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Authors: Schätzing Frank

Límite (140 page)

BOOK: Límite
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—¿Al séptimo? —preguntó, atenta, en inglés.

—Sí, por favor —dijo Xin.

A su lado, la china quedó petrificada ante la firme certeza de que él se alojaba en el mismo piso.

Tu apartó de un tirón el cubrecama, pero el teléfono tampoco estaba allí, como tampoco estaba sobre el escritorio ni sobre la mesilla de noche. Luego revolvió las sábanas, lanzó a un lado las almohadas, apartó con furia piezas de lino y de damasco, metió los dedos entre el colchón y el bastidor de la cama...

Nada.

¿Con quién había hablado por última vez? ¿A quién había querido llamar?

Al aeropuerto. Por lo menos, ésa había sido su intención, pero entonces había decidido posponer la llamada para más tarde. En realidad había tenido aquel maldito aparato en la mano.

Y lo había cambiado de sitio.

Una vez más, su mirada recorrió el escritorio, voló por encima de las sillas, los sillones, el suelo. Era increíble, ¡se estaba haciendo mayor! ¿Qué era lo último que había hecho? Se vio allí de pie, con el móvil en la diestra, mientras su mano izquierda sostenía algo a la altura de la entrepierna.

¡Claro!

Séptimo piso.

La china pasó junto a la joven empleada del hotel dándole un empellón y salió; era como si temiera que Xin pudiera pegarle un mordisco en el último minuto. Su marido, en cambio, parecía estar sufriendo un ataque de buenas maneras occidentales, pues retrocedió un paso y le cedió la prioridad a la joven empleada con una radiante sonrisa. Xin esperó hasta que el grupo estuviera fuera del alcance de la vista. Los pasillos del hotel se extendían en un cuadrado alrededor de un atrio soleado; todas las habitaciones daban al exterior. Estudió los carteles indicadores. Para su satisfacción, la empleada del hotel y el matrimonio chino caminaron en dirección contraria a las habitaciones que ocupaba Tu.

De pronto, estaba solo.

La moqueta amortiguaba el sonido de sus pasos. Pasó junto a un
club lounge,
dobló en el siguiente pasillo, se detuvo y evocó en la memoria el número de la habitación de Tu.

«712,717,727.»

La 712 estaba a su izquierda. Con paso rápido, continuó, en un cálculo progresivo. La 717 también estaba cerrada. Su abrigo se infló cuando se detuvo justamente en el medio del pasillo. La puerta de la 727 estaba entreabierta.

¿Tu? ¿Jericho? ¿Yoyo?

Uno de los tres iba a desear de un momento a otro haber cerrado.

Yoyo fue la primera en ver el girocóptero.

—¿Dónde? —preguntó Jericho.

—Creo que viene hacia acá. —La joven corrió hasta el borde del aeródromo de la azotea y cambió la postura de una pierna a la otra— ¡Oh, mierda! Es la poli. ¡Es la poli!

Jericho, que había estado conversando con el piloto del aero-taxi, se puso la mano sobre los ojos a modo de visera. Yoyo tenía razón. El que se acercaba era un girocóptero de la policía, uno muy parecido al que había visto pocas horas antes sobre la Puerta de Brandemburgo.

—Podrían estar aquí por miles de motivos.

Yoyo corrió junto a él.

—Tian lo va a echar todo a perder.

—Nada se ha echado a perder todavía —dijo Jericho, señalando con un gesto de la cabeza hacia el aerotaxi—. Subiremos ahí. Así, por lo menos, no te verán dando brincos por aquí.

¡Ja! —exclamó Tu.

¡Acababa de entrar a orinar! Y, mientras lo hacía —con la mano izquierda ocupándose de la adecuada orientación del chorro y el móvil en la derecha—, su cerebro, en ese momento estresado, confundió ambas manos por una fracción de segundo, de modo que Tu estuvo a punto de sacudirle las últimas gotas a su teléfono móvil y de hablarle a su pene. El hombre estrangulado por la comunicación. Tu sintió un espanto. Por lo menos en el retrete uno no debería tener que hablar por teléfono. Todo tenía un límite. Nada debía llevar a un hombre a confundir su pene con su móvil.

En consecuencia, había puesto aparte uno de aquellos dos chismes, el representante de la técnica, y había prestado su atención a los apremios de la naturaleza. El área del baño se encontraba empotrada en la habitación como un cuarto dentro de otro cuarto, y tenía dos accesos, uno frente al otro. A Tu podía vérselo desde la cama o desde el recibidor. El empresario abrió la puerta de cristal que daba a la cama y miró primero hacia el retrete y, en efecto, allí estaba, sobre la cisterna.

«Maldito cabrón —pensó—. Y ahora hay que largarse de aquí cuanto antes.»

Xin entró en la habitación abierta y miró a su alrededor. Había una especie de recibidor que, más adelante, desembocaba en un espacio inundado de luz y que, por lo visto, era un salón dormitorio. Directamente a su derecha se veía una puerta de cristal pulido y opaco. Estaba cerrada. Detrás de ella sonaron unos pasos y un silbido poco melódico.

Su mano se deslizó bajo la gabardina de color verde esmeralda.

El girocóptero aterrizó.

Yoyo se hundió en su asiento, como si quisiera fundirse con los cojines. Jericho se arriesgó a echar un vistazo hacia afuera. Dos hombres uniformados bajaron del avión ultraligero, se dirigieron hacia el empleado del hotel y le dijeron algo.

—¿Y éstos qué quieren ahora? —gruñó el piloto del aerotaxi en un inglés de acento alemán mientras estiraba el cuello en un gesto de curiosidad—. Ni siquiera en el aire te dejan en paz.

—Está bien que estén alertas —cantó Yoyo.

Jericho le dirigió una mirada de reojo. Esperaba que en cualquier momento el empleado del hotel señalara hacia ellos. Si la patrulla había traído fotos consigo, estarían perdidos. El hombre gesticuló señalándoles hacia el interior de la terminal, donde estaban los ascensores.

Jericho contuvo la respiración.

Vio cómo los policías intercambiaban algunas palabras, y entonces uno de ellos miró fijamente hacia el
skycab.
Por un momento pareció como si estuviera mirando a Jericho directamente a la cara, pero luego desvió la vista y él y su compañero desaparecieron bajo el techo de la terminal.

—Esperemos que Tu no se tropiece en el camino con ellos —dijo Yoyo entre dientes.

Los pasos se acercaron. Algo resonó con fuerza. Una silueta podía verse tras el cristal esmerilado de la puerta del baño y se detuvo justo delante de ella.

Xin llevaba su arma en ristre.

Con un rápido movimiento, abrió la puerta de golpe, agarró al hombre, empujó al asiático hasta la pared del fondo, estiró la mano hacia atrás y le puso el cañón de la pistola en la frente.

—Ni rechistes —dijo.

—¿Cómo? —susurró uno de los policías.

El otro señaló hacia adelante.

—Creo que la 727 es la que está abierta.

—En efecto.

—Creo que ya no tendremos que decidir cuál revisar primero, ¿no?

Habían bajado desde la azotea hasta el séptimo piso y se habían puesto a buscar las habitaciones alquiladas por el chino. Su foto estaba en las bases de datos del aeropuerto y también disponibles en los móviles de los agentes, de modo que sabían con bastante exactitud cuál era su aspecto. Sin embargo, no tenían el dato sobre la habitación que ocupaba.

—Deberíamos haberle mostrado al tipo del tejado la imagen de Tu.

—¿Y se te ocurre ahora? —le susurró su colega.

—Ya ves.

El otro se mordió el labio inferior. Sólo le habían preguntado al hombre dónde estaban las habitaciones: «No lo sé. ¿Qué puedo decirles yo? Sólo soy el portero de la azotea.»

A través de la puerta abierta de la habitación 727 podía verse una parte del salón.

—Da igual —murmuró el otro—. Demasiado tarde.

Xin se puso a la escucha.

Su mano izquierda cubría la boca del hombre gordo y sudoroso, mientras seguía apuntándolo a la frente con el arma. Le habría gustado hacerle un par de preguntas a aquel tipo, pero acababa de surgir una situación nueva. Había unos hombres de pie delante de la puerta de la habitación, por lo menos dos, e intentaban hablar en susurros; una empresa, por otra parte, condenada al fracaso, ya que el oído de Xin mostraba cualidades radiotelescópicas. Para él, aquellos dos no susurraban, sino que actuaban como un par de borrachos en una barbacoa al aire libre.

Justo estaban dando fe de su interés por la habitación 727.

Del pecho del gordo salió un sonido apagado. Xin le hizo un gesto de advertencia con la cabeza, y...

Tu contuvo la respiración. Estaba como petrificado, los ojos fuera de las órbitas. Tenía claro que, si cometía el más mínimo error, todo acabaría.

Para siempre.

Los policías se miraron el uno al otro. Llevaban las armas en ristre, entonces uno de ellos señaló hacia la puerta de la habitación y asintió.

«Entremos», le dijo a su compañero, sin palabras.

Xin sopesó todas las alternativas.

Podía alertar a su víctima, decirle: «¡Una sola palabra y morirás!» Podía esfumarse en el retiro de la cabina del retrete y confiar en que el miedo del hombre bastara para no descubrirlo, lo que implicaba ciertos riesgos. Tomarlo como rehén sería aún más arriesgado. ¿Cómo iba a sacar a un rehén del Hyatt? No sabía quiénes eran los hombres que estaban allí fuera. El hecho de que intentaran no hacer ruido le hacía pensar que se trataba de agentes del orden, el servicio secreto o la policía.

¿Sería Jericho?

El baño tenía dos entradas. Ambas puertas estaban cerradas. Sólo le restaba confiar en que los hombres inspeccionaran primero el salón dormitorio que quedaba detrás y que entraran al cuarto de baño por la puerta que daba a ese lado. Eso le daría la oportunidad de escapar por la puerta del recibidor. Sin embargo...

Rápido como el rayo, sin soltar el arma, rodeó la cabeza del asiático y le rompió el cuello con un movimiento de experto. El cuerpo se desplomó. Xin lo sostuvo y lo deslizó al suelo sin hacer ruido.

Los dos policías se deslizaron por el pequeño corredor. Un espejo situado a la izquierda duplicó la imagen de ambos. A mano derecha vieron un acceso, una puerta de cristal esmerilado que, al parecer, conducía al cuarto de baño. Uno de ellos se detuvo y miró a su colega con ojos interrogadores.

El otro vaciló, negó con la cabeza y señaló hacia adelante.

Lentamente, siguieron avanzando.

Tu soltó el aire.

Después de abandonar su habitación y de encontrarse en el pasillo con dos hombres uniformados, se le cayó el alma a los pies. Sin atreverse a cerrar la puerta a sus espaldas, había visto cómo los dos policías aminoraban sus pasos frente a la habitación 727, se detenían allí y hablaban sin que pudiera oírlos. Todo el tiempo estuvieron dándole la espalda, a él, quien sin duda era la persona a la que estaban buscando y que se hallaba a menos de diez metros de ellos, plantado en el suelo como paralizado, de modo que sólo habrían tenido que darse la vuelta y llevárselo.

Pero no se habían dado la vuelta.

Por algún motivo, toda su atención se había centrado en la habitación de Yoyo. Y de repente Tu vio con claridad el porqué. La puerta estaba abierta. Y lo había comprendido justo en el momento en que ambos entraron y él cobró consciencia de la suerte tan descarada que había tenido.

¿Por qué Yoyo había dejado la puerta abierta? ¿Por la prisa? ¿Por dejadez?

Daba igual.

Sin hacer ruido, cerró la habitación 717; con pasos de avestruz, se deslizó por el pasillo, luego giró a la izquierda, pasó por el
lounge
y caminó en dirección a los ascensores; pulsó el sensor y alzó lo ojos a la pantalla.

Todos los ascensores se encontraban en la planta baja.

Los sentidos de Xin descubrieron enseguida a los hombres. Eran dos, tal como él había sospechado, y acababan de entrar en el salón dormitorio, donde sus pasos se separaron.

Echó una ojeada al cadáver del empleado del hotel, cuya cabeza, como consecuencia de la rotura del cuello, había quedado torcida de un modo antinatural. En la mano derecha sostenía todavía el pequeño bote de champú con el que pretendía reabastecer el pequeño aparador situado debajo del espejo. En ese preciso instante, Xin recordó haber visto en el pasillo un carrito del servicio de limpieza de las habitaciones. En silencio, abrió la puerta del baño que daba hacia el recibidor, se escabulló afuera y la cerró a sus espaldas. Vio brevemente el brazo y el hombro de un hombre uniformado y confió en que no hubiera dejado apostado a ningún agente delante de la puerta. Como un felino, se deslizó afuera de la habitación.

Tu caminaba de puntillas de pie de un lado a otro, resoplando, mirando a su alrededor, abriendo las manos y cerrándolas en sendos puños.

«Vamos, vamos —pensaba—. ¡Estúpido ascensor! Tienes que llevarme hasta la azotea.»

En la pantalla del elevador, los pisos cambiaban con una lentitud torturante. Dos de las cabinas se dirigían hacia arriba. Una se detuvo en el quinto, la segunda en el sexto, justo debajo de él. En ese momento Tu estaba desarrollando unas ganas enormes de matar a la gente que subía o bajaba de los aparatos. Estaban robándole su tiempo. Odiaba a esa gente de todo corazón.

«Venga ya—pensó—. ¡Venga!»

Habitación 727.

Los policías se acercaron a la puerta de cristal que llevaba desde la cama matrimonial hasta el cuarto de baño. Por un momento se detuvieron y quedaron a la escucha para ver si identificaban algún ruido proveniente del interior, pero todo estaba en silencio.

Finalmente, uno de ellos se atrevió a dar el paso.

Más o menos en ese momento estarían descubriendo el cadáver.

Midiendo sus pasos, Xin se acercó a la curva donde el corredor conducía hasta los ascensores. Se mantenía sereno. Los agentes no lo habían visto salir. Había vuelto a cerrar bien la puerta de cristal. Nada hacía sospechar que el asesino del empleado del hotel hubiese estado en el baño hasta hacía unos pocos segundos.

No había motivos para la prisa.

«¡Séptimo!»

Tu podría haber jurado que el ascensor se había arrastrado durante los últimos pocos metros. Por fin se abrieron las puertas de acero inoxidable y dejaron salir a un grupito de chicos jóvenes vestidos con sumo gusto. Con rudeza, Tu se abrió paso a través de ellos, puso el pulgar sobre el escáner y apretó el botón del aeródromo. Las puertas se cerraron.

Xin dobló por la esquina. Algunos huéspedes del hotel le salieron al paso. Vio cómo uno de los ascensores se cerraba, se dirigió al siguiente, pulsó el botón de sensores y esperó.

Unos segundos después, estaba camino del vestíbulo.

—¡Vaya, por fin! —exclamó Yoyo.

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