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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Libros de Luca (40 page)

BOOK: Libros de Luca
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—Te lo aseguro, era él.

—Maldición.

—Jon está de camino —informó Katherina, pero estaba claro que su compañero ya no escuchaba.

Permanecía sentado mirando hacia delante, con los ojos fijos en el Polo blanco y murmurando furioso entre dientes.

—Todos estos años —musitó.

Katherina miró la parte del edificio que no estaba oculta detrás del seto de dos metros de altura que rodeaba el lugar. Era una estructura de dos plantas hecha de ladrillo rojo con tejado de pizarra. Un poco antes, cuando llegaron, habían pasado lentamente para que Henning pudiera leer el cartel en el portón de hierro que se abría hacia la propiedad. Decía Escuela Demetrius, pero ninguno de los dos supo lo que eso significaba.

Había empezado a soplar un fuerte viento y el cielo era tan gris como el tejado de pizarra de la escuela, lo que casi desdibujaba el límite entre ambos haciéndolo invisible. Casi daba la impresión de que el techo había sido retirado, como en una casa de muñecas. Katherina deseó haber podido mirar desde arriba hacia el interior de las habitaciones para descubrir los secretos que esas paredes encubrían.

El ruido del motor que se ponía en marcha sacó a Katherina de sus ensoñaciones.

—¿Qué haces? —preguntó a Henning, que con una sacudida encendió el motor del vehículo y salió del aparcamiento.

—Tengo que hablar con él —exclamó—. Que me condenen si cree que puede hacernos pasar por tontos.

—¿Estás loco?

Pero las protestas de Katherina fueron ahogadas por las maldiciones de Henning.

—Aprovechemos la oportunidad. Su guardaespaldas está aquí, lo que quiere decir que Kortmann debe de estar solo en su casa. ¿Qué va a hacer? ¿Perseguirnos con su silla de ruedas?

—¿No deberíamos esperar a Jon? —preguntó Katherina.

—No es a él a quien Kortmann ha estado engañando durante los últimos veinte años.

Katherina podía darse cuenta por la expresión de Henning de que no iba a poder convencerlo. Conducía a toda velocidad y cambiaba de marchas con ferocidad, como si fuera al coche al que quisiera castigar.

—Déjame decirle adonde vamos, por lo menos —pidió ella, sacando el móvil de la guantera.

Henning se limitó a gruñir como respuesta.

Katherina no podía empezar a discutir de ciertas cosas con Jon mientras Henning estuviera escuchando. Antes de cortar la comunicación, el abogado dijo que se encontraría con ellos en la mansión de Kortmann tan pronto como pudiera. Entretanto, ella tenía que tratar de convencer a Henning de que esperara.

—¿Qué piensas hacer cuando lleguemos allí? —preguntó Katherina después de haber estado durante varios minutos sin hablar.

—Quiero que me diga la verdad.

—¿Y si se niega?

Henning le dirigió una mirada rápida y ella creyó ver una sombra de duda en sus ojos.

—No se negará —replicó con firmeza—. Además, podré saber la verdad sólo con mirarlo. Lo conozco de toda la vida.

—Pero te ha estado mintiendo todo este tiempo —objetó Katherina—. ¿Qué le va a impedir seguir haciéndolo?

Henning no respondió, pero su expresión ya no era tan feroz, y había empezado a conducir más despacio.

Cuando entraron en la calle donde estaba la residencia de Kortmann y se dirigieron a ella, empezó a llover. Al principio, pesadas gotas martillearon sobre el techo y el parabrisas del coche con un ritmo lento e intermitente. Pero muy pronto la lluvia empezó a caer con tal intensidad que sonaba como si se tratara de interferencias de radio. El limpiaparabrisas ya no era capaz de eliminar tal cantidad de agua y Henning tuvo que aminorar la velocidad e inclinarse hacia delante para poder ver por dónde iba. En cuestión de segundos la temperatura dentro del vehículo descendió varios grados. Katherina temblaba.

—¡El portón! —gritó Henning—. Está abierto.

Katherina trató de vislumbrar algo a través de la cortina de agua que cubría el parabrisas. Henning tenía razón. El enorme portón de hierro forjado de la mansión de Kortmann estaba abierto lo suficiente como para que pasara un coche. Intercambiaron miradas. Henning parecía preocupado.

—Nunca he visto nada parecido —dijo, cruzando la entrada.

El aparcamiento delante de la casa estaba vacío. Henning se aproximó todo lo posible a la entrada principal. Después de apagar el motor, permanecieron sentados sin bajar durante unos instantes, escuchando la lluvia.

—No parece que vaya a parar pronto —calculó Henning, agarrando la manilla para abrir—. ¿Vienes?

Katherina asintió. Ambos saltaron fuera y corrieron hasta la puerta de roble. Una pequeña cornisa sobre la entrada les ofreció algo de protección, pero después de correr unos cuantos metros desde el vehículo estaban totalmente empapados. Henning tocó el timbre, y pudieron escuchar el ruido sordo de la campanilla que sonaba en el interior. Esperaron medio minuto y Henning tocó el timbre otra vez, esta vez apretándolo un poco más. Katherina esperaba que Kortmann no estuviera en casa después de todo, para poder evitar aquella confrontación improvisada y desaparecer sin que nadie supiera que habían estado allí.

—Probablemente está en el piso de arriba —conjeturó Henning, apretando el timbre durante otros diez segundos—. Es mejor que no crea que nos vamos a marchar por las buenas.

La respuesta siguió sin llegar desde el interior de la casa y Henning empezó a golpear con el puño la puerta principal.

—Tal vez no esté en casa —sugirió Katherina—. Puede que su chófer lo haya llevado a algún sitio antes de ir a reunirse con Remer.

Henning sacudió la cabeza.

—Está ahí —insistió—. Puedo sentirlo. Vamos, cogeremos el ascensor.

Salió corriendo en medio de la lluvia y Katherina, de mala gana, lo siguió. Juntos rodearon la casa hasta la torre del ascensor. Ya desde cierta distancia podían oír cómo la lluvia repiqueteaba incesante sobre la enorme estructura de metal. Cuando llegaron a la puerta de la torre, estaban empapados. Henning abrió con rapidez y entraron para protegerse del aguacero.

—¡Qué tiempo más horrible! —exclamó, sacudiendo la cabeza como un perro quitándose el agua del pelaje.

El suelo se humedeció con el agua que chorreaba de sus ropas.

Dentro de la torre el ruido de la lluvia era todavía más ensordecedor, un martilleo sin interrupción que golpeaba la estructura metálica imponiéndose a todo lo demás. Katherina esperaba escuchar en cualquier momento la voz de Kortmann por el altavoz de la puerta, pero éste permaneció mudo. Henning encontró el botón para poner en marcha el ascensor. Los enormes engranajes a ambos lados empezaron a moverse y muy lentamente la plataforma comenzó a subir.

—¿Qué es eso?

Henning estaba mirando el suelo, de modo que Katherina hizo lo mismo. En un primer momento, no supo de qué estaba hablando, pero luego ella percibió una sombra en el suelo que no podía provenir de ninguno de ellos. La fuente de luz estaba en el techo y ambos levantaron la vista hacia ella, a siete u ocho metros más arriba.

Una silueta informe sobre ellos producía la sombra, pero no podían distinguir de qué se trataba. El ascensor continuó el ascenso y lentamente se fueron acercando. Algo colgaba del techo del hueco del ascensor y Katherina se acercó al borde mismo de la plataforma para poder ver mejor.

—Oh, no —susurró cuando reconoció qué era.

El cuerpo sin vida de Kortmann colgaba del techo como un trozo de carne envuelto en un traje caro.

—Oh, Dios mío —exclamó Henning, cuando se acercó al borde.

El cuerpo se acercaba inevitablemente aunque Henning apretaba desesperadamente todos los botones que podía encontrar. Las delgadas piernas de Kortmann se deslizaron lentamente por un lado, seguidas por su torso, que parecía estar retorcido en un ángulo extraño. Su cara estaba girada hacia Katherina v ella tuvo que apartar la mirada cuando llegaron a la altura de los ojos. Los ojos de Kortmann estaban bien abiertos y su boca estaba deformada en una rígida expresión de terror.

Cuando los pies del cadáver golpearon el suelo, su cuerpo empezó a inclinarse hacia Katherina. Ella lo empujó desesperadamente. El muerto no pesaba casi nada, pero estaba completamente rígido y cayó hacia Henning, que permanecía en el otro lado. Saltó para evitarlo como si el cuerpo tuviera alguna enfermedad. Lentamente, el cadáver se detuvo en el suelo del ascensor, congelado en una extraña posición, como una víctima del Vesubio. Mientras seguían subiendo, la cuerda de la que Kortmann había estado colgado se enrolló sobre el cuerpo como un largo espagueti.

Con una sacudida, el ascensor se detuvo.

Casi simultáneamente dejó de llover, de una forma tan repentina como había empezado, y se produjo un silencio absoluto dentro de la torre. Katherina y Henning se miraron uno al otro. La cara de Henning ya no irradiaba enfado; en cambio, sus ojos estaban llenos de terror. Y Katherina sabía que su Propia expresión no era diferente. Su corazón latía con fuerza У sentía náuseas, lo que le hizo respirar hondo.

—Creo que podemos descartar el suicidio esta vez —señaló Henning, tratando de mantener un tono de calma. Hizo un gesto con la cabeza hacia el techo—. Él no habría podido atar esa cuerda por sí mismo.

Katherina siguió su mirada hacia las barras de hierro por encima de sus cabezas donde habían atado la soga. Había más de dos metros y medio hasta el techo. Recorrió con la vista la cuerda hacia abajo hasta el cuerpo tirado en el suelo, obligándose a mirarlo, aunque lo único que ella deseaba era cerrar los ojos o salir corriendo. Alrededor del cuello del débil cuerpo había un nudo corredizo. Vio que tenía las manos atadas a la espalda. Henning se arrodilló junto al cadáver y examinó las manos moviendo la cabeza. De manera vacilante estiró dos dedos para tocar la garganta de Kortmann, justo debajo de la mandíbula. Retiró la mano como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

—Está helado —informó Henning, limpiando los dedos en sus pantalones, como si hubiera tocado algo contagioso.

Se puso de pie, pasó sobre el cadáver y abrió la puerta para dirigirse a la casa. Allí se encontraba volcada la silla de ruedas de Kortmann con la manta de cuadros a unos metros de distancia. La puerta al final del pasadizo estaba abierta y en la casa había una luz encendida.

Se miraron.

—¿No crees que deberíamos marcharnos de aquí? —dijo Katherina.

—Echemos una rápida ojeada —replicó Henning, y salió por el pasadizo.

Katherina lo siguió. Le dio la sensación de que sus pasos hacían demasiado ruido sobre el suelo de metal y trató de continuar caminando de puntillas. Henning no pareció prestar atención al ruido y se encaminó a toda prisa hacia la puerta que daba a la casa.

Entraron en un pasillo con cuadros sobre las paredes y una gruesa alfombra en el suelo, la cual, para gran alivio de Katherina, amortiguaba el sonido de sus pasos. Henning continuó hasta otra puerta abierta al final del pasillo. Conducía a la biblioteca, que Jon le había descrito a Katherina, pero ella todavía estaba sorprendida por los elegantes muebles y la atmósfera serena. Se había limitado a considerar a Kortmann como un hombre sospechoso y ávido de poder, olvidando completamente que compartían la pasión por los libros.

Las paredes estaban tapizadas con estanterías llenas de volúmenes encuadernados en cuero perfectamente conservado. La lámpara de cristal que colgaba del techo derramaba una suave luminosidad sobre las áreas de lectura en el centro de la habitación, mientras que la luz indirecta sobre los anaqueles parecía elevar el techo, dándole al lugar el aspecto de un museo.

Estaban a no más de veinte metros de distancia del cuerpo de Kortmann, pero apenas entraron en aquella habitación tuvieron la sensación de acceder a un mundo completamente diferente, un mundo de orden y refinamiento. El malestar que Katherina había sentido incluso antes de encontrar el cuerpo de Kortmann había desaparecido, y en ese momento deseaba poder quedarse en aquel sitio. Se dirigió a la estantería más cercana y puso la palma de su mano sobre los lomos de varios libros. Los notó cálidos al tacto.

—¿Impresionante, verdad? —comentó Henning, dejando escapar un suspiro—. ¿Qué va a ocurrir ahora con todos estos libros?

Había una gran tristeza en su voz, como si estuviera hablando de niños pequeños que hubieran sido abandonados. Se hundió en uno de los sillones de cuero y miró las estanterías que lo rodeaban. Parpadeaba con rapidez, como si estuviera tomando codiciosamente fotografías de un fenómeno que pronto iba a desaparecer.

Con las puntas de los dedos rozando ligeramente los libros en los estantes, Katherina caminaba junto a una pared. No había duda alguna de que se trataba de volúmenes valiosos, y muchos de ellos estaban tan cargados que sentía un hormigueo en los dedos cuando pasaban sobre los lomos. Henning tenía razón…, sería una gran pérdida si esos libros fueran esparcidos a los vientos, pero ¿qué podían hacer para impedirlo?

—Ojalá pudiéramos llevarlos con nosotros —dijo Henning, como si le hubiera leído el pensamiento.

Katherina asintió.

—Tenemos que irnos —dijo, apartándose con un esfuerzo.

Henning se levantó de mala gana del sillón y echó una última mirada alrededor antes de regresar a la torre.

En el ascensor se encontraron otra vez con el cuerpo de Kortmann, helado en medio de la plataforma.

—Así que era un hombre de fiar, después de todo —sentenció Henning con pesar en su voz.

—Eso parece —respondió Katherina.

Se sentía avergonzada por haberse dejado arrastrar a condenar a Kortmann sin ninguna prueba palpable, pero se consoló recordando que él tampoco se había mostrado particularmente cooperador.

—No podemos dejarlo de esta manera —dijo Henning con firmeza.

—Si lo movemos, nos convertiremos en sospechosos —señaló Katherina.

—Ya es un caso de homicidio —aseguró Henning—. Si la policía nos relaciona con el caso, tendremos un problema para explicar las cosas de todos modos. Lo llevaré a su biblioteca. Ése es el lugar que le corresponde.

Se puso de puntillas y estiró los brazos hasta el techo, donde le costó alcanzar los nudos de la cuerda.

Después de desatar a Kortmann, lo levantó y llevó su cuerpo a la casa. Katherina permaneció donde estaba. Tenía la sensación de que estaban cometiendo un grave error, pero al mismo tiempo podía comprender por qué Henning se negaba a aceptar que su mentor durante todos esos años se quedara allí, abandonado en el hueco frío del ascensor. Cuando Henning regresó, no dijo una palabra y se limitó a usar su manga para limpiar cuidadosamente los botones del ascensor.

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