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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Libros de Luca (21 page)

BOOK: Libros de Luca
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Jon se encogió de hombros.

—Kortmann tampoco está convencido. Quiere que nos reunamos con él en el apartamento donde sucedió. Pienso que lo mejor será acercarnos por allí ahora.

Katherina cerró la librería y se dirigieron hasta el distrito Sydhavn en el coche de Jon. La oscuridad empezaba a vislumbrarse venciendo al día; en el tiempo que tardaron en llegar al lugar, el cielo fue cambiando de un profundo azul al rojo.

El apartamento de Lee quedaba en un complejo con vistas a una estación de tren de cercanías y otros edificios de apartamentos grises. Katherina tembló al salir del vehículo, más Por el ambiente que los rodeaba que a causa del frío. El aparcamiento que había delante del edificio estaba medio lleno, pero un coche destacaba por encima de los demás. Entre los Polo, los Fiat y una larga fila de utilitarios japoneses, había un gran Mercedes negro. En la oscuridad parecía vacío, pero a medida que se acercaron pudieron distinguir una luz encendida en el asiento trasero. Con el resplandor lograron apreciar el perfil de alguien en el asiento del conductor y un pasajero en la parte de atrás.

Al alcanzar el Mercedes, reconocieron a Kortmann. Él les indicó que se acercaran señalando la puerta trasera. El interior del vehículo había sido notablemente modificado con un criterio personal. La mitad del asiento posterior faltaba, y el suelo había sido rebajado de modo que Kortmann pudiera salir fácilmente del coche haciendo rodar su silla. De frente, el asiento del acompañante había sido girado en sentido contrario al de la marcha. Jon se colocó allí, mientras que Katherina se acomodó junto a Kortmann.

Como si obedeciese a una orden invisible, el conductor salió del vehículo en cuanto Katherina cerró la puerta. Kortmann se aseguró de que el conductor se hubiese alejado lo suficiente antes de comenzar a hablar.

—Lee fue encontrado esta mañana por uno de sus colegas. Trabajaban juntos en Allerflad, al norte de Copenhague, y viajaban diariamente hasta allí en el coche de Lee. El amigo pasaba a buscarlo a su apartamento porque Lee solía quedarse dormido. A menudo permanecía despierto toda la noche, trabajando. Por eso su compañero tenía su propia llave, y fue así como encontró a Lee, no dormido, sino muerto. —Kortmann suspiró—. La policía ha encontrado varias ampollas vacías de insulina sobre la mesilla de noche. Al parecer, Lee era diabético. Además, también descubrieron una carta que, según el amigo, tenía la firma de Lee.

—Entonces, ¿se trata de un suicidio? —preguntó Jon.

—Todos los indicios parecen señalar que se inyectó una sobredosis de insulina —afirmó Kortmann—. La policía está convencida y ha cerrado el caso.

—Pero ¿usted no está de acuerdo?

Kortmann lanzó una mirada fugaz a Katherina. Por una vez no había ningún atisbo de sospecha en sus ojos; parecía esforzarse en descifrar su reacción ante la noticia.

—Me gustaría estar seguro —dijo él—. Ahora mismo este tipo de coincidencias me resultan sumamente sospechosas, y creo que no deberíamos excluir ninguna posibilidad. En parte para no pasar nada por alto, pero también para no permitir que el pánico nos atenace. Las dos cosas podrían destruirnos.

—Pero si la policía no ha encontrado nada… —comenzó a decir Jon.

—La policía encontró lo que estaban buscando —lo interrumpió Kortmann—. Buscaban un suicidio y eso es lo que encontraron. Después de todo, encajaba perfectamente en el perfil: tipo solitario, joven, sin novia, familia ni vida social. Incluso su colega confirmó que Lee a veces padecía algunos arrebatos paranoicos.

—Entonces, ¿qué es lo que debemos buscar? —volvió a preguntar Jon.

—Dos cosas —respondió Kortmann—. Primero, cualquier signo que nos permita averiguar que esto no fue un suicidio. Y luego, tenemos que saber lo que Lee haya podido encontrar en internet, suponiendo que haya encontrado algo.

—¿Debemos asaltar la casa del muerto o usted tiene una llave? —preguntó Katherina sin ocultar el sarcasmo.

—En realidad tengo una llave, ahora que lo mencionas —respondió Kortmann con calma, cogiendo un sobre de su bolsillo interior—. No me preguntéis dónde la he conseguido. —Le dio el sobre a Jon—. Os llamaré cuando estéis dentro.

Jon y Katherina descendieron del coche y se acercaron al chófer de camino hacia la puerta. Él les hizo una señal de reconocimiento, mientras se frotaba los brazos para entrar en calor y se dirigía al vehículo.

El apartamento estaba en el tercer piso, y una puertita a la entrada daba a un pasillo por el cual se accedía a otros nueve apartamentos. Al pasar por delante de las sucesivas puertas, que parecían una hilera de celdas, pudieron escuchar el rumor de los televisores encendidos, niños que gritaban o lloraban o simplemente gritos provocados por pequeños escándalos y peleas. La única forma de lectura que Katherina pudo percibir fueron los subtítulos daneses de telefilmes o comedias norteamericanas, y como siempre sucedía con ese tipo de textos, las imágenes que evocaban eran vagas y difusas.

Ante la puerta del apartamento de Lee, Jon extrajo la llave del sobre y abrió la puerta. Esperaron hasta que estuviese cerrada para encender la luz. Una lámpara en papel de arroz que colgaba del techo reveló un pequeño vestíbulo de entrada, con una cocina angosta a un lado y un baño pequeño al otro. En línea recta se hallaba la única habitación del apartamento, un espacio de unos treinta metros cuadrados, con ventanas correderas que se extendían a lo largo de toda la pared.

Aunque aún podían oír un televisor de uno de los pisos vecinos, Katherina tenía la sensación de que habían entrado en un espacio vacío. Hacía menos de veinticuatro horas que Lee había muerto allí, pero el apartamento parecía abandonado y desprovisto de personalidad.

Jon encendió el resto de las luces, y luego recorrieron silenciosamente el apartamento, como si no quisiesen molestar a nadie ni hacer ruidos innecesarios. La cocina mostraba con toda claridad que se encontraban en la casa de un soltero. Platos sucios y envases de comida rápida cubrían la mayor parte de la mesa; gran parte del piso estaba ocupado por bolsas de plástico que rebosaban de botellas vacías. El baño no había sido limpiado desde hacía meses, y Katherina tardó poco en comprobar que el pequeño armarito detrás del espejo no contenía nada más que los utensilios de afeitar, un cepillo de dientes y otros artículos de aseo.

La habitación principal era, obviamente, donde Lee pasaba todo su tiempo. Dos paredes estaban cubiertas por estantes llenos de libros. Contra la tercera pared se apoyaban un armario y una cama, o mejor dicho, más bien el armazón de la cama, ya que el colchón había sido quitado. Delante de las ventanas había una amplia mesa, sobre la cual aparecían dos monitores de ordenador negros y una impresora. El alféizar de la ventana desbordaba de montones de libros y papeles que amenazaban con desmoronarse si alguien se acercaba demasiado.

Katherina se quedó un momento en el vano de la entrada mirando la cama vacía antes de dar un paso al interior. No estaba segura de que fueran bienvenidos allí, incluso aunque Lee estuviese vivo; una barrera invisible parecía haberla detenido en la puerta. Al fin, fueron las estanterías las que deshicieron el embrujo del umbral y la acercaron hacia las filas de libros. En contraste con el desorden que reinaba en el resto de la casa, los libros habían sido meticulosamente ordenados, y todos se veían en muy buen estado.

—¿Qué leía? —le preguntó a Jon que estaba agachado debajo de la mesa del ordenador.

Presionó un botón que había allí y los monitores cobraron vida parpadeando. Entonces se levantó y la condujo delante de los estantes. Ella lo miró mientras exploraba los títulos.

—Mucha ciencia ficción y fantasía —dijo tras echar una ojeada a un par de estanterías—. Pero también algunos clásicos. —Cogió un volumen encuadernado en piel y se lo dio—. Joyce.

Katherina lo retuvo entre las manos, abriéndolo en varios sitios al azar. Al final del libro encontró una pequeña tarjeta de visita de Libri di Luca.

A un par de pasos, Jon le indicó otros ocho o nueve volúmenes.

—Kierkegaard, nada menos.

Siguió explorando las pilas de libros que reposaban sobre el alféizar y los que se amontonaban sobre la mesilla.

—Supongo que se podría decir que estaba interesado en una gran variedad de temas —dijo Katherina, volviendo a colocar el Ulises sobre el anaquel.

Jon asintió y volvió al ordenador, que para entonces ya se había puesto en marcha. Se sentó y colocó la mano sobre el ratón. Katherina se detuvo a su espalda y lo miró cómo pulsaba excitado sobre varias ventanas y menús.

—¿Qué haces? —le preguntó al cabo de un par de minutos.

—Para ser absolutamente honesto, ni idea —admitió Jon con una sonrisa—. Los ordenadores realmente no son lo mío.

Katherina también se rió. Sentado allí, hurgando en un equipo desconocido, perfectamente consciente de que se encontraba fuera de su elemento, le inspiró algo de simpatía. Ya no era el superabogado, sino un ser humano con sus propias limitaciones, que él admitía de buen grado.

En aquel momento, sonó su teléfono móvil. Lo cogió y examinó el número.

—Es Kortmann —dijo, y le pasó el aparato a Katherina—. ¿Podrías hablar con él mientras sigo luchando con esta cosa?

Katherina cogió el móvil.

—¿Sí?

—¿Estáis dentro? —oyó que Kortmann preguntaba.

—Sí, sí —dijo Katherina—. En estos momentos Jon está examinando el ordenador.

—¿Habéis notado algo más?

—¿En el apartamento? No, no realmente.

—¿Qué leía?

—Muchas cosas diferentes, un poco de todo —contestó Katherina—. Hay un par de volúmenes de Kafka sobre la mesilla de noche, debe de haber sido la última cosa que leyó.

—¿Kafka? —repitió Kortmann. Siguieron unos segundos de silencio—. Bueno, seguid trabajando en el ordenador. Debo marcharme.

—Bien —dijo Katherina, pero para entonces Kortmann ya había colgado.

—Arghh —exclamó Jon, frustrado—. No puedo sacar nada de aquí.

—¿Y no podemos coger el ordenador y llevarlo con nosotros? —preguntó Katherina—. Tal vez alguien pueda ayudarnos.

Jon estalló en una carcajada.

—Desde luego. ¿Cómo no lo he pensado antes?

Volvió a coger el móvil y marcó un número.

—Soy Jon… Sí, sí, excelente… Sí, el caso viene…

Hizo un gesto de asentimiento impaciente, mientras el otro seguía hablando.

—Oye, Muhammed, necesito un favor.

Capítulo
14

Finalmente, no resultó necesario trasladar el ordenador. Por teléfono, Muhammed dirigió a Jon por varios menús y programas, que debían conducirle hasta la dirección IP del ordenador y desactivar los sistemas de seguridad, de tal modo que pudiera tener acceso al ordenador de Lee desde fuera. No transcurrieron ni cinco minutos cuando Jon por fin pudo reclinarse en su silla giratoria y ver como el aparato cambiaba de mando. Sobre la pantalla, el cursor se lanzó entre los programas como una abeja en un campo de tréboles, abriendo y cerrando ventanas.

—Bien, estoy dentro —dijo Muhammed—. ¿Qué buscamos exactamente?

—Ante todo, saber cuáles fueron los últimos sitios visitados —explicó Jon—. Y luego, conocer sobre qué estaba trabajando, en general.

—No hay problema —dijo Muhammed—. ¿Cuánto tiempo tengo?

—El que necesites. El propietario no va a volver, por el momento.

—¿Está preso?

—No, muerto.

Muhammed no dijo nada durante un par de segundos, y la actividad en el monitor se detuvo bruscamente.

—¿Era un cliente tuyo? —preguntó.

En la pantalla, el cursor reinició su danza.

—No —respondió Jon, haciendo una pausa antes de continuar—. Esto no tiene nada que ver con mi trabajo. Por eso tengo que pedirte que mantengas la boca cerrada con respecto a lo que encuentres.

Al otro lado volvió el silencio.

—Espero que sepas lo que estás haciendo, picapleitos.

—Tranquilo… Ya me conoces.

Jon miró a Katherina, que había liberado un sitio para sentarse sobre el alféizar, lejos de la cama, mientras miraba fijamente al vacío con una expresión distante en sus ojos verdes. Su rostro estaba pálido, y se abrazaba el cuerpo, intentando protegerse del frío. De pronto pareció muy frágil.

—Oye, Muhammed, ¿puedes también cerrar el ordenador a distancia? —preguntó Jon.

Muhammed respondió con un murmullo que Jon interpretó como afirmativo. Como música de fondo, podía oír los dedos sobre el teclado a una velocidad impresionante, y sobre la pantalla frente a sus ojos se sucedían líneas de órdenes ilegibles, seguidas de un número de respuestas igualmente incomprensibles.

—Entonces ciérralo en cuanto termines. No podemos permanecer más tiempo aquí —dijo Jon, levantándose—. Me pondré en contacto contigo más tarde para saber qué has averiguado.

—Vale, pero pásate por casa en vez de telefonear. Cuestión de seguridad.

—Trato hecho. Hasta luego, Muhammed.

—Nos vemos.

Jon colgó y guardó el móvil en el bolsillo interno.

—¿Estás bien?

Katherina asintió con la cabeza, antes de encontrar su mirada.

—Sí, muy bien… Sólo que resulta muy extraño pensar en lo que realmente pasó aquí hace tan poco tiempo.

Jon estuvo de acuerdo y echó un vistazo a la cama. Le resultaba difícil imaginar que ellos pudieran encontrar algo que la policía hubiese pasado por alto. Con excepción de la hilera de libros, no había nada que llamase la atención sobre la mesilla, y tampoco había signo alguno de lucha. Tenía la sensación de que la razón principal por la cual Kortmann les había enviado allí era averiguar qué había en el ordenador, y no tanto descubrir cuál fue el motivo por el que Lee encontró su triste destino.

—Bueno, vámonos.

Siguiendo las indicaciones de Katherina, Jon condujo hasta Sankt Hans Torv, donde encontró un sitio para aparcar en una calle lateral. Faltaba todavía más de una hora antes de que comenzara la reunión con los receptores, y ya que ninguno de ellos había comido, fueron a un restaurante italiano que se encontraba en la plaza.

El rostro de Katherina volvió a adquirir color, en parte gracias a las tentativas de Jon por distraer sus pensamientos del apartamento de Sydhavn. Probó a hablar de otras cosas, como su trabajo, la cocina italiana y viajes al extranjero. Les dieron una mesa en el fondo del local, en donde podrían conversar tranquilos, aunque durante la mayor parte de la comida se limitaron a hablar de generalidades. No obstante, se les hizo cada vez más difícil evitar mencionar a Luca, la librería o la Sociedad, y las torpes pausas comenzaron a ser cada vez más largas.

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