Ana cruzó el umbral y empezó a sentir que su cuerpo se achicaba y su orgullo se desvanecía como una bocanada de humo en medio de una corriente.
—¿Has conseguido algo?
—Una barra de pan y una sardina. No es mucho, pero ha sido toda una conquista. Diez horas de cola en el Auxilio Social…
En la salita en la que acababan de entrar se hallaban, en torno a una mesa vacía, uno de sus hermanos, su novio y su padre —exclamó su novio, que se llamaba Francisco. Se le veía pasión en la mirada y deseos de besarla, pero no lo hizo.
Ana dejó el bolso sobre una silla y se sintió aún más achicada. Era otra mujer, ya no tenía nada que ver con la que bajaba del tranvía y avanzaba por la calle; había entrado en otro círculo de significación donde su persona adquiría un aspecto más fantasmal y sus gestos un aire más tembloroso.
—Ana y yo nos vamos a ir al extranjero —se atrevió a anunciar Francisco.
El padre de Ana hizo un movimiento brusco que dejó a todos en suspenso. Sabiéndose objeto de todas las miradas, se limitó a adoptar una actitud pétrea. Ana empezó a respirar de otra manera y una vez más se vio envuelta en la peor contrariedad de su vida. Por un lado, parecía una mujer de carácter, circunstancia que la había conducido a desarrollar una gran actividad durante la guerra y muy especialmente al final. Y por otro lado se sentía incapaz de llevar la contraria a sus padres y tendía a plegarse a sus deseos con una facilidad patética.
Su padre la miró un instante y Ana menguó todavía más.
—¿Es verdad que quieres irte? —dijo su madre—. ¿Serías capaz de dejarnos solos en Madrid?
—No me mires así, mamá. Francisco tiene razón. Nos tienen a su merced.
—Esto no va a durar.
—¡Qué engañados estáis! —dijo Francisco, poniéndose la chaqueta—. Pensad que acaba de empezar la eternidad y tendréis una idea aproximada del tiempo que estamos viviendo. Ya estamos en otro país, sabedlo.
La madre de Ana, que había escuchado con gesto de desdén las palabras de Francisco, comentó:
—Veo que tu empeño de robarnos a Ana ha dado mucha viveza a tu lengua, pero a mí no me vas a engañar. Como Ana se vaya, nos caemos todos. Más explicaciones no hacen falta.
—Será mejor que dejemos esta discusión para otro momento —aconsejó Ana—. Tengo que pasar por la calle Alcalá.
—Y yo tengo que ir a buscar a un compañero a la estación de Atocha —dijo Francisco.
Los dos salieron a la vez y se despidieron discretamente en la parada del tranvía. Dos días después, volverán a despedirse, de forma más definitiva, cuando ya Francisco esté a punto de irse a Alicante, donde espera subirse a un barco clandestino.
Será un adiós doloroso, entre besos y sollozos de rabia y de deseo. Ana pensará que es él quien corre más peligro, y Francisco creerá que es ella la que de verdad se está arriesgando y hará todo lo posible para arrastrarla hasta el tren.
No lo conseguirá, pero esa noche se entregarán el uno al otro más que nunca y sellarán su adiós con besos que querrán ser más hondos que su separación.
Con los ojos húmedos, Ana miró a Francisco y se preguntó cuál podía ser el castigo de los amantes cobardes. Tal vez el castigo de los amantes cobardes era el peor que se podía infligir a alguien. Por no haberse amado hasta el fondo cuando tenían que haberlo hecho iban perdiendo la vida poco a poco, hasta convertirse en muertos vivientes.
Él se iba a Alicante y ella se quedaba en Madrid. Y los dos hacemos lo que hacemos porque somos amantes cobardes.
—Yo soy cobarde porque no me atrevo a enfrentarme a mis padres. Porque los veo en su pequeñez y a la vez los agrando sin poder evitarlo. Y los amantes cobardes, ¿tienen perdón? ¿Él tiene perdón? ¿Yo tengo perdón?, pensó.
—¿En qué piensas? —preguntó él.
A punto de llorar, Ana le miró y dijo:
—En lo que nos aguarda.
En lo que nos aguarda, repite para sus adentros mientras él le besa el cuello. Ana cree que puede haber experiencias que achican el alma más que la mirada de un padre severo, mucho más. La experiencia del terror, por ejemplo. Quizá sólo habían conocido el preludio del terror, porque habían estado siempre acompañados y el verdadero terror se vivía a solas. De pronto se ve a si misma sola en una celda, luego sola ante un policía, ante dos.
—Te juro que me mataría. Sí, ahora mismo, de un tiro en la cabeza y con tu pistola.
—Ana, por favor.
—¿Imaginas lo partida que me voy a quedar?
—Sí.
Ana cierra los ojos. Le es imposible concebir un porvenir luminoso. Sólo ve un túnel. Es de una profundidad vertiginosa, en realidad no tiene límite.
—Abrázame —dice—, me gustaría meterme dentro de tu cuerpo.
En ese momento escuchan el silbido de un tren y se aprietan aún más fuerte.
—¿Es el tuyo?
—No.
Aún pueden pensar que el reloj se ha detenido y que podrán estirar infinitamente el fragmento de tiempo que les queda.
Es el momento de allanar el fondo del pensamiento, pero también el fondo del cuerpo.
Francisco empieza a deslizar la mano bajo las piernas de Ana. Nota primero las medias y después la carne tensa. Casi lamenta que sea tan guapa. Piensa que es un dolor renunciar a tanto, luego piensa que es mejor no pensar.
Ahora está acariciando sus pechos, que laten bajo el sostén. Seguramente nunca le han parecido tan hermosos. Por un instante, es consciente del lugar en que se encuentran. Un portal de paredes oscuras, iluminado por una bombilla que oscila, y piensa que le hubiese gustado despedirse de ella en otro sitio, algo más íntimo y menos desolador.
Ana quisiera llorar. No acierta a desear en esas circunstancias, y nota que él tampoco. Sí que hay un deseo, que parece más hondo que el de la carne, para expresar la desesperación cuando llega desde la profundidad del sentimiento y lo llena todo, cualquier gesto, cualquier beso, de amarga lucidez.
Desde un ángulo de portal, Suso los está mirando. Hace un rato creyó oír ruidos en el portal y se deslizó hacia su interior moviendo con cuidado la puerta.
Suso se siente nervioso y culpable, pero no puede dejar de mirar las piernas de Ana, que a veces brillan a la luz de la bombilla.
De pronto parece que se desean con más certeza, aunque también con más desesperación y Ana tiene la falda completamente subida. Ha arqueado las piernas sobre él y las mueve. Brillan bajo la lámpara sus zapatos ocres y él rocía su cuello de besos apasionados.
Otro tren vuelve a silbar.
—El mío —dice Francisco.
Suso se desliza hasta la puerta y luego hasta la calle y echa a correr cuando el tren silba de nuevo.
El Pálido había dormido en casa de su madre y estaba tomando el café en la cocina. En los últimos tiempos, rara vez dormía allí, pues tenía a su disposición una habitación en el Palace, donde se sentía más libre y mejor atendido que en casa, pero a veces hacía excepciones para complacer a su madre.
Ya se disponía a marcharse cuando ella dijo:
—Ayer me telefoneó Patricia. ¿Cuándo piensas casarte?
Su madre acababa de hacerle una pregunta demasiado real, ignorando que la realidad ya no era necesaria. Su madre vivía en el pasado, negándose a admitir que ciertos hombres de naturaleza expansiva podían estar exentos de la ley conyugal pues su destino era, o podía ser, germinar en más mujeres, dejando en todas ellas el recuerdo de su excelencia.
—Lo haré cuando acabe esta guerra —dijo en tono solemne. _Yo creía que ya había acabado.
—Sólo en apariencia.
—A Patricia no le gusta que andes todo el día interrogando a mujeres, y a mí tampoco —le advirtió su madre.
—¿Crees que es un placer?
Su madre le miró clínicamente y murmuró:
—He llegado a creer que sí.
El Pálido esbozó un gesto melodramático, de difícil interpretación.
—Empiezas a tener edad para ir dejando ese juego —añadió su madre.
—¿Se puede saber qué quieres decir? —gritó el Pálido.
—¡A mí no me grites! —rugió ella—. ¿Cómo tengo que decirlo para que me entiendas? ¡Patricia está impaciente y yo también! ¿Patricia impaciente? Él no lo notaba, él sólo notaba el empeño de convertirlo en carne de matrimonio. Pero cabía preguntarse si podía haber algo de emocionante en un hombre casado. Ocurría además que la comisaría le había permitido conocer de forma más directa la intimidad de la mujer. No era un buen lugar para alimentar mitologías y se preguntaba si miraba a Patricia como antes. El Pálido tendía a pensar que no. Podía desearla más que antes, pero de modo más realista, sabiendo la materia que tocaba y calibrando lo que pesaba en cada piel el placer y el dolor.
—¿En qué piensas?
—En las insensateces que acabas de decir —murmuró, tras besar a su madre.
Ya en la calle, respiró con alivio el aire de la mañana y decidió ir andando hasta la comisaría. Caminaba bajo las copas de las acacias, ocultándose a intervalos del sol mate, cuando empezó a pensar en Joaquina. La noche anterior había estado a punto de sobrepasar la línea. ¿La línea? ¿Qué línea? ¿Quién ha visto la línea? ¿Dónde está la línea? De pronto se dio cuenta de que iba hablando solo, Miró avergonzado a su alrededor y aceleró el paso pensando en Ana, su nueva obsesión. Le había empezado a gustar tanto que esa noche se hizo acompañar por dos hombres y llamó a su puerta. Abrió ella misma. El Pálido dudó antes de decir: —¿Nos acompañas?
Ana asintió con la cabeza y se fijó en el policía. No había opción en su mirada, sólo había emoción en sus labios tensos.
Pensó que había llegado el momento, pensó que estaba pasando lo que tenía que pasar, y lamentó el haber albergado alguna vez la esperanza de que no la iban a detener.
Fue a coger una chaqueta, pero no se lo permitieron. La sacaron de casa tal como estaba, con un vestido gris y blanco y unos zapatos bajos, y la condujeron a la comisaría de Jorge Juan, donde permaneció un rato en una celda junto a otras detenidas. Apenas hacía media hora que había llegado cuando la llevaron hasta una sala en penumbra que se hallaba al fondo del pasillo y donde la estaba esperando el Pálido. El funcionario la acogió como quien recibe a una gran dama en su dormitorio y le indicó una silla para que se sentara. Ana se sentó y notó que el Pálido la miraba con suavidad. Quizá no había sentimientos pero había suavidad.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—No lo sé —contestó Ana.
El Pálido avanzó con elegancia, se inclinó hacia ella, que permanecía sentada, y como si se tratase de un enamorado que está algo celoso, dijo: —¿Por qué mientes?
Ana aborrecía tanta intimidad y se lo hizo saber con un gesto. El policía pareció ofenderse, pero su cara volvió a relajarse y dijo:
—Juraría que eres una fanática del control… Seguro que todavía no has perdido la noción del tiempo. Sé que sabes qué hora es. Buen comienzo. Cuando se empieza respondiendo con mentiras a las preguntas inútiles, se corre el riesgo de responder con verdades a las preguntas útiles. Si quieres podemos jugar al ajedrez, pero te recomiendo una estrategia: miente lo menos posible. Es algo que nos conviene a los dos.
Ana se quedó paralizada.
—Yo no tengo nada que decir.
—¿Nada? Los informes que tengo en mi poder demuestran que no querías que acabase la guerra…
—¿Le extraña?
El Pálido la miró con frialdad, como si quisiera distanciarse inmediatamente de ella, y dijo:
—Sí.
—No entiendo nada.
El Pálido se quedó mirándola en silencio, en la esquina desde la que solía mirar a todas, y trató de imaginar qué podía haber dentro de aquel cuerpo de animal dominante, como hubiese dicho Roux.
Sin dejar su rincón, el Pálido dijo: —¿Estás enamorada?
—No.
El policía se acercó a ella y la miró de frente.
—Vuelves a mentir —susurró—, lo que me obliga a pensar que o eres muy tonta o eres muy lista.
El Pálido cogió el vaso de agua, bebió un poco, volvió a dejarlo sobre el platillo y miró de nuevo la cara que tenia junto a él. Era un rostro dulce, pero de una dulzura sospechosa. Por su mirada, daba la impresión de que se trataba de una mujer a la que le costaba mucho llegar a ciertas convicciones, y que cuando llegaba no se apartaba de ellas ni en broma, temerosa de perder lo que tanto le había costado conquistar.
El Pálido se sentó en la silla que se hallaba al otro lado de la mesa, permaneció unos instantes en silencio, y empezó a decir:
—Mi novia tiene el cuerpo parecido al tuyo y también es rubia…
Ana le miró asombrada. El hombre continuó:
—Pero tiene la nariz más larga y afilada… ¿Cómo decirlo? Una nariz de italiana…
Ana se encogió de hombros. El Pálido continuó: —¡Prefiero su nariz! Sé que otros hubiesen preferido la tuya… ¡Yo no!
Ana no salía de su asombro. Bruscamente, el policía le preguntó: —¿Sabías que Cardinal os ha delatado?
—Sí.
—Mientes una vez más. No lo sabías, como tampoco lo sabía tu amiga Pilar. Es para pensar que no sois unas lumbreras —dijo el hombre que, tras encender un cigarrillo, lamentó la lluvia que empezaba a repicar en los cristales.
No era la primera vez que Ana entraba en un espacio en el que todo se volvía sospechoso, pero era la primera vez que, dentro de ese espacio, encontraba a alguien como el Pálido.
—Llevamos media hora de interrogatorio y ya sé tres cosas de ti. Sé que sabes la hora que es, sé que estás encandilada por alguien y sé que no sabías que Cardinal os ha delatado…
Ana volvió a mirarle con asombro. De pronto, más que un universo de sospecha, aquello empezaba a parecerle un universo de locura, y lamentaba que su interrogador le atribuyera semejante capacidad de control. En realidad ella no sabía, ni siquiera remotamente, la hora que podía ser: tenía la impresión de haber salido de tiempo.
Volvió a mirar al hombre pálido. Había dejado de moverse y parecía dormido. Pasaron dos minutos de sofoco y de silencio, hasta que el hombre abrió bruscamente los ojos y preguntó: —¿Conoces a Julia?
—No.
—¿Aún no te he dicho el apellido y ya respondes que no?
El Pálido se acercó a ella, acarició ligeramente sus cabellos, arrancó con violencia unos cuantos y escupió:
—Lo siento por ti, pero eres un libro abierto, de páginas completamente trasparentes. Basta con saber que siempre contestas lo contrarío de lo que piensas.
Ana seguía paralizada. El funcionario se hundió de nuevo en la silla y se quedó en silencio. No mucho después, volvía a parecer dormido.