Las trece rosas (4 page)

Read Las trece rosas Online

Authors: Jesús Ferrero

Tags: #Histórico

BOOK: Las trece rosas
2.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

Lola estaba a punto de decir algo cuando un policía abrió la puerta y preguntó: —¿Quién de las tres es Joaquina?

Joaquina se incorporó y desapareció en las sombras del pasillo, escoltada por dos hombres.

No mucho después, Joaquina se hallaba sentada en una silla junto a una mesa de oficina sobre la que reposaba un flexo encendido, un cenicero y un vaso lleno de agua.

Desde un ángulo de la sala, que permanecía en la penumbra, la observaba el hombre pálido, mientras fumaba un cigarrillo. Tras la ventana se veía humo. El hombre miró hacia el jardín y se fijó en un soldado que arrojaba al fuego los libros que habían encontrado en la casa. Luego se apartó de la ventana y regresó a la esquina.

—Habla —dijo.

—¿De qué? —preguntó Joaquina, girándose levemente hacia él.

—De cualquier cosa —añadió el funcionario, casi con dulzura.

Joaquina se quedó muda. El hombre permaneció observándola más de dos minutos hasta que dijo:

Quítate el cinturón.

Joaquina obedeció y dejó el cinturón sobre la mesa. Bajo la luz del flexo, las cabezas de ébano brillaban y parecían haber cobrado vida.

—¿Cuántas cabezas tiene? —preguntó el hombre.

Joaquina no necesitó contarlas.

—Veintiocho —respondió.

—Una buena escolta.

El policía se acercó a la mesa, cogió el cinturón y empezó a moverlo.

—Veintiocho negros protegiendo tu cintura son cosa de temer; no creo que tuviera más el rey aquel de las Navas de Tolosa. Pero ahora los veintiocho se han ido a bailar el charlestón. A propósito, ¿quieres mucho a tus hermanas?

Creyendo que si mentía las protegía mejor, Joaquina contestó:

—No.

El policía esbozó una sonrisa y volvió a alejarse mientras decía:

—A la verde verde, a la verde oliva, donde cautivaron a mis tres cautivas. ¿Te gusta esa canción?

Joaquina pensó que se hallaba ante un interrogador extraño, capaz de crear enseguida profundos círculos emocionales, entre los que no se descartaba generar una cierta simpatía en el interrogado. Actitud que contradecía el rosario de frases amenazantes con las que iba hilvanando todo lo que decía.

El policía volvió a encender un cigarrillo y la miró con menos deferencia.

—¿Te crees guapa?

Joaquina negó con la cabeza.

—¿Y lista?

—Tampoco.

—Ni guapa ni lista. Cualquiera pensaría que eres pura modestia, y sin embargo no tienes cara de modesta. Detecto tu orgullo. En realidad salta a la vista. ¿Tu hermana Lola es también muy orgullosa?

Joaquina elevó hacia él la mirada.

—¿Por qué lo dice?

Inesperadamente el hombre le dio un tortazo en la cara que a punto estuvo de derribarla. Luego se acercó a la ventana y con una voz que casi parecía la de un suplicante, empezó a decir:

—No te hagas la tonta y no malgastemos el tiempo. Estoy aburrido, tengo sueño y te detesto. Más claro ya no puedo ser.

Así que empieza a cooperar o perderé los nervios.

—¿Y qué tengo que hacer?

El policía acercó su silla, se sentó pegando sus rodillas a las de la detenida, posó las manos en su rostro y dijo:

—Te tienta el sueño y empiezas a ver luces Joaquina siguió con fluidez las indicaciones del funcionario, como sí la hubiesen despojado de su voluntad.

—Y esas luces son las luces de un andén. Repite.

—Y esas luces son las luces de un andén.

—Estás un poco triste porque te vas de Madrid. Tus amigas han acudido a despedirte. Están todas en el andén. Repite.

—Están todas en el andén.

—Tú te vas despidiendo de ellas una a una. ¿De cuál te despedirías primero?

—No lo sé.

—Las estás viendo, se hallan contigo en el andén, y el tren está a punto de salir. ¿Me vas a decir que no sabes de quién te quieres despedir primero? —¿Qué significa este juego?

El Pálido sonrió con acritud y le dijo casi al oído: —¿No tienes amigas?

—Están muertas.

—¿Todas?

—Todas.

El Pálido miró su frente y murmuró: —¿Has pensado en lo solos que se quedan los muertos?

—Los muertos no se quedan más solos que los vivos.

—¿No?

—No.

—Una cosa observo. Eres testaruda.

Joaquina movió contrariadamente la cabeza.

—Los muertos se quedan solos en la mente de los pocos que los recuerdan, inmensamente solos, hasta que desaparecen como polvo en una polvareda. Y eso es la eternidad.

—Si usted lo cree así.

—¿No te gustan mis palabras?

Joaquina no respondió.

—Te he hecho una pregunta.

Siguió sin responder.

—¿No te gustan? —susurró muy cerca de ella.

Joaquina se agitó con angustia antes de decir:

—Pero ¿esto qué es? ¿La locura?

—Acabas de dar con la palabra —dijo el Pálido, posando de nuevo las manos en sus carrillos—. Y la locura es una atmósfera. Y una cosa parece segura: cuando alguien la siente, luego no le resulta nada fácil despegarse de ella, nada fácil… Por más terrible que sea, la locura crea enseguida dependencia.

Joaquina se quedó paralizada. El Pálido se apartó de ella, se acercó a la ventana y empezó a silbar. En el jardín, el soldado seguía arrojando libros a las llamas.

Pilar

Roux se sentía esa mañana purificado, si bien algo inquieto. Le ocurría siempre que bebía hasta perder la conciencia. Al día siguiente se despertaba en la oscilante barca del olvido, y no se acordaba de nada.

Apuró de un trago toda la taza, pidió más café y se miró en el espejo que se hallaba a su derecha. Tenía las cejas y el bigote más grises. Acababa de darse cuenta. Pero le gustaba el traje, que se le antojaba uno de los más elegantes que había tenido en su vida, y los zapatos de dos colores también le dejaban muy satisfecho.

Dejó de mirarse, se frotó la cabeza y empezó a recordar lo que había hecho la noche anterior. Primero había estado cenando en el Ritz con el comandante Radeno, luego se había ido a Chicote, donde había encontrado a una «señora» llamada «Fabiola», con la que se había ido a la cama.

El comisario apuró la taza que le acababan de servir y pensó que iba a repetir con la meretriz de nombre romano, si bien no se acordaba de su cara. En realidad Roux sólo recordaba volúmenes, oscilando en la grasienta oscuridad, que parecía totalmente ocupada por el olor de la mujer y el de su propio aliento. También recordaba ruidos sofocantes, y un desprendimiento leve, que apenas parecía un orgasmo.

Ella le había dicho amor mío, y ahora a Roux le hacia la frase. Siempre le había hecho gracia el cinismo.

Casi con temor, Roux tomó la primera copa de brandy del día, encendió un puro y se incorporó. Inmediatamente el botones se acercó a él.

—Señor, su capa.

El botones le colocó la capa sobre los hombros y Roux salió del hotel muy recto. Sólo se inclinó cuando tuvo que entrar en el coche que le aguardaba junto al hotel y que habría de conducirla comisaría de la calle Jorge Juan.

El coche negro dejó atrás las rumorosas arboledas de Recoletos, que esa mañana parecían brillar bajo una luz pequeña, bordeó la Biblioteca Nacional y se adentró en Jorge Juan justo en el momento en que llegaba un furgón lleno de detenidas.

Nada más pisar su despacho, llamó a Gilberto Cardinal, que acudió enseguida.

—Veo que lleva un traje nuevo —dijo Roux—. Le queda mejor que las ropas que llevaba cuando se hacía pasar por comunista…

—Gracias…

—No se precipite en darlas. He dicho que le queda mejor, pero no que resulte más convincente.

Cardinal, que era el mejor informador del departamento, había pasado por comunista durante la guerra, siendo en realidad un quintacolumnista. Pero había hecho de izquierdista tan bien que se cernían ciertas sospechas sobre él, y se estaba viendo obligado a hacer nuevos méritos.

—Se lo diré una vez más: usted sólo resultaba convincente cuando iba disfrazado de soviet —aclaró Roux.

—Debido a mi disfraz nunca habíamos tenido una cosecha tan abundante. ¿Eso no cuenta para usted?

—Eso cuenta relativamente. Sin usted la cosecha no hubiese sido menos copiosa, eso se lo puedo asegurar. Por lo demás, Franco nunca se fió de la Quinta Columna, y tampoco el comandante Isaac Gabaldón.

—Le recuerdo que también el Pálido fue quintacolumnista y nunca ha tenido ni la mitad de problemas que yo —dijo Cardinal.

Roux le dirigió una mirada mordaz y añadió: —¡Pero es que el Pálido parecía un quintacolumnista y no engañaba a nadie, ni a los rojos ni a los nuestros! ¿Usted lo parecía? Mas no se preocupe, que todo tiene arreglo en esta vida y tiempo tendrá de depurarse, en el caso de que haya sido realmente contagiado por el enemigo. ¿Le importaría someterse a un careo con una persona que usted conoce?

Cardinal se puso rígido. Roux no pasó por alto su reacción y dijo: —¿Le asusta lo que le propongo?

Cardinal adoptó un aire más natural y respondió:

—En absoluto.

Mientras aguardaba en la celda, Pilar llevaba un rato recordando la lluvia de primavera, que formaba torrenteras en algunas calles. Los tranvías, llenos de gente, chirriaban al acercarse a la glorieta, frente a la entrada del cine, que era una invocación al calor y donde solía esperarla un novio que había tenido antes de la guerra.

Lugares que ahora se confundían unos con otros de forma mucho más caótica que en los sueños, y en los que aparecía siempre la silueta a la vez aplastante y huidiza de Gilberto Cardinal: su pesadilla.

Ahora Cardinal se paseaba por su memoria con la arrogancia de un loquero por un manicomio y la suavidad de un pez en el agua. Cardinal se había sumergido hasta en su memoria más líquida y desde allí la envenenaba, de forma que Pilar sentía su veneno como una sustancia que procedía de Cardinal y al mismo tiempo de su más íntima materia.

Aún recordaba cuando lo vio en el patio de la comisaría, junto a la fuente de granito, hablando con los policías.

Cardinal la había mirado de soslayo pero de forma amenazante, como si creyera que la mejor defensa contra la embestida de otros ojos era atacar primero, y con más crueldad.

A sus treinta años, Pilar estaba lejos de ser una ingenua y veía en la figura de Cardinal un auténtico heraldo de la muerte. Daba la impresión de que Cardinal no se sentía seguro entre los vencedores, circunstancia que le podía llevar muy lejos. Pilar sabía que si había algo peor que un policía era un policía desesperado.

Desde la celda, Pilar recordaba una noche en las fiestas de Cuatro Caminos. Cardinal, que nunca hasta entonces le había dirigido la palabra y que se hallaba seriamente borracho, le había hablado de la «luz de su mirada» y su sonrisa «de una amabilidad exquisita». En otra boca le hubiesen gustado esos elogios, pero en labios de Cardinal le parecieron dardos lanzados con cerbatana, y se limitó a encogerse de hombros, sin decir una sola palabra.

Quería dejar de pensar en él pero no podía. Yo creo que se ha apoderado hasta de mis moléculas, pensó llena de ira.

Fue entonces cuando la llamaron para el primer interrogatorio. Dos policías acudieron a la celda y la condujeron hasta el despacho de Roux, donde también se hallaba Gilberto Cardinal.

El comisario miró a Cardinal y preguntó: —¿Conoce a esta mujer?

—Sí —contestó él.

Roux se acercó a la detenida, señaló a Cardinal y dijo:

—Y tú, ¿conoces a este individuo?

Pilar asintió.

—Es Gilberto Cardinal —musitó.

—¿Y Gilberto Cardinal no era de los tuyos?

—Eso parecía.

—¿Eso parecía? Lo parecía y lo era. Luchó junto a vosotros como nadie. Pero obsérvalo ahora… Te está delatando… Ha aprendido la lección y ha sabido cambiar a tiempo… ¿No vas a hacer lo mismo?

Pilar no contestó. Cardinal, que parecía profundamente irritado, empezó a decir:

—No es lícito que usted me presente como un delator y un renegado. Yo no fui ningún traidor, yo sólo fui un espía, señor Roux, y como espía le puedo decir que esta mujer se llama Pilar y que tuve cierta relación con ella.

Roux le miró con desdén y comentó:

—Es usted de una ineptitud sobrecogedora. ¿Pretende desbaratar mi interrogatorio poniendo en cuestionamiento mis palabras? ¿Se ha vuelto loco?

—Perdón, yo…

—Le perdono, Cardinal, pero ahora quiero que continúe usted interrogando a su antigua amiga…

Cardinal miró a Pilar con pánico. A veces le resultaba muy difícil cambiar de plano mental y moral. Tenía la impresión de que en leves segundos se quemaban en su cabeza montones de imágenes que ya no iban a regresar a él por la sencilla razón de que ardían para siempre.

No le había costado hacer de espía, pero le costaba interrogar a conocidos que en otro tiempo habían confiado en él.

Empezó a sudar. Roux le miró con desprecio y dijo:

—Me lo temía.

Cardinal se vio obligado a cambiar tajantemente de actitud. Primero se quedó rígido, luego se acercó a Pilar y, mirándola de frente, empezó a decir:

—Sé que en tu cabeza hay ideas y conductas que no se van a borrar fácilmente.

Pilar hizo un gesto que parecía de aprobación. Cardinal continuó: —¿No sé si te das cuenta de que perteneces a la clase de enemigos que estamos obligados a abatir? —¿Quiere decir que llevo una diana en la cara?

Cardinal, que conocía de oídas la ironía de Pilar, se prometió a sí mismo no ceder.

—Exactamente —respondió imperturbable.

Roux los miró con estupor, como si estuviese contemplando una obra de teatro más que un interrogatorio. Cardinal miró a Pilar y dijo: ¿Te sientes orgullosa de ser el blanco perfecto? ¿Te alegra serlo?

—No.

Cardinal le dio un tortazo y le dijo casi al oído: —¿Dónde te gustaría que arrojasen tus cenizas?

Pilar no contestó.

—¿Te has quedado muda? Antes de seguir voy a decirte una cosa. Nadie va a preguntar por ti, y el que pregunte correrá tu mismo destino. Si ahora mismo te sacamos de esta casa y te disipas en el aire nadie, absolutamente nadie, va a preguntar por tu desaparición. Y si preguntan, ¿adivinas con qué se van a encontrar? Se van a encontrar con bocas cerradas y miradas de resignación. Como ves, las reglas del juego han cambiado y el dilema está claro: o empiezas a sonreír con un poco de dulzura y a contarnos todo lo que sabes, o alguien te va a dejar sin respiración.

—¡Bravo! —exclamó Roux.

Cardinal le miró con desesperación. Roux sacó del bolsillo interior de su chaqueta dos puros, le ofreció uno y dijo:

Other books

The Bluebonnet Betrayal by Marty Wingate
The Harvest of Grace by Cindy Woodsmall
The Lost Bird by Margaret Coel