Muhammed lanzó un gran suspiro.
—¿En qué diablos os habéis metido? —quiso saber—. Me he enterado de que Jon ha sido despedido, y ahora esto. —Sacudió la cabeza—. ¿Por qué no vas a la policía?
—Es una larga historia —respondió Katherina—. Y estamos perdiendo el tiempo.
Muhammed hizo una mueca y se volvió para mirar el monitor delante de él.
—Pues bien, entonces —dijo—, encontremos a nuestro amigo.
La espera le resultaba horrible. Katherina no tenía nada que aportar salvo responder a las preguntas que Muhammed le hacía de vez en cuando. Por lo demás, el único ruido en la habitación era el que hacía el teclado. Muhammed había apagado su teléfono móvil tras la única vez que había sonado, y ella no quería perturbar su concentración. Era su única posibilidad.
Mientras el informático trabajaba, ella se movía por toda la habitación, incapaz de permanecer quieta. Revisó la variada mercancía de las cajas, sorprendida una vez más de que alguien pudiera ganar lo suficiente como para vivir participando en concursos. Jon le había hablado de un programa de televisión japonés en el que los participantes eran encerrados con llave dentro de un apartamento y tenían que vivir de lo que pudieran ganar en los concursos, fuera por internet o por los cupones. La mayoría abandonaba al no poder conseguir comida.
De vez en cuando se colocaba detrás de Muhammed para mirar en las pantallas del ordenador, pero aunque hubiera podido leer, estaba segura de que no habría comprendido nada. Números y símbolos se desplazaban por los tres monitores a tal velocidad que era imposible comprender su significado, y los dedos del hombre bailaban sobre el teclado.
—Bien —exclamó después de buscar durante casi cuarenta y cinco minutos—. Sé dónde está, pero no te va a gustar.
Katherina se acercó a la mesa para mirar los monitores. Uno de ellos mostraba un mapamundi cubierto de líneas.
—He comprobado los aeropuertos —empezó Muhammed—. Ningún rastro de Otto Remer, pero Jon voló… —Puso la punta de su dedo sobre Dinamarca. Desde allí numerosas líneas salían con destinos a todo el mundo—. Desde el aeropuerto de Kastrup hasta…
Movió el dedo hacia el sur siguiendo una de las líneas.
Katherina abrió los ojos como platos.
—Eso no puede ser verdad —exclamó.
—¿Egipto? —exclamó Jon sin poder creerlo.
Remer sonrió y abrió los brazos.
—El reino de los faraones, la cuna de la civilización.
Jon dejó de mirar al hombre vestido con un traje liviano para observar la ventana detrás de él, donde las cortinas se movían suavemente con la brisa. Aunque tenía la sensación de haber dejado su sentido de la geografía en Dinamarca, tuvo que admitir que todas las piezas parecían encajar. El calor, el atuendo de Remer, los aromas extraños. No se sentía dispuesto a confiar en nada de lo que dijera Remer, pero todo indicaba que estaba diciendo la verdad.
—Salimos la mañana después de nuestra… reunión —explicó Remer—. No resultó precisamente fácil organizar un transporte médico en tan poco tiempo, pero nos las arreglamos para conseguir sitio en un vuelo chárter. —Soltó un gruñido de desagrado—. Otra experiencia más que debe hacerle feliz haberse ahorrado.
—Pero ¿por qué? —quiso saber Jon.
Remer sonrió otra vez, levantando la mano en un gesto tranquilizador.
—Ya llegaremos a eso. Usted relájese.
Dado que estaba tendido en una cama de hospital y atado a ella después de ser secuestrado contra su voluntad, a Jon le resultaba difícil relajarse. Para él, hacía apenas unos minutos que se encontraba en el sótano de la Escuela Demetrius, viendo a Katherina escapar tal como él le había ordenado. Aunque en ese momento a Jon no le preocupaba lo que pudiera ocurrirle a él, toda aquella situación seguía siendo indignante, algo que le hacía arder de furia. Habían pasado varios días, había sido trasladado en avión a un país extranjero y no tenía la menor idea de dónde estaba Katherina, y ni siquiera sabía si había conseguido eludir a los hombres de Remer.
—¿Es usted consciente de que nunca le ayudaré?
—Como hombre de negocios que soy he aprendido a no usar la palabra «nunca». —dijo Remer sin inmutarse—. Aunque «nunca» significa algo infinito, tiende a limitar la imaginación y cualquier potencial que podamos tener. Como hombre de negocios necesito mantener todas las puertas abiertas hasta el último momento posible, e incluso entonces debo tener alguna mínima abertura para regresar. —Entrelazó las manos atrás, adoptando involuntariamente el aspecto de un profesor—. Las personas que dicen «nunca» acaban lamentándolo. ¿Pensó alguna vez que dejaría su trabajo para convertirse en librero? ¿O que su padre era el jefe de un grupo de crédulos hippies, de intelectuales con poderes mágicos? Jamás se le había pasado por la cabeza, ¿verdad? «Nunca», habría dicho usted.
—Ésa es una comparación grotesca.
—¿Eso cree? —replicó Remer—. De todas formas, tiene que admitir que eso es lo que ha ocurrido, y usted hasta ha obtenido algunos beneficios. Se ha convertido en propietario de la fortuna de su padre, y ha adquirido poderes que usted ignoraba que existían. E incluso ha encontrado el amor.
Esa referencia a Katherina lo pilló desprevenido. Miró a Remer. ¿Había hecho una ligera inclinación de cabeza hacia la puerta o sólo había sido producto de su imaginación? Su corazón empezó a latir con fuerza. Si ella estuviera allí, todo estaría perdido.
Remer pareció registrar la reacción de Jon porque en su rostro apareció una gran sonrisa diabólica.
—¿Lo ve? Usted
sabe
que se ha beneficiado con ello. Tanto es así que tiene miedo de perder lo que ha ganado. Imagínese por un instante lo que le reserva el futuro.
Jon echó una mirada a su propio cuerpo.
—Por el momento estoy atado a una cama —replicó.
—Lo sé, lo sé. Pero eso es sólo por su propia protección.
—¿Y de qué se supone que me protege?
—Tratamos de protegerlo de ese «nunca».
Remer se dio la vuelta y salió con paso firme de la habitación, cerrando con un ruido metálico la puerta al salir.
Jon se quedó mirando la puerta cerrada, pero no sucedió nada nuevo. Recorrió con sus ojos la habitación vacía, pero aunque ya sabía en qué lugar del mundo estaba, no se sintió bien.
Egipto. ¿Qué estaba haciendo en Egipto?
La luz pareció desaparecer rápidamente, pero Jon no estaba seguro de si era un efecto secundario de los sedantes o si en realidad había sucedido. Tuvo la impresión de que apenas había pestañeado y la oscuridad en el exterior se había hecho presente. La única lámpara estaba en la mesilla de noche, pero la luz no era suficientemente fuerte para llegar a los rincones lejanos de la habitación. La temperatura se había vuelto más tolerable, pero era todavía lo bastante alta para que sintiera calor, aunque no estaba sudando.
La puerta se abrió y la mujer de bata blanca entró trayendo una bandeja. Detrás de ella entró Remer y, a continuación, tres hombres que tenían el aspecto de ser de origen mediterráneo.
—Parece que ha llegado el momento de recibir algún alimento sólido, Campelli —anunció Remer, al pie de la cama.
Les hizo una seña con la cabeza a los hombres. Dos de ellos se colocaron a cada lado de Jon, mientras el tercero permanecía junto a la puerta. A otra señal de Remer, aflojaron las ataduras de los brazos de Jon y la mujer le puso la bandeja en el regazo.
Jon descubrió que estaba hambriento, pero vaciló antes de comer. Miró a sus guardianes, a treinta centímetros de la cama y mirando fijamente hacia delante.
—No hablan danés —informó Remer—. Y aunque lo hablaran, son leales a la Orden. —Hizo un gesto con la cabeza hacia el tazón de arroz y carne depositado en la bandeja—. Coma, y le contaré un cuento para la hora de dormir.
No había cubiertos, de modo que Jon usó las manos para empezar a comer. Comenzó con cautela, consciente de cada bocado, pero el cordero bien condimentado y el arroz tenían un sabor tan inesperadamente agradable que casi de inmediato comenzó a meterse la comida en la boca tan rápido como podía.
—Los poderes que usted posee no conocen límites nacionales —comenzó Remer, a la vez que dirigía una inclinación a la mujer, que abandonó la habitación de inmediato—. Eso es algo que usted tal vez haya pensado ya. Por supuesto, hay otros además de usted y de mí en el mundo, pero un texto todavía tiene ciertas limitaciones a causa de la lengua en laque ha sido escrito. No hay duda de que usted podría hacer un excelente trabajo con un texto en inglés, o incluso en italiano, pero el efecto será siempre más fuerte en su lengua materna. Para cargar un texto, tenemos que conocer la lengua, y cuanto mejor la conozcamos, mejor será el instrumento para alcanzar nuestro objetivo.
La mujer volvió con un taburete alto que puso detrás de Remer antes de volver a retirarse. El empresario se sentó y se ajustó la chaqueta antes de continuar.
—Entonces, ¿usted me ha traído aquí, a Egipto, para neutralizarme? —preguntó Jon entre bocado y bocado.
Remer se rió.
—De ninguna manera —respondió—. Antes que nada, esas descargas de energía física que usted produce no están restringidas por el hecho de que el oyente comprenda o no el texto. —Hizo una pausa—. Lo cual es muy interesante y no tiene precedentes. Es más, creemos que el fenómeno está sólo relacionado con la lectura porque proporciona un catalizador necesario. —Sacudió la cabeza—. Pero eso es algo que vamos a descubrir en el transcurso de los próximos días.
Jon gruñó.
—En segundo lugar —continuó Remer, ignorando el arrebato de Jon—. Alejandría ha sido siempre un centro primordial para nuestra organización.
—¿Alejandría? —interrumpió Jon.
Trató de asociar el nombre con algo familiar, pero lo único que recordó fue una ciudad en la costa del norte de África.
Remer asintió con la cabeza.
—Fue aquí, en Alejandría, donde se creó nuestra organización —explicó—. Según la tradición, fue aquí donde los poderes que usted y yo poseemos fueron descubiertos por vez primera.
Jon terminó de comer y empujó su plato a un lado. De inmediato fue retirado por uno de los guardianes, que le ofreció un vaso de agua. Jon lo cogió y bebió. Remer esperó pacientemente a que terminara y luego les hizo otra seña con la cabeza a los tres hombres. Ataron otra vez a Jon a la estructura de la cama y abandonaron la habitación sin decir una palabra. Cuando desaparecieron, Remer juntó las manos con un golpe y las frotó con una expresión expectante en la cara.
—Bien, Campelli —dijo—. ¿Está listo para su lección de historia?
Jon no sintió la necesidad de responder. No tenía otra opción, después de todo.
—Alejandría fue fundada por Alejandro el Grande alrededor del año 330 antes de Cristo —comenzó Remer—. Se suponía que la ciudad tenía que ser nada menos que el centro mundial de los conocimientos y la enseñanza. Por esa razón se construyó aquí la biblioteca más famosa del mundo, la Bibliotheca Alexandria. Además de ser una biblioteca, era el lugar especial para los estudios académicos y los desafíos intelectuales. Muchos de los individuos a quienes reconocemos hoy como los fundadores de diversos campos de estudio trabajaron en ella, como Euclides, Herón y Arquímedes. —Remer se aclaró la garganta—. La colección de pergaminos y códices fue aumentando, pues todas las naves que llegaban a su puerto tenían que dejar por ley una copia de todos los materiales escritos que llevaban a bordo, como una especie de tasa de peaje. Se cree que había no menos de setecientos cincuenta mil volúmenes, hasta que una serie de guerras, saqueos e incendios destruyeron este enorme tesoro. Pero durante más de setecientos años la Bibliotheca Alexandrina fue el centro del mundo para la literatura y el conocimiento.
—Pero se incendió —señaló Jon.
—Sí, varias veces —respondió Remer, bajando la mirada—. La decadencia de la biblioteca se extendió por varios cientos de años, comenzando con la batalla de Alejandría en el año 48 antes de Cristo, en la que participó el mismo Julio César. Parece que también tuvo algo que ver con Cleopatra. El fuego devastó grandes secciones de la biblioteca e innumerables códices y rollos de pergamino se perdieron. Tras la caída del Imperio romano y durante los siglos siguientes varios saqueos vaciaron totalmente la biblioteca.
—¿Y fue en la biblioteca donde se crearon los poderes?
Remer levantó el dedo índice.
—Fueron descubiertos, no creados. Muy probablemente los poderes han existido siempre, pero sólo con Demetrius fueron investigados.
Jon frunció el ceño. Había escuchado ese nombre recientemente.
—La escuela en la que usted entró por la fuerza lleva su nombre —explicó Remer, como si hubiera advertido la expresión perpleja de Jon—. Fue también el hombre que tuvo la idea de la Bibliotheca Alexandrina original, y además de ser filósofo, estadista y consejero, fue probablemente el primer jefe de bibliotecarios.
Jon recordó la reunión con los transmisores en la biblioteca Osterbro, cuando la bibliotecaria, con cierta envidia, había mencionado la influencia que habían tenido los bibliotecarios en la Antigüedad.
—Afortunadamente Demetrius era también un hombre cauteloso —continuó Remer—. Pronto se dio cuenta de lo que había encontrado y mantuvo en secreto el conocimiento de los poderes. Así fue como fundó nuestra organización. En esa época era una sociedad secreta para aquellos que habían sido especialmente iniciados, es decir, aquellos que poseían poderes y ocupaban posiciones de influencia. En esa época, v durante muchos siglos después, en Alejandría proliferaron las sectas religiosas y filosóficas que eran más o menos secretas. La mayoría de los estudiosos eran miembros de una o más sociedades (seguramente estaba de moda entonces), de modo que probablemente a Demetrius no le resultó difícil reclutar a las personas adecuadas.
—¿A esto llama usted «reclutar»? —preguntó Jon, tirando de las correas que lo mantenían sujeto.
—Fue necesario para poder conseguir toda su atención —explicó—. Demetrius no tuvo que apelar a tan drásticas medidas. Era un hombre respetado, y estoy seguro de que todos aquellos a quienes invitó a asociarse se sintieron honrados, y sobre todo, fueron leales. —El rostro de Remer adoptó una expresión desilusionada—. Y usted debería sentirse así, Campelli. No hay muchas personas dignas de unirse a nuestra organización. —Jon estaba a punto de protestar cuando Remer levantó la voz para impedírselo—: Pero estoy convencido de que usted terminará por ver las cosas como las vemos nosotros. Sólo hay que esperar.