Cada vez más desconcertada, Ana deslizó la mirada por la habitación hasta posarla en la mesa. El vaso de agua le daba sed y el cortaplumas miedo. Junto al cortaplumas se veía una pila de informes y varias fotografías. Una de ellas parecía de Julia. Estaba sonriendo, vestía de blanco y llevaba un florete en la mano. Tras ella se veía una locomotora humeante.
El Pálido se incorporó bruscamente.
—¿Por qué mirabas esa fotografía? —gritó con un furor desconcertante.
Ana hizo un gesto confuso con la cabeza. El Pálido se quedó mirándola fijamente. Ahora tenía la impresión de que Ana era casi idéntica a Patricia. Incluso la nariz le parecía de pronto idéntica.
Escandalizado de sí mismo achacó aquella impresión al alcohol que había ingerido durante la noche, al cansancio, incluso al hastío, y se ocultó en la esquina, desde donde la volvió a mirar. Seguía pareciéndole la doble de Patricia.
—Incorpórate —dijo.
Ana se incorporó.
—Date la vuelta.
Se la dio. El Pálido empezó a preocuparse. También por detrás parecía idéntica a Patricia. Quizá Patricia era algo más rubia. Aunque tampoco se atrevía a jurarlo. Sí, ahí estaba la condenada. Prieta de piernas, prieta de senos. Deseable, sí, pero llena de principios. Lo peor de ciertas mujeres eran los principios. Oh, los principios.
—¿Tienes principios? —gritó.
De pronto, Ana tuvo la impresión de que el Pálido la estaba confundiendo con otra persona y empezó a marearse.
—Claro que tienes principios. De hecho toda tu persona se reduce a eso. Uno llega a ti y sólo se encuentra con principios.
Todo lo demás prohibido. Prohibido deslizar la mano bajo las faldas, prohibidos los sofocos. Eso vendrá después del bodorrio. ¿No es verdad?
No le entiendo.
El Pálido volvió a acercarse a la ventana y dijo sin mirarla:
—Te lo dije antes y lo repito ahora. Te pareces a mi novia. ¿A que es gracioso? Te pareces más de lo que yo creía.
Piénsalo en la celda. Eso puede ser bueno o puede ser malo. Imagínate que empiezo a hacer contigo todo lo que no he podido hacer con ella. Porque ella, como tú, está llena de principios. Por eso ni siquiera tendré que cerrar los ojos para creer que estoy con Patricia. Quizá es que me gustan las mujeres con principios. ¿Tú qué crees?
Ana continuó sin responder.
—Te he hecho una pregunta —dijo el Pálido, acercándose—. ¿Tú qué crees?
—Yo creo que esto es una locura.
El Pálido sonrió sardónicamente y mirándola con ojos de iluminado farfulló:
—Es la respuesta que siempre espero. Finalmente has entrado en la rueda, y ahora vamos a empezar a rodar.
Ana, que llevaba un día sin comer y que se sentía cada vez más mareada, empezó a desplomarse. El Pálido se quedó mirándola desconcertado y no reaccionó hasta que ella no dio con sus huesos en el suelo.
—¡Vaya por Dios! — exclamó—. Hoy desfallecen como doncellas narcotizadas por mis palabras. Tendré que ser menos embriagador. ¿Mi verbo mata? Ana, ¿mi verbo mata? —gritó.
Ella, que acababa de recuperar la conciencia, no quería abrir los ojos. En ese momento, hubiera deseado achicarse más que una ameba y enquistarse en una esquina del mundo, esperando días mejores. El Pálido volvió a gritar: —¿Mi verbo mata?
No lo sabes tú bien, pensó ella oculta en sus tinieblas, y enseguida notó que el Pálido le estaba vertiendo el agua del vaso sobre la cara.
—Mi verbo mata, Ana, pero también resucita, porque es claro como el agua clara —dijo, y volvió a quedar muy satisfecho de sus palabras.
El agua no la hizo reaccionar, en parte porque no te quedaban fuerzas para levantarse, pero su cabeza giraba a más velocidad que nunca. Desde el suelo, podía ver el techo, la bombilla, el rostro del funcionario, pero el mundo había perdido consistencia, a la vez que había acentuado su carácter fantasmal. Ahora dudaba de lo que estaba viendo, de la bombilla y los ojos azules y blanquecinos, pero también dudaba de su pasado y una vez más buscaba el desvanecimiento.
Se hallaba de pie, al fondo de un andén oscuro y desierto. Su padre aún estaba vivo y trabajaba en aquella estación en la que sólo había un reloj y no tenía agujas. Era el reloj de un tiempo muerto y todo en el andén parecía polvoriento: los bancos, las columnas de hierro, el techo de cristal, el suelo. De vez en cuando pasaban trenes sin control, a veces eran trenes ardiendo.
Su padre, que se hallaba junto a la vía, te decía:
—Ponte mi chaqueta, Julia, que va a hacer mucho frío.
Con esa frase en la cabeza se había despertado. Abrió los ojos y, durante unos instantes, no supo dónde estaba.
Miró hacia la derecha. La puerta que veía parecía la de aquel apeadero sin tiempo, pero enseguida se dio cuenta de que era la del armario y de que se hallaba en su cuarto. Respiró con alivio y comprobó que sobre la butaca reposaba la chaqueta de ferroviario que su padre le había regalado antes de morir.
Julia saltó de la cama y se acercó a la ventana. La pequeña calle Galería de Robles se desplegaba entera ante sus ojos y al fondo se veían un carromato y una bicicleta. Los muros ennegrecidos, las farolas rotas, la paloma coja que derivaba por la acera la conducían, más que a su cuarto, a un mundo de precariedad que estimulaba poco la imaginación.
Desde el pasillo llegaban las voces de su hermana y sus sobrinas, que se hallaban de visita. Le extrañaba oír de pronto las voces tan lejos, y pensó que debía de ser un efecto del sueño que había tenido con su padre. Julia esperó a que las voces se alejasen todavía más para deslizarse hasta cuarto de baño, donde se estuvo aseando antes de poner las bragas y el sujetador, cuya blancura contrastaba con piel morena.
Luego se miró al espejo y esbozó una mueca burlona. Tenía la cara redonda y casi cobriza. La clase de cara que acaba siendo el marco perfecto para las sonrisas abiertas. Antes de la guerra, Julia había frecuentado el Círculo de Cuatro Caminos, a cuyo coro pertenecía, y durante la guerra había trabajado de enfermera y de cobradora de tranvía. También había participado en varios certámenes populares como esgrimista, y no se le daba mal el florete.
Ahora se limitaba coser en casa, siempre atenta a los vendavales que estaba recorriendo la ciudad.
Mientras se rociaba el cuello con agua de lavanda, Julia volvió a sentirse extraña ante el espejo, y se preguntó por qué. Poco después, llamaron a la puerta. Abrió su hermana Trinidad.
Dos hombres aparecieron ante ella. El más robusto de los dos llevaba un traje de invierno y sudaba. El otro, delgado y pálido, fumaba un cigarrillo muy aromático. El Pálido dijo: —¿Está Julia?
Trinidad negó con la cabeza. Fue entonces cuando apareció Julia en el pasillo, con la chaqueta de su padre en la mano.
—Acompáñanos —dijo el Pálido, mirando a las hermanas con paciencia—. No te preocupes, en un par de días estarás en casa. Es sólo un trámite.
Medía hora después, Julia ya se hallaba en la comisaría de la calle Segovia. Allí la tuvieron toda la noche incomunicada. A la mañana siguiente, la condujeron a un despacho donde la aguardaba un hombre de bigote fino y mirada resbaladiza, que la estuvo interrogando un buen rato y que al hablar emitía un silbido mareante.
Ese mismo día falleció una de sus hermanas y la dejaron salir.
Habituada a la penumbra de la celda, la luz del día la hería en los ojos cuando llegó a la Galería de Robles. Sus familiares la recibieron como a una resucitada, entre llantos y murmuraciones vagas que la sumergían en un universo sin consistencia. La casa estaba iluminada con velas y las sombras se agrandaban en los pasillos, haciéndole creer que había pasado de un purgatorio a otro, casi sin transición. Acostumbrada como estaba al rumor de la comisaría y a su interminable sucesión de ecos, oía las voces de sus familiares de otra manera, y a veces creía que eran las sombras del pasillo las que formulaban juicios terribles sobre la muerte y la vida mientras su hermana yacía en una caja ordinaria pintada con nogalina.
Julia besó a su hermana y luego salió al pasillo y se echó a llorar.
—Que no venga nadie al entierro… Sólo los familiares —exclamó.
Su hermana Trinidad, que estaba a su lado, le preguntó por qué.
—Me han dejado salir porque piensan que a través de mí pueden marcar a más gente…
Trinidad difundió enseguida la orden y ninguno de sus amigos acudió al cementerio.
Concluida la ceremonia, Julia regresó a comisaría donde fue sometida a nuevos interrogatorios.
Entre sesión y sesión, solía pensar en su hermana muerta. Sólo cinco personas habían ido al entierro. Las suficientes para cargar con el ataúd. Mejor, pensó. Un muerto no necesita más compañía. Su amiga Blanca le hubiese dicho eso. A un entierro basta con que acuda un buen amigo, en representación de todos los buenos amigos que pudieron ser y no fueron. A veces basta con que asista un perro.
Acababa de regresar a Madrid y llevaba el desconcierto plasmado en la cara. El desconcierto del animal que huye de un incendio para encontrarse con otro peor y más intenso. No era una buena máscara, y lo sabía, pero también sabía que no era fácil arrancarse el estupor del rostro, un estupor que se había adherido a su piel desde su llegada a la capital.
Virtudes se resistía a creer que la guerra hubiese terminado e iba de un lado a otro, presa de la agitación, visitando a amigas y conocidas para esconderse en sus casas. Algunas ya habían sido detenidas y otras se hallaban en la misma situación que ella, cambiando a diario de refugio y sin que disminuyera en ningún momento la sensación de acoso.
Su vida empezaba a parecerse a esas pesadillas en que subimos por escaleras donde cada peldaño se va desmoronando según lo pisamos. Había entrado de repente en un mundo muy quebradizo y era tal su desamparo que cayó en la tentación de volver a casa de su madre.
La noche de su regreso encontró reunida a la mitad de su familia y creyó que volvían los viejos tiempos. Harta de tanta inquietud y de tanta fuga, decidió comportarse como si no ocurriese nada. Se dio un baño, luego peinó largamente sus cabellos negros y se puso su mejor vestido.
Estaban a punto de comenzar la cena cuando oyeron el rugido de un coche.
—Vienen a por mí —dijo ella.
—No lo soportaré… como se lleven a otro más de la familia, me tiro por la ventana… escupió la madre de Virtudes.
—Pues me van a llevar.
—Ocúltate en la azotea. Les diremos que no estás —susurró su madre.
Virtudes se deslizó hasta la azotea. Los policías llamaron a la puerta y su madre abrió.
—¿Está Virtudes? —preguntó el Pálido.
—No —dijo la mujer.
—¿En serio? — murmuró el policía mirando con distancia a la mujer—. ¿Y dónde la podemos encontrar?
—No lo sé.
El Pálido esbozó una sonrisa agria y observó la escalera que conducía a la azotea. Subió por ella y llegó a una terraza en la que había ropa tendida. La luna hacía de foco proyector y el cuerpo de la fugitiva se dibujaba con precisión tras una sábana. Era como ver la silueta de un teatro chinesco. Su larga cabellera, que le llegaba hasta las caderas, hacía más fantasmal su figura pero no más invisible.
Sabiéndose descubierta, Virtudes pensó en la posibilidad de arrojarse al vacío. Le bastaba con cerrar los ojos y dar un salto. La recibiría el adoquín con los brazos abiertos. El Pálido no hizo nada para mejorar su situación porque empezó a decir: —¿Sabes que pareces una odalisca tras la cortina de un harén? Ya sólo hace falta que te pongas a bailar, aunque yo prefiero oírte cantar —musitó apartando la sábana y acercándose mucho a ella—. ¿Eres o no eres Virtudes? —clamó.
La muchacha asintió. Ojos negros, almendrados y brillantes como obsidianas recién pulidas. Ojos que obsesionaban.
Nariz bien perfilada, casi tan bien como la boca, y una cara que formaba un óvalo alargado, y un cuerpo que parecía una espiga negra. Y el ardor en la cabeza y en las entrañas. Un ardor que cuando la poseía le hacía parecer una iluminada.
Andando —susurró el Pálido—, que quiero ver si tu cara hace juego con tu espalda.
A la salida de la azotea les estaban aguardando dos hombres. Uno de ellos comentó:
—La vieja ha enloquecido.
Desde el rellano empezaron a llegar gritos. El Pálido miró a Virtudes de forma esquiva, mientras ella lo taladraba con sus ojos, negros y desviaba luego la mirada como intuyendo que se hallaba ante un hombre complicado. Su madre se arrojó a ella y la abrazó.
—A mi hija no se la llevan —sentenció la mujer, y se agarró a la muchacha con tal fiereza que hubo que recurrir a la fuerza de los tres hombres y a sus armas para arrastrar a Virtudes hasta el rellano.
Ya la iban empujando por la escalera cuando su madre se apoyó en la baranda, miró hacia abajo y, al ver a Virtudes desaparecer en el vestíbulo, llamó malnacidos a los que se la llevaban y reventó en sollozos.
Como respuesta, el inspector disparó un tiro en el hueco de la escalera. El proyectil rompió un vidrio del techo del inmueble. Sus trozos fueron a estrellarse contra los adoquines del patio cuando ya el Pálido enfilaba el vestíbulo con la pistola en la mano.
Esa misma noche se la llevaron a la comisaría de Jorge Juan, donde se encontró con algunas de sus amigas y donde acabaron rapándole el pelo al descubrirla riéndose en la celda con Ana.
A las tres de la mañana el Pálido se encontraba en su habitación del Palace, consumiendo un cigarrillo tras otro y bebiendo brandy. No podía dejar de pensar en Ana. Ahora la quería allí, en la habitación, con medias de seda, un vestido muy prieto y zapatos de tacón, atreviéndose a ser su cómplice y asumiendo esas posturas que tan felices hacían a los hombres.
El Pálido volvió a apurar su copa y pensó que en buena medida el régimen se estaba equivocando al no crear un órgano especial que se dedicase a formar un nuevo tipo de hetaira que sirviera para el descanso del guerrero, un tipo de hetaira en armonía con el hombre emocionante que ya estaba apareciendo en el horizonte, y sobre todo en Alemania.
Consumido por la impaciencia, llamó a uno de sus ayudantes y le ordenó que le trajese a Ana a su habitación, vestida dignamente y dignamente narcotizada.
Cuando, una hora después abrió la puerta, le sorprendió el rostro que tenía delante, y le emocionaron sus ojos extraviados, que le daban a su cara una apariencia mucho más excitante. El Pálido ordenó a su ayudante que esperase en el pasillo y cerró la puerta. Ana le miraba como si hubiese perdido la conciencia y ya no le importase haberla perdido. El amital hacía esos milagros, y no era la primera vez que lo utilizaban.