sintió insegura y pensó que a lo mejor Jericho, después de todo, estaba en lo cierto, así que hundió más los dedos en la cavidad ósea.

Ofrecía resistencia. ¿Serían los músculos? El ojo se resistía a salir, más bien retrocedía y soltaba un líquido, como un animal acorralado.

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