Ole avanzó tambaleándose hasta llegar a un portal oscuro que daba a la calle. El salvador de Katherina profirió unas palabrotas al no poder encontrar el picaporte. Se movía con demasiada lentitud, de modo que lo empujó con suavidad para abrir ella misma la puerta.
A diferencia del patio, la calle estaba brillantemente iluminada, y ella apoyó la espalda contra la pared tan pronto como salió. Ole prácticamente tropezó con ella, y por un momento se quedó en medio de la acera, balanceándose peligrosamente.
—¿Y dónde está el taxi? —susurró Katherina lo más alto que se atrevió.
—Se suponía que debía estar en este preciso lugar —respondió Ole, tambaleándose tanto que tuvo que detenerse para no caer—. Nordre Frihavnsgade. En este preciso lugar.
Un coche negro pasó a gran velocidad junto a ellos y Katherina instintivamente apretó el cuerpo contra la pared.
—¡Aquí! —gritó Ole, dando un paso hacia el bordillo, agitando los brazos por encima de la cabeza—. ¡Estamos aquí!
Un taxi se acercó y se detuvo delante de ellos.
Katherina se apartó rápidamente del portal y sujetó a Ole antes de que cayera. El taxista abrió la ventanilla y sacó la cabeza.
—¿Necesita ayuda? —le preguntó en mal danés.
—¿Podría abrirnos la puerta? —le pidió ella, tratando de maniobrar para que su salvador entrara en la parte de atrás del vehículo.
El chófer bajó y abrió la puerta con movimientos ágiles.
Katherina empujó a Ole hacia dentro, y éste se desplomó en el asiento trasero, farfullando unas palabras de agradecimiento. Luego ella corrió hacia el otro lado y subió para sentarse junto al chófer.
—Suerte que usted está con él —comentó el hombre cuando se puso en marcha—. No llevamos a esta clase de pasajeros a esta hora.
Katherina no tenía fuerzas para protestar. Simplemente le dio la dirección de Clara en una hilera de casas iguales en Valby.
El sol había salido cuando Katherina se despertó. Unas finas franjas de luz diurna entraban por entre las tablillas blancas de las persianas. Todavía vestida con los vaqueros y la camiseta, estaba acostada debajo de una manta color crema sobre un sofá con almohadones grandes, blandos, con dibujos florales.
Clara pasaba la mayor parte de su tiempo en la terraza, casi cinco meses al año, y usaba el resto de la casa principalmente para dormir y para guardar comida. Cocinaba al aire libre en una parrilla o en una pequeña fogata. Las paredes de la terraza estaban recubiertas con paneles de madera pintados de blanco y de todas las vigas del techo colgaban macetas. Todos los alféizares también estaban cubiertos de plantas.
Katherina había estado allí muchas veces antes, pero nunca se había quedado a pasar la noche. Ni siquiera podía recordar en qué momento se había quedado dormida.
Cuando bajó del taxi todavía era de noche y la casa de Clara estaba a oscuras. Durante el trayecto Ole había vuelto en sí y había insistido en seguir hasta su casa. Katherina no tenía energía ni para oponerse ni tampoco para darle las gracias, y el taxi se marchó, dejándola sola en la acera.
Mientras atravesaba el sendero del jardín, se repitió mentalmente el deseo de que Clara estuviera ahí. No sabía qué iba a hacer si no había nadie en casa. Después de tocar el timbre varias veces, Clara finalmente abrió la puerta, y Katherina se arrojó sollozando en los brazos de la sorprendida mujer.
Durante varios minutos lo único que Katherina pudo hacer fue llorar. Fue conducida al sofá de la terraza, todavía aferrada a Clara. Después de recuperarse un poco como para poder hablar, la joven le pidió un vaso de agua, que Clara trajo inmediatamente. Lo bebió casi de un trago y luego empezó a describir los acontecimientos de la noche.
Clara escuchó con atención. Todo signo de fatiga había desaparecido de su rostro y le daba palmaditas a Katherina en el hombro para que continuara contando lo sucedido. Cuando se enteró de la traición de Paw, Clara no ahorró insultos en voz alta. Tuvo que levantarse y caminar de un lado a otro de la terraza para poder contener su cólera.
—Ese muchacho… —gruñó—. Siempre hubo algo raro en él. —Logró controlar su ira cuando se dio cuenta por la cara de Katherina de que había más malas noticias. Se sentó en el sofá de nuevo—. Discúlpame. Continúa.
Fue difícil para Katherina describir lo que había ocurrido durante la prueba, y su voz se quebró otra vez cuando llegó a la parte en que tuvo que abandonar a Jon en el sótano.
Clara le trajo más agua y trató de tranquilizarla.
—No podías hacer otra cosa —dijo, envolviendo con su brazo a Katherina—. Si te hubieras quedado, podrían haberte utilizado en su contra. Pero ahora no tienen nada para presionarle.
Katherina dejó escapar un gemido.
—Pero ¿y si lo matan?
—No lo harán —dijo Clara con firmeza—. Lo necesitan para algo; estoy segura de eso. Algo para lo que solamente él puede ayudarlos.
Katherina no supo si fueron las palabras tranquilizadoras de Clara o el agotamiento después de los acontecimientos de aquella noche los que hicieron que se quedara dormida. El hecho era que no recordaba nada más.
Podía percibir las voces que venían desde el interior de la casa. Una de ellas era la de Clara.
—¿Fue realmente necesario sedarla? —dijo la otra voz, que Katherina de inmediato reconoció como la de Iversen.
—Estaba al borde de la histeria —explicó Clara—. Tendrías que haberla visto. Tenía que descansar un poco, pero estaba demasiado alterada para quedarse dormida por sí sola. A veces el cuerpo tiene que descansar antes de que la mente pueda calmarse.
—Si tú lo dices —aceptó Iversen, no muy convencido.
Katherina escuchó pasos que se acercaban.
—¿Cuánto tiempo estará dormida? —quiso saber Iversen.
—Estoy despierta —anunció, volviéndose hacia la puerta.
Clara apartó a Iversen y se acercó rápidamente al sofá.
—¿Te encuentras bien?
Katherina hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Qué hora es?
Iversen se sentó en un sillón frente a ella. El asiento estaba cubierto con una manta multicolor de ganchillo.
—Son las diez de la mañana —dijo él, mirando a Clara—. Has dormido durante treinta horas.
—¡Treinta horas! —gritó Katherina, saltando del sofá—. ¿Cómo has podido…?
Se detuvo cuando todo se puso negro ante sus ojos y tuvo que volver a hundirse en el sofá.
—Ha sido por tu propio bien —le aseguró Clara, cogiéndole las manos—. Necesitabas descansar.
Katherina retiró las manos.
—Pero ¿y Jon? —dijo—. Tenemos que encontrar a Jon.
—Estamos trabajando en eso —la tranquilizó Iversen—. Todas las residencias de Remer están siendo vigiladas. Tan pronto como aparezca…
—¿Ha desaparecido? —reaccionó Katherina.
Iversen asintió y se miró las manos, que mantenía entrelazadas delante de él.
—¿Y la escuela? —quiso saber Katherina—. Tenemos que volver a la escuela.
—La escuela ha sufrido un incendio, Katherina —le informó Clara y luego se apresuró a añadir—: Pero no ha habido ninguna víctima. El edificio se quemó totalmente unas horas después de que escaparas.
—El Departamento de Bomberos cree que ha sido debido a una defectuosa instalación eléctrica —agregó Iversen—. Se dieron cuenta rápidamente de que no había nada que hacer y se concentraron en mantener el fuego dentro de los límites de la escuela.
—Están borrando sus huellas —aseguró Katherina.
Miró a Iversen y a Clara. Ambos asintieron con la cabeza.
—Se ha producido otro incendio —continuó Iversen—. La mansión de Kortmann ardió la misma noche. El cuerpo de Kortmann fue encontrado entre las cenizas de la biblioteca. Creen que la causa del fuego fue un cigarrillo mal apagado.
Katherina recordó su última visita a la residencia en Hellerup. Henning había llevado el cuerpo de Kortmann a la biblioteca, donde luego había sido quemado, como en una pira funeraria.
—Pero fue colgado —protestó ella—. Seguramente tienen que poder darse cuenta de eso. Las marcas en el cuello, los pulmones sin humo.
—No ha trascendido nada sobre las circunstancias de su muerte —observó Clara—. No me sorprendería nada que Remer tuviera contactos en la policía para influir en la investigación.
—¿Y Remer no ha sido visto desde entonces?
—No —respondió Iversen—. Es como si se lo hubiera tragado la tierra. Hemos llamado a todos los teléfonos que aparecen en los documentos referidos a él, pero seguimos recibiendo la misma respuesta: «Remer no está disponible». —Extendió las manos—. Como ya te dije, mantenemos vigiladas sus residencias. Es más, tengo que relevar a Henning dentro de un rato. No te preocupes, tiene que aparecer tarde o temprano.
Katherina se retorció las manos. Tarde o temprano no era respuesta suficiente. Jon estaba prisionero en algún sitio porque lo había abandonado. A menos que aceptara cooperar, era sólo cuestión de tiempo que Remer se diera por vencido y tuvieraque deshacerse de él para siempre. Sintió que la cólera crecía dentro de ella. ¿Por qué la habían dejado dormir tanto tiempo? ¿Por qué no habían hecho algo más para encontrar a Jon?
—Hicimos lo que pudimos —dijo Iversen, como si le hubiera leído el pensamiento—. Tienes que creernos. Hasta barajamos la posibilidad de acudir a la policía para contarles toda la historia.
—Pero abandonamos esa idea muy rápidamente —explicó Clara—. Eso no iba a ayudar a Jon, y los contactos de Remer seguramente impedirían que se avanzara en el caso.
Katherina se dio cuenta de que tenían razón. Con la información de la que disponían, no podrían haber hecho otra cosa. Su cólera fue reemplazada por la frustración. ¿Qué podía hacer ella? Tenía que hacer algo. Era demasiado doloroso permanecer sentada a la espera de que Remer apareciera, si es que alguna vez decidía reaparecer.
—¿Y Paw? —preguntó con tono de preocupación.
Iversen sacudió la cabeza.
—La habitación en la que vivía está vacía. Nadie lo ha visto en los últimos tres días. —Suspiró—. Y por supuesto, Paw no era su verdadero nombre, de modo que esa pista nos lleva a un callejón sin salida, como todas las demás.
Lentamente, Katherina se puso de pie. No sabía qué iba a hacer, pero no podía quedarse sentada allí durante más tiempo. Si tenía que registrar toda Copenhague para encontrar a Jon, lo haría. Cualquier cosa menos quedarse sin hacer nada.
—Me voy a mi casa —anunció.
Clara estaba a punto de oponerse, pero Katherina la frenó.
—No te preocupes. Me encuentro bien.
—Yo te llevaré —ofreció Iversen, poniéndose de pie.
—Estupendo. Gracias —repuso Katherina mientras abrazaba a Clara—. Gracias por todo, Clara.
—Si necesitas algo, dímelo.
Katherina asintió con la cabeza. Acompañada por Iversen, cruzó la casa y salió. El césped en el pequeño jardín que daba a la calle estaba recién cortado y le hizo pensar en el verano, aunque estaban a mitad del otoño. En la acera, al final del sendero, había una bolsa de basura que alguien había volcado, derramando desperdicios sobre las losas del suelo. Allí se mezclaban sobres, paquetes de café y cartones de leche, ensuciando la acera en aquel impecable barrio residencial.
Se podía saber mucho acerca de una persona a partir del contenido de su cubo de la basura.
En ese momento Katherina supo quién podría ayudarla.
Muhammed abrió los ojos como platos por el asombro al ver a Katherina ante la puerta de su jardín. Ella había dejado que Iversen la llevara a su casa, pero luego se dirigió directamente al sótano donde guardaba su bicicleta para sacarla y pedalear hasta Norrebro. Algo le había impedido contarle a Iversen sus planes, tal vez porque tenía que llevarlos a cabo ella sola.
—Vaya, ¿no es ésta la novia del abogado? —exclamó Muhammed mientras abría la puerta. Miró a su alrededor—. ¿Has dejado a Jon?
—Se podría decir así —respondió Katherina, tratando de sonreír—. Necesito tu ayuda.
Muhammed le dirigió una sonrisa amistosa mientras observaba su cara con gesto inquisitivo.
—Por supuesto. Entra.
La sala todavía parecía un almacén, con cajas apoyadas en todas las paredes y el suelo cubierto con paquetes apilados que se tambaleaban. Justo al lado de la puerta había un juego de golf completo, con bolsa, palos y hasta una gorra barata de tweed colgada del mango de uno de los palos.
Katherina sacó uno de los palos, sopesándolo en sus manos.
—¿Juegas al golf? —preguntó Muhammed con esperanza en su voz—. Puedo dejarte todo el equipo a buen precio.
—No, lamentablemente no juego —respondió Katherina.
—Ya me parecía —dijo Muhammed—. Pero ésa no es la razón por la que estás aquí, ¿verdad?
Katherina colocó el palo de golf en su sitio y sacudió la cabeza.
—Necesito que localices a un par de personas.
—No hay problema.
Muhammed se sentó delante de su ordenador y entrelazó los dedos al mismo tiempo que estiraba los brazos. Sus dedos produjeron un crujido audible y sonrió.
—Tengo que saber dónde están en este momento. No tienes que perder tiempo en sus historias.
El hombre hizo un gesto de asentimiento.
—En primer lugar, Otto Remer —dijo Katherina, haciendo una pausa mientras Muhammed tecleaba el nombre—. El siguiente, un hombre de unos treinta y tantos años que trabajaba como chófer de William Kortmann.
Los dedos de Muhammed volaban sobre el teclado mientras repetía lo que ella había dicho. Luego asintió con la cabeza.
—¿Alguien más? —preguntó, mirándola.
—El último es Jon Campelli —dijo Katherina, mirándolo a los ojos.
—¿Jon Campelli? —repitió Muhammed al cabo de unos segundos—. ¿Quieres que yo localice a Jon Campelli?
Katherina asintió. Pudo sentir que se le formaba un nudo en la garganta al oír su nombre.
—Ya sé que dije que no quería saber en qué estabais mezclados vosotros dos —dijo Muhammed sombríamente—, pero ¿qué está ocurriendo? ¿Ha huido? Si él no quiere ser encontrado, no puedo ayudarte.
Katherina carraspeó.
—Jon está siendo retenido en contra de su voluntad —explicó—. Por los dos hombres que acabo de mencionar.
Muhammed frunció el ceño, pero no hizo ningún otro movimiento.
—Otto Remer es el cabecilla de una organización criminal que no se detendrá ante nada —continuó Katherina—. Es sumamente importante que encontremos a Jon tan pronto como sea posible, si no… —Sintió aflorar las lágrimas—. Si no, le van a hacer daño.