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Authors: Schätzing Frank

Límite (133 page)

BOOK: Límite
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Entonces, se detuvo.

Entrar en el pasillo acristalado significaba quedar atrapado en el cuadrado del museo. A mano izquierda, el camino conducía hacia la galería James Simon y, justo entonces, por espacio de pocos segundos, Xin lo perdió de vista...

Como un perro, saltó sobre sus cuatro patas, corrió en busca de protección tras las columnas, se arrastró en la dirección opuesta y, por el rabillo del ojo, vio a Xin entrar a la carrera en el pasillo de cristal; entonces se levantó y salió disparado hacia el corredor que daba paso a la galería, mientras guardaba la Glock en su funda. A partir de ese momento fue uno más, alguien que, como todos, intentaba eludir ser objeto de mención estadística en las noticias de la noche. Un tsunami de inquietud se extendía por el vestíbulo, de modo que nadie se fijó en él cuando, a toda prisa, salió al exterior. En lugar de correr, más bien recorrió a saltos la escalera que llevaba hasta el río. Allí cruzó el puente que conducía hasta el otro lado.

Nyela. ¡El dossier!

Tenía que ir al Muntu.

En el ala acristalada reinaba una relativa calma. Xin buscó el pelo rubio de Jericho entre la multitud. Su pistola conjuraba el temor en los rostros de los presentes, pero algo no marchaba bien. Si Jericho le hubiese precedido en esa zona, si hubiera pasado por allí corriendo, armado, gritando y empujando, la gente no estaría tan serena. Por lo visto, lo tomaban por un guardia de seguridad que hacía su ronda de control. Los ojos de Xin recorrieron el pasillo, cuyo extremo occidental estaba orlado con una franja de luz solar que incidía sobre él en vertical. Allí estaba el obelisco, situado justo delante de él, el artefacto del templo de columnas de Sahura, los faraones de tamaño natural asentados en sus tronos, sobre zócalos, la imponente puerta del templo de Kalabsha; no podía excluirse la posibilidad de que Jericho tuviera los nervios tan templados como para ocultarse allí. Su ventaja había sido, como máximo, de diez segundos, el tiempo suficiente para ponerse a cubierto detrás de una de las deidades faraónicas.

¿Y si se había dirigido hacia el ala norte?...

No. En ese caso, Xin lo habría visto entrar corriendo allí.

Alerta, continuó avanzando bajo la protección de visitantes cada vez más nerviosos, apuntaba tras los pedestales, las columnas, las fachadas y las estatuas. En alguna parte de ese pasillo debía de estar Jericho, pero tampoco había nadie que lo recibiera con disparos, que saliera corriendo asustado ni que intentara un temerario ataque frontal. Entretanto, la tensión general se había ido transformando en franco miedo, las arrugas de preocupación se convertían en signos de interrogación que intentaban determinar si, por casualidad, estaban ante un terrorista. Pronto aparecería gente armada por allí, de eso estaba seguro. Si no hallaba de inmediato el rastro del detective, tendría que desaparecer sin haber concluido su misión.

—¡Jericho! —gritó.

Las fachadas de cristal se tragaron su voz.

—Sal de una vez. Hablemos.

Ninguna respuesta.

—Te prometo que hablaremos, ¿me oyes?

Sí, hablarían, pero luego él dispararía, pensó Xin. Sin embargo, todo permaneció en silencio. Por supuesto que no esperaba que Jericho saliera de las sombras con la expresión de un alegre «¿Ah, sí, hablaremos?» en el rostro, pero la ausencia absoluta de reacción, salvo por la prisa que todos parecían tener de pronto a su alrededor por abandonar el corredor acristalado, desató su ira. Desaforado, continuó avanzando a trompicones, y de repente vio un movimiento entre las columnas de la Puerta de Kalabsha y abrió fuego. Una japonesa, que sostenía su cámara fotográfica con ambas manos, se tambaleó con una expresión de discreta sorpresa, disparó en un reflejo una última foto y cayó al suelo cuan larga era. El pánico se desató en torno a él y puso en marcha una huida en estampida. Xin aprovechó la confusión, corrió hasta el final del pasillo y miró con gestos frenéticos en todas las direcciones.

—¡Jericho! —bramó.

Luego corrió de vuelta sobre sus pasos, miró hacia el patio interior por la fachada de cristal, volvió la cabeza. A través del pasillo de acceso a la galería James Simon oyó aproximarse los pasos de unas pesadas botas. Su mirada se posó en el puente que conducía desde el Museo de Pérgamo hasta el lado opuesto, examinó el paseo situado junto al río...

¡Allí! Una cabellera rubia escandinava, un trecho más allá. Jericho corría como si lo persiguiera el mismísimo diablo, y Xin comprendió que el detective se la había jugado. Xin maldijo. Entre las estatuas de los reyes sacerdotes se había formado un tumulto. Unos guardias de seguridad, esta vez con armamento pesado, trataban de pasar a empellones por entre los visitantes que huían por su lado. Había vacilado demasiado, se había derramado demasiada sangre como para que los recién llegados se dejaran detener ahora por largas cortesías. Xin necesitaba un rehén.

Una niña resbaló en el suelo recién pulido.

De un salto, Xin se colocó detrás de ella, la atrajo hacia sí con un tirón y le pegó el cañón de la pistola a la sien. La pequeña se quedó helada, inmóvil, y rompió a llorar. Una mujer joven empezó a pegar berridos, extendió las manos, pero fue lanzada hacia un lado por la muchedumbre que huía. Su marido impidió que cayera al suelo, lo que habría significado una muerte segura. Un instante después, los hombres uniformados tomaron posición a ambos lados de la pareja, gritaron algo en alemán que Xin no entendió, aunque sabía muy bien lo que querían. Sin quitarles el ojo de encima, tiró de la niña y la arrastró consigo hasta la fachada de cristales; luego miró hacia abajo, hacia el puente sobre el Spree, en el que se habían reunido multitud de curiosos.

Xin se inclinó sobre la pequeña.

—Todo va a ir bien —le dijo en voz baja al oído—. Te lo prometo.

Por supuesto que la niña no entendía el mandarín, pero el siseo de serpiente no dejó de surtir su efecto hipnótico. El pequeño cuerpo se distendió. La niña empezó a tranquilizarse, a tomar breves y rápidas bocanadas de aire, como un conejo de corral.

—Bien hecho —susurró el chino—. No tengas miedo.

—¡Marian! —unos alaridos de insoportable tortura salían de la boca de la madre—. ¡Marian!

—Marian —repitió Xin en tono amistoso—. Muy bonito.

Entonces apretó el gatillo.

El espanto se propagó cuando la vidriera hacia la que había dirigido la pistola rápidamente reventó debido al impacto de decenas de proyectiles. Los añicos volaron por todas partes. Xin protegió a la niña con la parte superior de su cuerpo, la apartó de él, cruzó los brazos delante de la cabeza y el pecho y saltó al exterior. Mientras los hombres uniformados intentaban todavía hacerse dueños de la situación, él ya había aterrizado como un gato tres metros más abajo, entre la multitud de curiosos, y entonces echó a correr.

JERICHO

El Muntu estaba cerrado con llave. Sin mucho preámbulo, Jericho disparó dos veces a la cerradura y liquidó el resto con una patada. La puerta golpeó contra la pared interior. El detective irrumpió en el comedor, miró detrás de la barra y retrocedió asustado, pero el hombre de piel negra que lo miraba fijamente con ojos de desconcierto obviamente estaba muerto. En la cocina reinaba el caos del día anterior. Nadie había limpiado desde su pelea con Vogelaar.

De Nyela no había ni rastro.

Fuera de sí, Jericho cruzó la cortina de abalorios, abrió una tras otra las puertas de los retretes, sacudió el pomo de la tercera puerta, la del «Privado», que estaba atrancada, e hizo saltar también esa cerradura de un disparo. Una desvencijada escalera conducía hacia una zona oscura. Olía a moho y a desinfectante. Se percibía el olor a cal del revoque húmedo. Recuerdos de Shenzhen, el descenso a los infiernos. Jericho vaciló. Su mano buscó a tientas el interruptor de la luz, lo encontró. En el extremo inferior de la escalera se encendió una luz encerrada en una rejilla metálica. Yeso revocado, suelo manchado, una araña que huía temblorosa. Con la Glock en ristre, fue bajando peldaño tras peldaño, sacudiéndose por los escalofríos, presa de las náuseas. Kenny Xin. Animal Ma Liping. ¿Quién o qué lo esperaba allí abajo? ¿Qué criaturas se abalanzarían sobre él en esa ocasión?, ¿qué imágenes se grabarían para siempre en las circunvoluciones de su cerebro?

Sus pies tocaron el suelo del fondo. Jericho miró a su alrededor: un estrecho pasillo obstruido por cajas y bidones; una puerta de acero entreabierta.

El detective entró, apuntando hacia todas partes.

«¡Nyela!»

La mujer estaba en el suelo, en cuclillas, con los brazos doblados detrás de la espalda, una cinta adhesiva cubriéndole la boca. Sus ojos brillaban fosforescentes en la penumbra. Con paso rápido, Jericho se plantó junto a ella, guardó la Glock, le quitó la cinta adhesiva y se llevó el dedo a los labios. Ahora no. Primero tenía que desatarla. Sus torturadores la habían esposado a un tubo de la calefacción, y era poco probable que la llave estuviera por allí, como una pequeña consideración con un ingenioso detective.

—Vuelvo enseguida —le dijo él en un susurro.

Jericho regresó a la cocina, abrió cajones, revolvió los cacharros de metal, de cobre y de cromo, registró las superficies de trabajo, hasta que por fin encontró lo que andaba buscando, una hacha de carnicero. A continuación, corrió de vuelta al sótano.

—Inclínese hacia adelante —le ordenó—. Necesito espacio.

Nyela hizo un gesto de asentimiento y se apartó de él, de modo que el detective pudiera ver sus manos. El tubo era inquietantemente corto. A sólo unos pocos centímetros de sus muñecas, se doblaba hacia la pared y desaparecía en la argamasa grumosa. Jericho respiró profundamente, se concentró y dejó caer el hacha a toda velocidad. El tintineante sonido de campana se multiplicó por todo el radiador. El detective frunció el ceño. En el tubo había aparecido una abolladura, pero nada más. Volvió a golpear tres, cuatro veces, hasta que la barra metálica se partió por fin y pudo doblarla con el cabo del hacha. La cadena de las esposas se deslizó por el borde de la rotura.

—¿Dónde...? —empezó a preguntar Nyela.

—Al otro lado —dijo él señalando con el mentón hacia la mesa metálica—. Con la espalda sobre la superficie de la mesa, presione con las manos hacia abajo. Póngalas tan planas como pueda, tensando la cadena.

Los augurios de la pena del alma que la mujer estaba a punto de soportar ensombrecieron sus rasgos. Nyela siguió las indicaciones del detective y dobló las manos.

—No se mueva —dijo Jericho—. Manténgase quieta, muy quieta.

Ella miró al suelo. Él concentró su mirada en el centro de la cadena, tomó impulso y la partió con un solo hachazo.

—Y ahora salgamos de aquí.

—No —dijo Nyela, interponiéndose en su camino—. ¿Dónde está Jan? ¿Qué ha ocurrido?

Jericho sintió que la lengua se le entumecía.

—Está muerto —repuso.

Nyela lo miró. No hubo nada de lo que él había esperado: desconcierto, espanto, lágrimas. Sólo un duelo silencioso y amor por el hombre que yacía en el museo, acribillado a balazos, y al mismo tiempo un curioso alivio, como si quisiera decirle: «¿Ves? Así pueden ser las cosas, en algún momento tenía que pasar.» Jericho vaciló, luego abrazó a Nyela y la apretó con fuerza contra su pecho. Ella le devolvió el abrazo con una presión suave.

—La sacaré de aquí —le prometió él.

—Sí —asintió ella con gesto apático—. Siempre oigo lo mismo.

Arriba no había nadie, sólo el africano muerto, que miraba fijamente desde detrás de la barra, como si esperase una explicación por lo que le había sucedido. Jericho se dirigió a toda prisa hasta la acribillada puerta del restaurante y echó un vistazo afuera.

—Tendremos que ir a pie.

—¿Por qué?

—Mi coche está a varias calles de aquí.

—El mío no —dijo Nyela inclinándose por encima de la barra. La mujer abrió entonces un cajón y sacó una memoria USB—. Jan salió hoy bien temprano con él. Debió de dejarlo delante del Muntu.

Yoyo había hablado de un Nissan OneOne. Había un modelo como ése aparcado a pocos pasos de allí, listo para partir: una cabina ovoide cuyo diseño recordaba a un pequeño y amigable cetáceo. A ambos lados del habitáculo para los pasajeros colgaban unos muslos con forma de mazo que terminaban en unas ruedas. Si formaban una recta extendida, la cabina reposaba muy pegada al suelo, y si se reducía el eje entre las ruedas, formaban un ángulo agudo y la cabina se elevaba. Lo que era un deportivo diminuto y aerodinámico se convertía entonces en una torre ahorradora de espacio. Jericho metió la cabeza bajo el lado de la puerta y examinó la calle. Al rescoldo del mediodía, las formas y los colores aparecían iluminados en exceso. Olía a polen y a asfalto cocido. Apenas se veían peatones, en cambio, la densidad del tráfico había aumentado. El detective alzó la cabeza y vio el cuerpo en forma de puro de un zepelín para turistas que iba entrando en su campo visual con un apacible rumor.

—De acuerdo —dijo gritando hacia el interior—. Venga.

La espejeante cúpula de la cabina convertía el cielo, las nubes y las fachadas en un espacio einsteiniano. Nyela hizo que el techo subiera. Apareció entonces un interior sorprendentemente espacioso, con un banco continuo y asientos de emergencia.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella.

—Al Grand Hyatt.

—Ya sé.

Nyela se metió dentro y Jericho se deslizó a su lado. Vio que el Nissan disponía de un salpicadero giratorio. Todo el mecanismo del volante podía desplazarse a gusto del conductor en dirección al acompañante. Sin hacer ruido, la cúpula descendió. El cristal tintado filtraba las intensas longitudes de onda de la luz del mediodía y creaba una atmósfera parecida a la de un capullo. Con un discreto zumbido, el motor eléctrico arrancó.

—Nyela, yo... —Jericho se masajeó el puente de la nariz—. Tengo que preguntarle algo.

Ella lo miró con unos ojos que parecían estar apagándose.

—¿Qué?

—Su esposo tenía la intención de entregarme un dossier.

—¿Un...? ¡Dios mío! —La mujer oprimió un puño contra los labios—. ¿No lo tiene usted? ¿Ni siquiera tuvo tiempo para entregarle el dossier?

Jericho negó con la cabeza, en silencio.

—¡Podríamos haber jodido a esos cerdos!

—¿Llevaba el dossier consigo?

—No el del Crystal Brain, ése lo tiene Kenny, sino...

«¿Cuál si no?», pensó Jericho, cansado.

—Sino el duplicado...

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