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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Libros de Luca (45 page)

BOOK: Libros de Luca
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Era Don Quijote.

Tuvo otros sueños, pero eran inconexos e imprecisos. Varias veces se vio a sí mismo tendido en una cama del hospital, cuidado por toda una galería de personajes que iban cambiando. A veces se trataba de Katherina, otras de Iversen o Remer, o personas a las que no conocía en absoluto. En un sueño se zambullía sin equipo alguno de buceo y la presión del agua amenazaba con aplastarle el cráneo a medida que iba descendiendo, hasta que perdía el conocimiento en su sueño y se hundía como una piedra.

Cuando Jon finalmente despertó, supo de inmediato que no estaba soñando. Aunque se encontraba en una cama de hospital, igual que en sus sueños, el dolor en la garganta lo convenció de que estaba completamente despierto. Tenía una sed terrible y sentía la lengua áspera y mucho más grande de lo normal. Cuando volvió la cabeza, vio una mesilla de noche muy pequeña con un vaso de agua encima. Pero al tratar de alcanzarlo, su movimiento fue detenido por una correa: estaba atado. Las dos muñecas estaban sujetas con correas de cuero a la estructura metálica de la cama.

Jon observó consternado sus ataduras, como si pudiera aflojarlas simplemente con su fuerza de voluntad, pero estaban bien aseguradas y se negaban a ceder, por más que tirara de ellas. Recorrió su brazo con la mirada, deteniéndose en el interior del codo. En el brazo derecho vio cinco marcas de pinchazos. Cuando revisó el brazo izquierdo, encontró siete más.

¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente? Se sentía agotado, y cuando bajó la barbilla para tocarse el pecho, notó que estaba recién afeitado.

La habitación en la que se encontraba tampoco le ofrecía ninguna pista. Aparte de la cama y la mesa, no había ningún otro mobiliario. Había suficiente espacio para tres camas más, pero la habitación estaba casi desnuda, lo cual era más notorio gracias a las paredes blancas y el suelo de mármol rojizo. Delante de una ventana muy alejada de la cama se movía una cortina blanca que iba del suelo al techo, y la brillante luz del sol trataba con fuerza de atravesar la tela. Aunque la ventana estaba abierta y él estaba sólo cubierto por una delgada sábana blanca, Jon sentía una sorprendente calidez.

La única puerta de la habitación estaba en la pared a los pies de la cama. Una mirilla mantenía una mirada acusadora desde la puerta, que no tenía picaporte por el lado de dentro. A juzgar por los remaches, la puerta era de metal.

Por un momento se le ocurrió que había sido internado en un manicomio y que los hechos de las semanas anteriores eran puras alucinaciones. Ésa parecía, en muchos sentidos, una mejor explicación que lo que de verdad le había ocurrido, pero la ilusión fue abruptamente aniquilada cuando se abrió la puerta y entró Remer.

—Campelli —exclamó el empresario con una sonrisa—. Qué estupendo que haya despertado al fin.

Jon trató de responder, pero no pudo articular ni una palabra en sus labios resecos. Remer advirtió su dificultad y fue hasta la mesilla de noche para coger el vaso y ofrecerle a Jon algo de beber. Aunque el agua estaba tibia, Jon la aceptó agradecido y vació el vaso. Luego dejó que su cabeza cayera hacia atrás para apoyarse en la almohada y se puso a observar a Remer. Algo le resultaba diferente. Las cicatrices en su cara habían desaparecido y el cutis tenía un color totalmente distinto al de la última vez que se habían visto. El traje que llevaba era de color claro, suelto y ligero, una vestimenta veraniega.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —preguntó Jon finalmente.

Remer se encogió de hombros.

—Tres o cuatro días —respondió.

Jon sacudió la cabeza. Eso no parecía exacto. La luz del sol, el calor, la ropa de Remer. Las doce marcas de inyecciones en sus brazos no le decían nada. No tenía ni idea de qué le habían dado ni de cuánto podía haber durado el efecto de cada inyección.

Remer sonrió ante su confusión y se dirigió a la puerta abierta para decir algo hacia la otra habitación en una lengua que a Jon le pareció turco o árabe.

—¿Cómo se siente? —le preguntó Remer cuando regresó a la cama—. ¿Tiene algún dolor? ¿Le duele la cabeza?

Jon respondió negativamente con un gesto. Le dolía la espalda y todavía estaba un poco somnoliento, pero después de varios días en cama probablemente eso era normal. Y no tenía la menor intención de dar muestra alguna de debilidad delante de Remer.

—¿Las inyecciones eran realmente necesarias? —preguntó, señalando con la cabeza las marcas en su brazo izquierdo.

—Me temo que sí —confirmó Remer—. Pensamos que sería la manera más segura de moverlo.

Fue interrumpido por una mujer con piel oscura vestida con una bata blanca de laboratorio. Sin vacilar atravesó la puerta con otro vaso de agua en la mano. No miró a Jon cuando dejó el vaso en la mesilla de noche, dio media vuelta y abandonó la habitación. Al pasar junto a él, Remer le dijo algo, pero las palabras le resultaron incomprensibles.

—Como le estaba diciendo —continuó Remer estirando los brazos—, era mejor para usted estar inconsciente durante el viaje. No podíamos permitir que nos hiciera una escena en el camino, ¿verdad? —Se rió—. Mírelo por el lado positivo. Se ha ahorrado las colas, las esperas y los problemas con el equipaje.

Jon lo observó cuidadosamente. Aunque Remer se estaba divirtiendo descaradamente, no había nada que indicara que estaba mintiendo.

—¿Y dónde estoy exactamente? —quiso saber Jon.

Capítulo
31

Katherina no estaba del todo segura de cómo se las había arreglado para salir del edificio de la escuela. Estaba oscuro y tenía la visión nublada por las lágrimas, pero de algún modo había encontrado el camino para salir del sótano hacia el fresco aire de la noche. Allí se había detenido un momento para orientarse. Al escuchar voces y gente que se acercaba corriendo desde la escuela, se dirigió a toda velocidad hacia la fachada principal del edificio atravesando el patio para salir por el portón. Como no tenía las llaves del coche, tuvo que descartar esa posibilidad como vía de escape, de modo que siguió corriendo, doblando la esquina en la primera calle lateral. Allí se detuvo y apoyó la espalda contra algunos arbustos mientras trataba de recuperar el aliento. Prestó atención a los ruidos.

Un segundo después escuchó que el portón de la escuela se abría, y luego gritos y pasos. A juzgar por las voces, eran al menos tres personas. Al oír que los pasos se acercaban, comenzó a correr otra vez. Detrás de ella alguien empezó a gritar, obligándola a aumentar la velocidad. Las calles del barrio estaban escasamente iluminadas. Giró por una estrecha calle lateral y después por otra, lo que le permitió continuar sin quela vieran. Al cabo de unos minutos disminuyó el ritmo y miró hacia atrás. Se detuvo en la oscuridad entre dos farolas y vio que una figura aparecía al fondo de la calle y se detenía para mirar con atención hacia cada una de las tres direcciones que ofrecía la intersección.

De repente, un perro empezó a ladrar justo detrás de Katherina, lo que le hizo soltar un grito de terror. La oscura silueta de un enorme perro se arrojó salvajemente sobre el seto que los separaba, gruñendo como si fuera un asunto de vida o muerte. La silueta del fondo de la calle se volvió de inmediato hacia la joven, que a su vez hizo el esfuerzo de empezar a correr otra vez. El corazón le latía con fuerza y tuvo que apelar a toda su autodisciplina para no disminuir la velocidad. Los pasos a su espalda se acercaban cada vez más e incluso podía escuchar claramente el jadeo de su perseguidor. Dobló en la esquina siguiente y corrió quince o veinte metros hasta la mitad de la calle antes de encontrarse en un carril para bicicletas. La persona que la perseguía comenzó a proferir palabrotas. Era un hombre, y por lo que pudo apreciar se había caído, pero ella no perdió tiempo en mirar atrás.

Después del carril para bicicletas la calle se ensanchaba y los edificios ya no eran mansiones, sino bloques de apartamentos. Katherina ya no podía correr más; las piernas apenas si podían sostenerla, y continuaba avanzando casi a trompicones.

De pronto, alguien salió de un portal e interrumpió su marcha con los brazos abiertos. No había espacio para detenerse y chocó con la persona, a la que casi derriba. Por un momento quedó enredada en las ropas del desconocido, y un olor a humo, cerveza y sudor invadió su nariz.

—Por aquí, entre aquí —dijo una voz de hombre, arrastrándola por el portal.

Katherina dejó que la arrastraran, no de manera voluntaria, sino porque no tenía fuerzas para otra cosa. Oyó una puerta que se cerraba detrás de ellos.

—Maldición, Ole —gritó una ronca voz de mujer—, ¿no acabo de decirte que te fueras a tu casa? Ya hemos cerrado.

El hombre que la sujetaba del brazo la condujo a una silla e hizo que se sentara.

—Gerly, como puedes ver tú misma, ella necesita ayuda —explicó con una voz que sonaba como si hubiera estado de juerga durante días—. Además…, además, yo conozco a esta jovencita.

Katherina estaba tan exhausta que no podía ver bien y no estaba en condiciones de corroborar la afirmación del hombre. En cambio, se inclinó sobre la mesa y metió la cabeza entre los brazos.

—Está bien, Ole —accedió la mujer—, pero no te voy a dar nada más de beber.

Se abrió una puerta y Katherina dio un respingo.

—¡Fuera! —gritó la mujer detrás de ella—. Ya hemos cerrado.

La voz de otro hombre, casi sin aliento, empezó a protestar desde la entrada, pero fue de inmediato interrumpido.

—Te he dicho que está cerrado. Vuelve al mediodía.

La puerta se cerró de golpe y el cerrojo fue corrido ruidosamente.

Katherina ya no podía contener más las lágrimas; empezó a sollozar con tanta fuerza que le temblaba todo el cuerpo. Nunca había llegado a creer en serio que la situación podría ser tan peligrosa. El hecho de que se hubiera visto forzada a abandonar a Jon y huir le parecía tremendamente irreal e inconcebible, sobre todo al pensar en lo invencible que se había sentido cuando estaban juntos. Katherina notó la mano de Ole sobre su hombro, dándole delicadas palmaditas, pero eso no hacía más que empeorar las cosas.

—Bien, seguro que una taza de café no os hará daño —dijo la mujer detrás de ellos.

El ruido de tazas y el silbido de la cafetera le proporcionaron tanto consuelo como si alguien la hubiera abrazado. Los sollozos pronto se convirtieron en un ligero gemido. Lentamente levantó la cabeza de la mesa y miró a su alrededor.

Estaba sentada en un antiguo bar con pesadas mesas de madera y sillas tapizadas en cuero rojo. Una barra enorme cubría completamente una pared y detrás de la barra se encontraba la mujer llamada Gerly. Era una mujer baja y robusta, con una cara rubicunda y unos ojos que podían sin duda domar al más borracho de sus clientes. Se acercó con dos tazas de café negro, que colocó con cuidado sobre la mesa.

Junto a Katherina estaba sentado su salvador, un hombre flaco y de mejillas hundidas con un traje arrugado sobre una camisa que había sido blanca alguna vez, pero que en ese momento estaba teñida del amarillo de la nicotina.

Se dio cuenta de que lo conocía.

Aquel hombre, Ole, era un receptor. El mismo receptor con el que Jon había dicho que se había encontrado en el bar El Vaso Limpio después del funeral de Luca. Ella no lo había visto a menudo. Ole prefería llevar sus problemas a lugares como ése, pero estaba segura de que se trataba de él.

Seguramente Ole percibió el brillo de reconocimiento en sus ojos, porque le hizo un guiño cómplice y le ofreció una amplia sonrisa que reveló dos hileras de dientes amarillos.

—No está mal el café, Gerly —dijo Ole en voz alta, y bebió otro trago de su taza.

—Hummm. Deberías probarlo más a menudo. Entonces hasta podrías ser una buena compañía. —Gerly dirigió su atención a Katherina—. ¿Te sientes mejor, querida?

Katherina asintió con la cabeza y aferró su taza con ambasmanos. El calor en sus dedos resultaba tranquilizador, y cerró los ojos mientras bebía cautelosamente un sorbo.

—Los hombres son todos unos bastardos —continuó Gerly—. Todos ellos no son más que unos violadores. En mi opinión habría que castrarlos a todos.

—Entonces ni siquiera habrías sido concebida —comentó Ole, riéndose con ganas.

—No empieces, sabelotodo. Deberías ocuparte de llevar a la muchacha a la comisaría en lugar de tratar de hacerte el gracioso.

Katherina sacudió la cabeza.

—Eso no será necesario —dijo ella rápidamente—. Estoy bien.

Gerly la observó atentamente.

—¿Estás segura? No tienen por qué salirse con la suya tan fácilmente esos malditos bastardos.

—Estoy bien —dijo Katherina, gimoteando—. No ha ocurrido nada.

Gerly gruñó algo incomprensible y volvió detrás de la barra, donde empezó a limpiar.

—Puedo llevarte si quieres —dijo Ole, aunque sus ojos estaban nublados, y probablemente no tenía mucho interés en acudir a la comisaría en ese momento.

—No puedo ir a la policía —susurró Katherina—. Pero tengo que ponerme en contacto con Clara lo antes posible.

Ole asintió con un gesto firme de su cabeza y se sentó muy recto.

—Conseguiré un taxi.

Se puso de pie y trastabilló hasta el bar, donde se embarcó en una discusión con Gerly.

Katherina no sabía qué debía hacer. Tal vez la policía era el único recurso en ese momento, pero no podía ponerse a explicar toda la situación mientras Jon estaba esperando su ayuda. Clara sabría cómo hacer que él volviera.

La discusión en la barra terminó y Gerly se avino a telefonear a la compañía de taxis ella misma. Ole volvió con Katherina y se bebió lo que quedaba de su café.

—Tenemos que salir por la parte de atrás —dijo él, echando una mirada a las cristaleras—. Vamos.

—Cuídate, querida —la saludó Gerly con una inclinación de cabeza.

Se puso de pie y siguió a Ole hacia una puerta en la parte posterior del bar. Un cartel descolorido indicaba que era el camino a los servicios, y cuando abrió la puerta, no le quedó la menor duda de que era cierto. El olor fétido le hizo contener la respiración. Ole la condujo a una estrecha puerta trasera con la que forcejeó un momento antes de abrirla con un fuerte chirrido.

El patio trasero era muy grande… Eso fue lo que Katherina pudo ver incluso en la oscuridad. Mientras seguía a Ole, miró las escasas ventanas que tenían las luces encendidas en los apartamentos circundantes. Se preguntó cómo la gente podía levantarse e ir a trabajar como si nada hubiera ocurrido. ¿No se daban cuenta de lo que estaba sucediendo en su propio barrio? ¿Y del peligro que ello significaba?

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