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Authors: Schätzing Frank

Límite (135 page)

BOOK: Límite
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De inmediato, el girocóptero emprendió la persecución. Cuando atravesó el siguiente cruce, algo golpeó el asfalto delante de él, se infló y se puso rígido. ¡Le disparaban con cañones de espuma! Una descarga en los radios de aquel material, que se endurecía en segundos, y su viaje habría terminado abruptamente. Xin se volvió, vio cómo la calle por delante de él se extendía en un puente y de repente se halló a orillas del Spree. Si su sentido de la orientación no lo engañaba, allí había un camino que lo conduciría de nuevo hasta la Isla de los Museos. No era una buena idea aparecer por allí, un lugar donde a esas horas, seguramente, habría todo un enjambre de policías. Detrás de él oyó el seco tableteo del girocóptero, y de repente lo tuvo encima, delante. El aparato se lanzó hacia abajo y lo obligó a frenar del todo. Describiendo una peligrosísima curva, Xin dio media vuelta y voló en dirección contraria, pero sólo para divisar otro aparato de la policía, suspendido sobre la cúpula del edificio del Reichstag, aparentemente inmóvil. Entonces el aparato se acercó a toda velocidad.

Lo tenían acorralado.

Xin aceleró la moto para seguir adelante, en dirección al Reichstag, con el río a su derecha. Los turistas poblaban las curvas escalinatas, el paseo se ampliaba. La arquitectura de los edificios gubernamentales que rodeaban la orilla era toda de cristal y acero, y, a modo de contraste, junto a ellos había delicados arbolitos con copas esmeradamente podadas. Unos barcos con cúpulas de cristal sitiaban a todo lo largo el Spree, que más adelante describía un arco y pasaba por debajo de un aireado puente peatonal.

Y, por encima de todo aquello, los dos girocópteros.

Xin se dirigió hacia el puente. Ante sus ojos, un grupo de jóvenes se desparramó hacia los lados. El chino alzó la moto, avanzó sobre la rueda trasera, tomó todo el impulso que pudo y salió disparado por encima del borde. Por un momento la moto flotó sobre el agua. El Spree era como una escultura de cristal, mientras que los girocópteros parecían clavados en el cielo. Xin notó una agradable brisa sobre su piel, una idea de lo que sería vivir una vida completamente diferente; sin embargo, no había ninguna otra a su disposición.

El chino retiró las manos del manillar.

La superficie del río se descompuso en un caleidoscopio y el agua rugió en sus oídos. Xin intentó apartarse de la moto que se hundía tan rápidamente como le fue posible. La rueda delantera golpeó contra su cadera. Él ignoró el dolor, emergió, llenó sus pulmones de aire y se sumergió de inmediato otra vez, descendiendo a la profundidad suficiente como para que no pudieran verlo desde el aire. Con fuertes brazadas avanzó hacia la mitad del río, por encima de él estaba uno de aquellos barcos con las cúpulas de cristal. Xin estaba entrenado para permanecer mucho tiempo bajo el agua, pero en algún momento debería emerger y vérselas con dos girocópteros. Los aparatos, seguramente, se dividirían, uno iría en su busca río arriba y el otro río abajo. En un juego de reflejos veía el cuerpo oscuro del barco turístico pasar por encima de él, y con un enérgico movimiento de sus piernas ascendió. Muy pegado a la proa, su cabeza emergió fuera del agua. La línea de flotación del barco estaba bastante baja, por lo que pudo agarrarse a uno de los salientes situados debajo de las ventanas. En un primer momento resbaló, pero volvió a extender el brazo y se aferró al saliente, al tiempo que escudriñaba el cielo, oculto en parte por la estructura del barco.

Uno de los girocópteros sobrevoló el lugar donde él se había sumergido. Al otro aparato podía oírlo, pero no verlo. Un instante después apareció justo encima del barco, y Xin se dejó hundir en el agua de nuevo, pero sin soltar el saliente. Contuvo la respiración todo el tiempo que le fue posible. Cuando se arriesgó a echar otro vistazo, estaban cruzando justamente por debajo del puente.

El girocóptero se alejó.

Durante un tiempo, Xin se dejó arrastrar por el barco, pero luego se soltó, nadó hasta la orilla y salió del agua. Ante sus ojos se extendía un muro de contención de hormigón y, justo detrás, pasaba una calle bastante transitada. Hasta donde podía ver, los policías continuaban su búsqueda al otro lado del puente. El chino alzó las manos para tocarse la peluca, pero ésta había quedado sumergida en el Spree. Rápidamente se arrancó la barba postiza, se quitó la chaqueta del traje, lo tiró todo al agua y se arrastró a tierra chorreando. También había perdido el arma, pero por lo menos había podido salvar su teléfono móvil, que por suerte era a prueba de agua. Tranquilo, se ajustó al cuerpo el cinturón con las tarjetas de crédito y el cristal de memoria. Solía llevar siempre varias tarjetas de crédito consigo, aun cuando fueran una antigualla, ya que todas las compras podían hacerse a través del código de identificación del teléfono móvil. Sin embargo, cuando compraba ropa no le gustaba registrarse.

No lejos de donde estaba pasaba una vía elevada para trenes rápidos. Su mirada examinó la calle. Describiendo un amplio arco, ésta conducía hasta una construcción con cúpula de cristal, el núcleo de un grupo de altos edificios centelleantes que, al parecer, conformaban la estación central de Berlín. Xin se arremangó la camisa, se atusó su pelo negro y liso hacia atrás y siguió el curso de la calle con paso rápido, pero sin demostrar agitación. El tráfico pasaba rugiendo por su lado. A cierta distancia vio otro girocóptero, pero se sintió en cierto modo seguro, ya que su aspecto actual apenas coincidía con la descripción del hombre al que perseguía la policía. Se resistió al impulso de andar más de prisa. Al cabo de diez minutos, llegó a la nave central de la estación, sacó dinero de un cajero con una de sus tarjetas, encontró una tienda de ropa deportiva y, bajo la mirada atónita de una dependienta totalmente cubierta de aplicaciones, se compró unos vaqueros, unas zapatillas y una camiseta. De inmediato se puso las prendas que había comprado, le pidió a la dependienta una bolsa de plástico, pagó en efectivo, metió la ropa mojada en la bolsa y la echó en una de las papeleras públicas de la estación; luego cogió un taxi y se dirigió al hotel Adlon.

JERICHO

En su memoria, el Hyatt estaba situado hacia el sur de Tiergarten, pero al cabo de un tiempo caminando entre bifurcaciones y estanques con patos, perdió la orientación y vagó de un idilio de excursión de fin de semana a otro. A una distancia borrosa percibía los ruidos de la calle. El sol caía sobre él con un aspecto poco natural. Jericho sintió mareos, unas punzadas atravesaron su pecho, el dolor se extendía desde su hombro por todo su brazo izquierdo. El cielo, los árboles y las personas fueron absorbidos hacia el interior de un túnel rojo. ¿Eran los síntomas de un infarto? Con las rodillas cada vez más flojas, se tambaleó entre unos matorrales y vomitó. A continuación se sintió mejor y consiguió llegar hasta la calle principal. En un cruce, volvió a identificar varios edificios, vio una escultura de Keith Haring y supo que el Grand Hyatt se encontraba al doblar la esquina. Habría jurado que había estado vagando por aquel parque durante horas, pero cuando miró el reloj comprobó que desde la colisión junto a la Puerta de Brandemburgo sólo habían transcurrido, en todo caso, quince minutos. Eran poco más de las doce y media.

Entonces lo llamó Tu.

—Estamos aquí arriba, en tu habitación, Yoyo y yo...

—Quedaos ahí, enseguida subo.

Desde que
Diana
residía en la habitación de Jericho, habían declarado su espacio central de trabajo, a fin de dedicarse allí a las nuevas pesquisas y a los nuevos intentos de descodificación. En el ascensor, su pensamiento alcanzó la singular claridad de la autoobservación. Pocas veces se había sentido tan desconcertado, tan impotente. Nyela ya estaba casi en terreno seguro, pero, no obstante, él la había perdido.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Tu, poniéndose de pie de un salto y saliendo a recibirlo—. ¿Acaso todo...?

—No. —Jericho metió la mano en su cazadora, sacó los paquetes de dinero y los arrojó sobre la cama—. Aquí tienes tu dinero. Hasta ahí la buena noticia.

Tu cogió uno de los paquetes y negó con la cabeza.

—Ésa no es una buena noticia.

—No, no lo es.

En pocas frases, Jericho les describió cómo se habían desarrollado los acontecimientos. Intentando ser objetivo, consiguió que la historia sonara de un modo todavía más espeluznante. Con cada palabra suya, la expresión de Yoyo se volvía cada vez más mustia.

—Nyela —susurró la joven—. ¿Qué le hemos hecho a esa mujer?

—Nada —dijo el detective, pasándose la mano por la cara en un gesto cansado y desvalido—. Habría sucedido de un modo u otro. En cualquier caso, conseguimos prolongarle la vida un par de minutos más.

—No tenemos dossier. —La mirada de Tu se oscureció un poco más—. Todo ha sido en vano.

—Según Nyela, Jan lo llevaba todo consigo. —Jericho se acercó a la ventana y miró hacia afuera, sin ver nada—. Vogelaar nos traicionó con Xin, pero al mismo tiempo intentó darle una vuelta a la página. En el último segundo, no sé qué pudo moverlo a ello. Quería que yo me llevara ese dossier.

—Es una puta mierda —dijo Tu, golpeándose con un puño en la palma de la mano—. Y Nyela no está del todo segura...

—No lo estaba, Tian. Está...

—¿...de que él lo llevara consigo? Ella dijo expresamente...

—Ella dijo que Kenny tenía el original en su poder.

—El cristal de memoria.

—Sí, pero por lo visto existe un duplicado.

—¿Un duplicado que Vogelaar pretendía llevar consigo al museo?

—Un momento —dijo Yoyo, frunciendo el ceño—. Eso significa que sigue llevándolo consigo.

—Eso es irrelevante —repuso Jericho, oprimiéndose dos dedos contra la frente. Había llegado, definitivamente, a un callejón sin salida—. La policía se lo habrá quedado. Pero, bueno, eso nos exonera de tomar cualquier otra decisión. A partir de ahora se acabó el actuar por nuestra cuenta. Creo que podemos confiar en las autoridades de este país, así que...

Jericho se detuvo.

Como a través de una pared de guata, oyó a Tu decir algo sobre las cámaras de vigilancia del museo, que seguramente ya estarían buscándolo hacía rato, y que en ningún lugar del mundo se podía confiar en las autoridades. Algo más claras y nítidas le resonaron en los oídos las últimas palabras de Nelé: «Está usted formulando las preguntas equivocadas. ¡Él es el duplicado!»

«¿Él es el duplicado?»

—Dios mío, qué sencillo —susurró Jericho.

—¿Qué es sencillo? —preguntó Tu, confundido.

El detective se volvió. Ambos lo miraron fijamente. Allí estaba de nuevo la confianza que creía perdida.

—Creo que sé dónde ocultó Vogelaar su dossier.

HOTEL ADLON

Xin sacó el cristal de memoria, lo hizo girar entre los dedos y sonrió. Conocimientos inútiles. En el fondo, podía estar satisfecho. Ciego para el antiguo y respetable interior del hotel, atravesó el vestíbulo, subió hasta la suite y lo primero que hizo fue probar su móvil. El fabricante le había asegurado que era resistente al agua hasta una profundidad de veinte metros y, en efecto, el aparato funcionaba como de costumbre. Al mirar la pantalla, comprobó que su contacto había intentado localizarlo, justo antes de que pusiera el punto de mira en Vogelaar.

—Hydra —dijo Xin.

Su voz fue registrada, verificada y confirmada.

—Le ha llegado una advertencia a Orley —le explicó la persona de contacto.

—¿Qué? —explotó Xin—. ¿Cuándo?

—Ayer, a última hora de la tarde.

—¡Quiero detalles!

—Un tal Tu les pasó un documento. Por lo visto, una copia parcial de su mensaje. —La otra persona hizo una profunda inspiración—. ¡Kenny, al parecer han conseguido descifrar otras partes del mensaje! ¿Cómo ha podido suceder algo así? Pensé que...

—¿Qué significa eso? —Xin empezó a caminar de un lado a otro de la habitación—. ¿Qué quiere decir con «parcial»?

—Todavía no lo sé.

—Pues en ese caso le diré algo: retire ahora mismo todas las páginas de la red.

—Pero entonces se vendrá abajo toda nuestra comunicación.

—¡Ya me ha salido usted otras veces con el mismo argumento!

—Y con razón.

—Sí, pero ya ve lo que hemos obtenido con ello. —Xin intentó calmarse. Abrió la nevera del minibar y empezó, mecánicamente, a corregir la separación entre las botellas—. La idea de los correos era buena para intercambiar informaciones complejas y aprovecharnos del servidor global, pero para lo demás bastan los móviles. El asunto ya está acabado. No podemos influir en nada más. Ahora lo único que puede salir mal es que descifren mi mensaje entero, ¡así que retire de una vez todas esas páginas de la web! —Xin hizo una pausa—. ¿Ya lo ha informado a él?

—Él lo sabe.

—¿Y?

El otro suspiró.

—Comparte su punto de vista. También cree que deberíamos bloquear esas páginas, así que dispondré lo que sea necesario. Y ahora, dígame, ¿qué hay de Vogelaar?

—Liquidado.

—¿Ya no representa ningún peligro?

—Había guardado un dossier, un cristal de memoria. Pero ahora ese chisme está en mi poder. Su mujer era la única que lo sabía, también está muerta.

—Vaya, ésas son buenas noticias, Kenny. Para variar.

—Desearía poder decir lo mismo de usted —replicó Xin—. ¿Por qué me entero ahora de esa advertencia?

—Porque yo mismo no me he enterado hasta esta mañana.

—¿Cómo reaccionó el consorcio?

—Con una llamada al Gaia.

—¿Cómo? —A Xin estuvo a punto de caérsele el teléfono de la mano—. ¿Se lo comunicaron al Gaia?

—Tranquilícese. Probablemente sólo se debiera a que ahora el asunto está presente en los medios. Por lo que sé, allí arriba todo transcurre según el programa, no se ha cancelado ninguna excursión, nadie quiere regresar antes de tiempo.

—¿Y quién recibió la llamada en el Gaia?

—Estoy esperando los detalles de un momento a otro.

Xin miró fijamente la nevera.

—Muy bien —dijo—. Mientras tanto, averigüe algo para mí, y de prisa. Busque dónde están en Berlín Yoyo y Jericho.

—¿Cómo? ¿Esos dos están en Berlín?

—Tienen que estar alojados en alguna parte. Introdúzcase en los sistemas de reserva de los hoteles, en las bases de datos de las autoridades de inmigración, me da igual cómo lo haga, pero encuentre a esos dos.

—Santo cielo —gimió el otro.

—¿Qué pasa? —preguntó Xin, al acecho—. ¿Está perdiendo usted los nervios?

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