El Pálido sonrió y Ana pareció responder a su sonrisa con una mueca indefinible que aceleró su respiración.
—Siéntate.
Ana se sentó en una butaca roja que se hallaba junto a la cama. El Pálido pensó que se movía como una autómata.
La que parecía pura voluntad era ahora una muñeca dócil y algo estúpida.
En la atmósfera de la habitación, idéntica a la de los hoteles de antes de la guerra, sin bien más deteriorada, la presencia de Ana le permitía soñar. Era justo la figura que hacía falta para que la noche empezase a parecerle soportable.
Volvió a apurar la copa, se sentó frente a ella y con excitación creciente fue notando cómo el rostro de Patricia se iba apoderando del de Ana, hasta poseerlo enteramente. Y no dejaba de ser asombroso ver a Patricia convertida en una mujer de la noche que se había encontrado con un policía en Chicote y se había ido a un hotel con él, la muy…
Se acercó más y empezó a besar sus cabellos. Ella parecía consentir y se atrevió a acariciar sus piernas. Estaba a punto de llegar a sus bragas cuando Ana elevó con violencia la rodilla derecha y la estrelló contra su entrepierna.
El ayudante oyó un grito y llamó a la puerta. El Pálido le dijo que no se preocupara mientras miraba a Ana con odio.
Iba a acosarla de nuevo cuando empezó a sonar el teléfono. Era Roux, que le necesitaba para un asunto urgente y quería saber por qué había sacado de la comisaría a una de las detenidas.
Dos días después, Roux se hallaba muy de mañana a la puerta de la comisaría, donde tres policías estaban conduciendo a Ana hacia el furgón que habría de llevarla a la cárcel.
Roux se fijó en sus piernas intactas y de muy elegante caligrafía, y pensó que era un animal dominante, lleno de belleza y de tensión interior, y a él no le gustaba matar a animales que, por lo que fuera, le parecían nacidos para mandar; a ésos en todo caso prefería torturarlos y someterlos a una rehabilitación. Según Roux, toda civilización los necesitaba.
Además, Ana le recordaba a una prima muerta de la que había estado medio enamorado.
El motor del furgón se puso en marcha. Ana giró la cabeza y sus ojos se toparon con los de Roux. Si las miradas matasen, pensó él, yo sé quién estaría ahora mismo muerto. La muy estúpida no sabe que le paré las manos al Pálido porque me parece una jaca muy afortunada, y seguro que tampoco lo sabe Avelina, pensó Roux encendiendo un cigarrillo.
Con voluntad, Roux dirigió la mirada a Ana y, antes de que el furgón se pusiese en marcha, le quiso decir con los ojos:
«Te juro que te has salvado porque me pareces fuerte, pero no cantes victoria y oculta tu arrogancia. Te vas con la cabellera intacta porque yo respeto un poco la raza y protejo los buenos frutos de la tierra. Podías haberte encontrado con comisarios más duros que el Pálido y con peor gusto que yo, y ahora los mirarías con menos fiereza. Que lo pases bien en prisión, pantera».
Desde la ventana enrejada del furgón Ana volvía a ver las calles, tras quince días de reclusión en comisaría. No podía olvidarse de Roux, de su capa azul y sus dientes amarillos y sus ojos vidriosos y su olor a brandy y su voz, a ratos aflautada. Pero sobre todo no podía olvidarse del Pálido… Aunque lo peor había sido la noche en el hotel. Aún sentía extrañeza al recordar el momento en que le vino una ráfaga de conciencia y se vio sentada en aquella butaca de una habitación lujosa. Había elevado la pierna casi sin querer, y luego había vuelto a desmayarse, para despertarse al día siguiente en la celda de la comisaría.
Ya en el último tramo de la calle Alcalá, Ana pudo ver fugazmente la plaza de toros antes de que el vehículo girase hacia la derecha y se internase en una calle estrecha en la que se veían un descampado, una arboleda, varias casas y la cárcel. A la derecha, separado de la cárcel por un jardín abandonado y un muro gris, se hallaba el manicomio. Sus ventanas parecían más carcelarias que las de la prisión, y de la puerta principal surgía una procesión de locos dispuestos a iniciar su paseo matinal.
Ana se apartó ligeramente de la ventanilla del furgón y, al darse la vuelta, vio que uno de los guardias la estaba mirando fijamente.
Entonces cayó en la cuenta de que llevaba las piernas demasiado abiertas y las juntó de inmediato, mientras recordaba algo que le había dicho Virtudes al respecto. Con toda seguridad, el guardia había estado apuntando a sus bragas mientras ella bebía las calles con la mirada.
Ana bajó del furgón seguida de dos muchachas y se detuvo ante la cárcel. En cuanto la puerta se abrió, llegó a ellas el olor a hacinamiento.
Ya en el interior del portalón, dos funcionarias de la orden de las teresianas les quitaron las esposas y les ordenaran que se colocaran contra la pared.
María Anselma, la religiosa que presidía la ceremonia, observó inexpresivamente sus cuerpos mientras las dos funcionarias llevaban a cabo el cacheo. Le parecían mujeres a un tiempo frágiles y fuertes, y dos de ellas traían marcas en la espalda y en el vientre. María Anselma pensó que semejaban las tres desgracias, pero enseguida la imagen se le antojó demasiado pagana y pensó que parecían mártires, si bien de una religión equivocada.
Llegaron más mujeres y con ellas una muchacha que no podía tenerse en pie y que venía sentada en una silla.
La teresiana miró con cierta inquietud a la muchacha de la silla. Podía dar la impresión de que se estaba apiadando de ella, pero su mirada se endureció enseguida e hizo un gesto para indicar a las dos funcionarias que nadie podía entrar sentado en la cárcel y que la muchacha debía ser despojada de su silla.
Las funcionarias asintieron y con un solo movimiento frío y preciso dejaron a la chica de pie, inmóvil como una estatua, a más de un metro de la silla. La limpieza con que llevaron a cabo la operación evidenciaba que la habían repetido muchas veces.
Ana y otra mujer se ofrecieron para ayudar a la chica, que se apoyó en ellas cuando ya estaba a punto de perder el equilibrio.
Las funcionarias abrieron las puertas que conducían a las galerías y las asaltó un estruendo de humanidad agitada que tenía poco que ver con el silencio de las calles. Los ruidos llegaban en aludes intermitentes, confundidos con los olores a sudor, a orín y a tristeza.
Fue entonces cuando apareció ante ellas una mujer con una capa azul. Como supieron más tarde, se llamaba Zulema Fernán y había pedido ella misma trabajar en la cárcel.
Zulema miró a las recién llegadas primero con ojo clínico y después con suficiencia, y las fue conduciendo hasta el juez por pasillos en los que ya no cabían más cuerpos.
—¿Cómo te llamas? —le dijo Ana a la muchacha que casi no podía andar.
—Elena.
—¿Eres de las juventudes?
—No, pero tengo amigas que colaboraban con Socorro Rojo.
—¿Y por eso te han traído?
—Sí.
—¿Estás ciega?
—Casi. ¿Viene Luisa con nosotras? —preguntó Elena.
Luisa, que iba tras ellas y que parecía muda, tocó su mano y Elena pareció tranquilizarse. Pero enseguida dijo: —¿Dónde estamos?
—En la cárcel —dijo Ana.
Muchas manos las tocaban, que a Elena le parecían las manos de la desolación. ¿Manos que manchaban e impregnaban con el polvo de la muerte? ¿Manos que desprendían ceniza? ¿Cómo iba a ser aquello la cárcel? Aquel túnel que no acababa nunca, y que cuanto más se estrechaba más cuerpos parecía contener, no podía ser la cárcel. ¿Querían volverla loca? —¿Qué te ocurre? —le preguntó Ana.
—No quiero que me toquen. Están muertas.
—Te engañas… —dijo Ana con paciencia—. Están más vivas que nosotras.
—¿Qué quieres decir?
Zulema hizo sonar un silbato para que se dieran más prisa y continuaron avanzando entre ojos oscuros y ojos claros y ojos humillados y ojos sorprendidos y ojos tristes y ojos ausentes y o os sanguinolentos y ojos llorosos y ojos que parecían muertos y que Elena no podía ver. En realidad veía las caras como manchas más o menos claras en un mundo de sombras.
Acababan de detenerse cuando Elena notó que habían llegado a una especie de sala donde olía de otra manera.
Desde una tarima hablaba una silueta negra y bastante onda. Su tono resultaba más bien amenazador y las expulsó enseguida de allí. Una vez más, las recién llegadas se vieron rodeadas de presas que querían abrazarlas.
Elena intentaba soportar la cercanía de aquellas manos temblorosas que tenían la virtud de comunicar una sofocante sensación de intimidad, pero no podía.
Zulema hizo sonar una vez más su silbato y continuaron caminando por el mismo túnel que antes. ¿0 era otro?
—Esto no puede ser la cárcel —insistió. Ya para entonces, Elena había perdido la noción del tiempo, y apenas recordaba lo que había ocurrido en el minuto anterior. Ahora aquel túnel era la eternidad. Había estado siempre en él—. ¿Hemos estado siempre aquí? —gritó.
Las que iban con ella ya no la miraron.
Siguiendo al furgón, Tino y Suso se acercan con sus maletas a la cárcel, donde siempre venden hilos y agujas a las mujeres que van a visitar a las presas.
—¿Escuchas el rumor?
—Sí.
—Da la impresión de que hubiese cien mil mujeres respirando juntas. ¿Nos acercamos al manicomio?
—De acuerdo.
—Juraría que aquel tipo que mira desde la ventana triangular es Damián.
—¿Damián?
—Sí, el hermano del novio de mi hermana, ese que mide uno noventa.
—Ah, sí.
—Trabajó en La aldea maldita, y lo habían contratado para otra película, pero se le fue la cabeza e intentó matar a su padre.
—Pues si es él, tiene una cara muy expresiva.
—Yo también lo creo. Su rostro parece tallado a navaja.
—Y sus ojos brillan como linternas.
—Ahí está otra vez Muma.
—¡No es posible!
Tino se gira y ve al perro, que avanza tras ellos con el ánimo resuelto y con cara de haber pasado una noche relativamente tranquila.
—No me explico de qué vive.
—Yo tampoco.
—He llegado a pensar que su inteligencia es muy superior de lo que imaginamos, y que tiene muy calculado lo que necesita para sobrevivir, y debe de ser muy poco.
Muma se detiene junto a ellos y mira hacia el ventano de Damián.
—Creo que lo conoce —dice Suso.
Enseguida ven a Damián hacer gestos con la mano izquierda. Muma brinca y empieza a ladrar.
Tino y Suso mueven también la mano, y Damián les responde, esbozando una sonrisa, mientras Muma celebra el encuentro acelerando las cabriolas y los ladridos.
Tras una hora de indecisiones, Ana y Elena habían sido conducidas a una amplia sala llena de presas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Elena—. ¿Hemos salido de la cárcel?
—No.
Elena miraba a su alrededor y veía muchas siluetas, algunas la rodeaban formando un círculo.
—Hola, Victoria —oyó decir a Ana.
Elena vio la silueta de una mujer que se abrazaba a la silueta de Ana. Parecía una mujer más bien menuda, de cabellera larga. Junto a ella, acertó a identificar otra silueta, de una mujer mucho más alta que Victoria y algo más alta que Ana.
—Pero, si está también aquí Martina. Dame un beso, pecosa.
Elena no podía distinguir las pecas de Martina, pero se le antojaba una mujer de piel más bien lechosa y de cuerpo desgarbado.
—¿Le gustan las guardianas? —oyó decir a Victoria—. Nos miran como si fuésemos comestibles, y eso que se alimentan mejor que nosotras.
—Estáis dibujando un panorama muy estimulante —oyó decir a Ana, que enseguida preguntó—: ¿Y nosotras por qué estamos en menores y Avelina no?
—Estar en menores es un asunto aleatorio —oyó decir a Martina la pecosa—. Ahora mismo hay unas diez mil presas, y la mayoría son jóvenes… Imagina las dimensiones del departamento si ahora juntasen a todas las menores que debe de haber en la cárcel…
—No consigo orientarme —susurró.
—Es normal al principio —dijo Victoria.
—Oigo sin oír, veo sin ver, juraría que hablo sin hablar —comentó Ana. Sus amigas se echaron a reír.
Elena se hallaba cada vez más desconcertada y no acertaba a entender muy bien lo que decían sus compañeras. La voz silbante de una funcionaría exigiéndoles silencio la ayudó a situarse. De pronto aquella sala era más real, por sus límites, por su densidad, por su olor; pero al mismo tiempo era más fantasmal por su luz, por su atmósfera y por todos los ruidos que llegaban hasta allí. Gemidos, voces, zumbidos que venían de un lugar que parecía estar al mismo tiempo dentro y fuera de su cuerpo.
—Se me va la cabeza… —musitó.
Martina y Victoria se pegaron a ella y le dijeron:
—No te preocupes, Elena. Mañana verás las cosas de otra manera.
—Estoy segura de que no.
Ana miró con piedad a Elena, pero también a Martina y a Victoria. Las dos parecían tan ausentes como Elena, pero sobre todo Martina, que tendía a ocultarse tras sus sueños y sus pecas, y que con su mirada estaba diciendo que su reino no era de este mundo.
En realidad, y por lo que ya había percibido en comisaría, Victoria y Martina padecían la misma enfermedad y ambas dedicaban todo el tiempo que podían a construir sueños de una simpleza peligrosa que jamás les iba a servir como defensa. Pero esa tendencia al extravío adquiría en cada una formas diferentes. Y así, Victoria solía disimular su propensión al delirio abriendo mucho los ojos y haciendo que atendía a su interlocutor, cuando no atendía en absoluto, y Martina, recurriendo a una gran actividad, que a menudo se caracterizaba por no tener demasiado sentido, según le parecía a Ana, que las seguía mirando con la inquietud del que sabe que hay universos tejidos para que ningún sueño pueda servirnos de punto de fuga durante mucho tiempo.
Al atardecer les sirvieron la cena: una sopa incierta y con menos sustancia que las que daba en su casa el licenciado Cabra, y peladuras de patata. Con la llegada de la noche, una mujer menuda y bizca ordenó colocar los tableros contra la pared, y el suelo empezó a llenarse de colchonetas.
Tras un día lleno de sensaciones que le parecían ajenas, Ana no podía dormirse. Le retumbaba la cabeza, le dolían los oídos y se sentía sudada y sucia.
Mientras aguardaba el sueño, recordó la última vez que había visto a su novio. El adiós de los novios que han perdido una guerra es el más desolador. Ambos saben que tardarán en volver a verse y cabe la posibilidad de que no vuelvan a hacerlo. Hay un instante de miedo a todo y a nada, y una profunda sensación de orfandad que se intenta ocultar con juramentos, con promesas desmedidas, con besos a flor de hiel, con deseos de desaparecer en un mismo estremecimiento.