Authors: Schätzing Frank
De inmediato supo dónde se encontraba.
Allí había fijado Vogelaar su punto de encuentro. Más de la mitad del recinto con forma de hangar estaba dominado por la parte frontal de un colosal templo griego. Sólo la escalinata que llevaba hasta el pórtico podía medir unos veinte metros. Una serie de viñetas de mármol, del tamaño de dos hombres, cubría el zócalo y, según los carteles, aquel célebre friso de figuras ilustraba la lucha de los dioses griegos con los gigantes, crónica de un intento de golpe de Estado y, con ello, el escenario perfecto para un encuentro con Vogelaar: Zeus había incomodado a Gea, encerrando a sus primitivos hijos, los titanes, en el Tártaro, una especie de prisión de Playa Negra en la prehistoria. Y para sacarlos del inframundo y, a su vez, librarse del odiado padre de los dioses y de toda su corrupta pandilla, Gea azuzó a sus otros hijos todavía en libertad, los gigantes, para que se rebelaran, a sabiendas de que ningún gigante podría morir a manos de los dioses. Los gigantes, por su parte, con su bien ganada fama de peligrosos camorristas, cuyas piernas, por si fuera poco, terminaban en cuerpos de serpientes, se mostraron más que dispuestos a defender el honor de mamá, lo que dio a Zeus la oportunidad de iniciar una de sus numerosas relaciones con mujeres humanas —«Sólo por si acaso, Hera, ¡esto no es lo que parece!»— y engendrar a Heracles, un mortal, y por tanto, en condiciones de enseñarles buenos modales a los gigantes. Éstos se defendieron, arrojaron cúspides de montañas y troncos de árboles, a raíz de lo cual Atenea —«¡Yo puedo hacerlo mejor!»— empezó a bombardearlos con islas enteras y acabó enterrando a uno de los cabecillas, llamado Encélado, bajo la totalidad de Sicilia: desde entonces, el gigante sopla su aliento ardiente desde la boca del Etna, mientras que otro, Mimas, quedó sepultado bajo el Vesubio, y un tercero fue muerto por Poseidón con un golpe de la isla de Cos. La mayoría de los gigantes sucumbieron a las flechas envenenadas de Heracles, hasta que toda aquella ralea de patas de serpientes quedó definitivamente destruida. El friso hablaba de la invariable lucha por el poder, siempre con los mismos recursos. ¿Quién era fang y quién era bubi en aquella historia? ¿Quién colonialista? ¿Quién financiaba a quién y por qué? ¿Habría ya entonces un dossier del que saliera a la luz todo eso, algo así como una «Gigantomaquia: La verdad» o «Las actas del Olimpo»? ¿Un dossier como el que decía poseer el último gigante sobreviviente de Guinea Ecuatorial?
La mirada de Jericho trepó por la escalinata.
Tres accesos llevaban al interior de la columnata, el atrio original del altar. Vogelaar había dicho que lo esperaría allí. Jericho subió a través del mármol reluciente, caminó por entre las columnas y se encontró en medio de un espacio rectangular bien iluminado cuyas paredes estaban adornadas con un friso más pequeño. Desde allí arriba se tenía una buena visibilidad sobre todo lo que ocurría al pie de la escalinata, aunque se corría el riesgo de ser visto al mismo tiempo. Allí abajo, en la sala, se estaba más protegido.
El detective miró la hora.
Las once y media. Hora de explorar el resto del museo.
Abandonó la columnata del templo y caminó en dirección opuesta, rumbo al ala norte, donde se tropezó con nuevos ejemplos del arte arquitectónico helenístico. ¿Y si Vogelaar no poseía ningún dossier? Mientras recorría con paso rápido la fachada del palacio de Mschatta, una residencia del desierto construida en el siglo VIII, fue consolidándose la idea de que le estaban tendiendo una emboscada, y esa idea empezó a ocupar todos sus sentidos. Unas ventanas romanas de medio punto indicaban el fin del ala norte, pero Jericho no era capaz de decir qué había visto en esa sección, en realidad, un fallo en las técnicas de investigación, ya que su único objetivo al recorrer aquella sala era memorizar los espacios. Unas caras de piedra lo miraban fijamente. Jericho se dirigió a la izquierda. Entre representaciones de Aries y esfinges, el camino conducía a la cuarta sección acristalada, pasando antes junto a faraones, a través de la Puerta del Templo de Kalabsha, bajo los artefactos del templo piramidal de Sahura. De repente, recordó aquel otro corredor de cristal, muy parecido, en el que el desdichado de Grand Cherokee Wang se encontró con Kenny Xin. ¿Era un presagio? En un perpetuo crujido, había brazos que se movían, lanzas que se alzaban, dedos de granito que se cerraban en torno a las labradas empuñaduras de las espadas. Jericho continuó su camino bajo un baño de luz natural. A la derecha, su mirada se posó en la fachada de ventanas situada a la altura del suelo y que daba a uno de los puentes que cruzaban aquel brazo del Spree; a mano izquierda, por su parte, se abría el patio interior del museo. Delante de él se alzó un obelisco, con extraños reyes sacerdotes montados sobre el lomo de animales de mirada amenazante: era la estatua de Hadad, dios del clima, de las tormentas, situada en el ángulo en el que colindaban el corredor de cristal y el ala sur, y el sitio, también, donde acababa el recorrido, para llevar al visitante de vuelta a la suntuosa vía babilónica.
Faltaban veinte minutos para las doce.
Por segunda vez entraba en la sala de Pérgamo y la encontraba asediada por estudiantes de arte que se habían instalado en el descansillo con blocs de dibujo y habían empezado a transformar los rudimentos de aquella antigua genialidad en los bocetos de sus futuras carreras. Con un mal presentimiento, subió la escalinata. En la sala de Télefo, los visitantes se deslizaban de un fragmento de mármol a otro, buscando comprender un poco de la historia a través de brazos y narices ausentes. A Jericho le zumbó la cabeza mientras se paseaba con paso de tigre por entre aquellos amputados héroes, con el atenuado tono profesoral de un padre en el oído, quien intentaba sacarles a sus vástagos una última dosis de fascinación por aquellas arcaicas batallas. La mención de cada fecha grababa a cincel una arruga en la frente de los niños. Cada una de sus miradas daba fe de un afán sincero por hallar cierta coherencia entre la debilidad de los adultos por las estatuas fracturadas y una vida en la que nadie tenía brazos en el trasero y lo que se rompía era reparado. Con voces sabihondas, simulaban entusiasmo por caderas a medias, tocones de piedra y el rostro fragmentado de un rey, pero sin poder escapar a todo aquello.
Sin poder escapar...
Exacto. Ese lugar era una trampa.
«Lo ves todo negro», se reprendió a sí mismo. Ellos le habían salvado la vida a Vogelaar; además, la sala de Télefo no era la cocina del Muntu. La entrega tendría lugar de forma rápida y discreta. Lo peor que podía pasarles era que la documentación no contuviera lo que les había prometido su dueño. Jericho intentó relajarse, pero sus hombros habían adoptado la rigidez de los pilares de un puente. El padre se afanaba en ese momento por inflamar el espíritu de sus hijos por un seno derecho que flotaba en el aire, y en el que él parecía ver la belleza de la divina Isis. Unos perplejos ojos salieron en busca de la belleza de marras, pero entonces Jericho dio media vuelta y se alejó, agradecido una vez más por no tener que volver a la infancia.
Sus pensamientos giraban en círculos. Sin cesar, cabalgaban en el carrusel de los pros y los contras, mientras sus pies recorrían mecánicamente la Vía Procesional. Si Jericho y la chica estaban allí a la hora acordada, y si Xin se atenía a lo hablado, si de verdad podía confiarse en el chino... Pero ¿qué pasaría si no era así? En ese momento, allí y ahora, se arriesgaba a perder la última oportunidad de liberar a Nyela de las garras de aquel chiflado, quien posiblemente ni siquiera tuviera en mente dejarlos con vida a él y a su mujer. Sus décadas de experiencia en la búsqueda de soluciones habían quedado inutilizadas. En la situación en la que estaba, sin armas y sin su teléfono móvil, en un museo repleto de gente, sus posibilidades de neutralizar a Xin eran más bien escasas, pero no era algo imposible. ¿Podía realmente permitirse el lujo de prescindir de sus trucos? ¿Cuán peligroso era en verdad el tal Mickey, el hombre que tenía a su cargo la custodia de Nyela? En general, el irlandés mostraba el burdo comportamiento de un criminal común y corriente, pero si trabajaba para Xin, debía de ser un tipo peligroso. Sin embargo, Vogelaar sabía que podía acabar con él, pero para ello tenía que eliminar antes a Kenny Xin.
En fin, había que atacar. ¿O no? Sí. Y había que hacerlo dentro de los próximos minutos, antes incluso de llegar al Altar de Pérgamo. Sin un arma, sin un plan.
¡Sin estar en su pleno juicio!
No, no podía atacar. Contra ese chino demente sólo valía la suerte; además, ¿qué pasaba si Xin tenía la voluntad de cumplir su promesa? ¿Qué pasaría si él, Vogelaar, fracasaba en su intento de burlar a Xin y, con ello, provocaba la muerte de Nyela, por no hablar de la suya propia?
¿Debía desconfiar? ¿Confiar? ¿Desconfiar?
Cinco minutos antes, en la galería James Simon.
—Te entiendo —le había dicho Xin en tono comprensivo—. Yo tampoco me fiaría. —Estaba de pie detrás de Vogelaar, muy pegado a él, con la pistola de dardos oculta bajo su chaqueta.
—¿Y? —preguntó Vogelaar—. ¿Tendrías motivos?
Xin reflexionó por un momento.
—¿Te has ocupado alguna vez de temas de astrofísica?
—Ha habido otras cosas en mi vida —resopló Vogelaar—. Derrocamientos, conflictos armados...
—Una lástima. De lo contrario, podrías entenderme mejor. Una de las cosas que ocupa la mente de los físicos es la definición de las condiciones de límite, bajo las cuales el universo permanece estable, bajo las cuales éste puede llegar a ser lo que es. Más allá del mero catálogo de los hechos existen dos perspectivas distintas. Según una de ellas, el universo es infinitamente estable, ya que nunca tuvo otra opción más que desarrollarse de la forma que conocemos. Bajo un signo distinto, tal vez jamás habría surgido la vida. Romperse la cabeza sobre ello es tan inútil como pensar en cómo transcurriría tu vida si hubieras venido al mundo siendo mujer.
—Suena fatalista y aburrido.
—En términos filosóficos, comparto tu opinión. Por eso la otra facción prefiere hablar de lo infinitamente frágil que es el universo, en cuanto que la más mínima desviación hacia una condición de límite podría conllevar cambios fundamentales. Un mínimo de masa extra. Un déficit mínimo de ciertas partículas. A la primera facción, esto le suena a castillo de naipes, con lo cual tiene razón. Pero el segundo punto de vista se aproxima más a nuestra noción de la existencia, el «¿Qué pasaría si...?». Personalmente, soy un adepto de la idea del orden y la fiabilidad, que se basa en la conservación negociable de todas las condiciones de límite. En ese sentido, tú y yo hemos llegado a un acuerdo.
—¿Eso quiere decir que en cualquier momento puedes buscarte una razón con tal de no cumplir tu promesa?
—Eres una criatura pobre de espíritu, permíteme que te lo diga.
Vogelaar se dio la vuelta y lo miró fijamente.
—¡Oh, ya entiendo lo que quieres decir! Se trata de cómo te ves a ti mismo. ¿Acaso el problema no podría radicar en que tu... —Vogelaar hizo un amplio movimiento circular en el aire— noción universal de orden no es aplicable a tus congéneres normales?
—¿Qué pasa ahora, Jan? Hace un momento te mostrabas simpático.
—¡Me importa un bledo cómo lo veas! Quiero escuchar de tu boca si Nyela está segura si yo cumplo con mi parte del trato.
—Ella es mi garantía de que tú cumplas con tu parte.
—¿Y después?
—Como te he dicho antes...
—¡Dilo otra vez!
—¡Dios mío, Jan! La verdad no se torna más verdadera por repetirla. —Xin suspiró y dirigió la mirada al techo—. Pero está bien. Mientras Mickey esté con ella, Nyela estará bien y a salvo. Si todo lo demás transcurre según lo acordado, no os sucederá nada a ninguno de los dos. Ése es el trato. ¿Satisfecho?
—En cierta medida. El diablo no hace nada sin segundas intenciones.
—Aprecio tus halagos. Pero ahora hazme el favor de mover el culo.
La Puerta del Mercado de Mileto.
Tenía las palabras de Xin clavadas en el oído. ¿Y si ahora, en ese instante, daba media vuelta? ¿Y si salía corriendo del museo e intentaba llegar al restaurante que estaba delante de él? ¡Eso sería, en definitiva, un cambio de las condiciones de límite! Sin embargo, para ello necesitaría saber dónde estaba apostado Xin realmente. Al entrar en el ala sur, se había quedado atrás. Vogelaar se volvió hacia él una vez más, pero sin poder divisarlo entre los rebosantes grupos de visitantes. No tenía duda de que el chino seguía cada uno de sus pasos, pero también sabía que a partir de ahora Xin permanecería invisible hasta que llegara el momento. En la sala de Télefo, Jericho y la joven estarían en una trampa. Xin aparecería como surgido de la nada, y dispararía dos veces...
¿O quizá tres?
¿Confiar? ¿Desconfiar?
Xin no era normal. La realidad no era su hábitat; más bien vivía en una abstracción de la realidad. Y eso hablaba en favor de confiar en él. El orden de los dementes era la compulsión. Tal vez Xin ni siquiera fuera capaz de incumplir una promesa, siempre y cuando todo se atuviera a sus condiciones límite.
Vogelaar se abrió paso por entre la multitud y se acercó a través del pasillo a la entrada al Altar de Pérgamo, una puerta más bien pequeña en todo aquel conjunto helénico, cuya fachada, obviamente, había sido restaurada. Para que la mirada no se perdiera los elementos arquitectónicos, lo habían encapsulado todo entre paredes de cristal. La luz del cielo artificial se reflejaba en ellos, y también se reflejaban las estatuas y las columnas que lo rodeaban, los visitantes, él mismo...
Y alguien más.
Vogelaar quedó petrificado.
Por un instante, se sintió impotente frente al pánico que se apoderó de él. Unas tenazas se cerraron alrededor de su pecho, campos eléctricos pusieron a circular desenfrenadamente las moléculas de su bajo vientre. Como una cascada, todas las emociones de su cuerpo se vertieron sobre sus pies, sumidos, instantáneamente, en una especie de sordera, incapaces de dar un paso adelante. En lugar del horror por lo que pudiera pasarle a Nyela, se apoderó de él la demoledora certeza de lo que ya podía haberle pasado.
«Mientras Mickey esté con ella, Nyela estará bien...»
¿Por qué, entonces, estaba Mickey en el museo?
Porque Nyela ya no estaba viva.
Era la única explicación. ¿Acaso Xin habría permitido que ella se quedara sin vigilancia en el restaurante? Como presa de un repentino estado de embriaguez, Vogelaar continuó avanzando. Había fracasado. Se había dejado llevar por la inmadura esperanza de que aquel chino demente mantuviera su palabra. En su lugar, Xin había dado instrucciones al irlandés para que hiciera acto de presencia en el museo, en un intento por mantener una eficaz división del trabajo de matar. Eso era todo. Desde el propio comienzo, Nyela no había tenido ninguna oportunidad de sobrevivir, y asimismo acabaría su existencia, junto con la de Yoyo y la de Jericho, y todo ocurriría, a más tardar, en ese espacio reducido situado encima del templo.