Las trece rosas (3 page)

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Authors: Jesús Ferrero

Tags: #Histórico

BOOK: Las trece rosas
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—Será mejor que te entregues ahora mismo —acertó a decir él con palabras que parecían cabalgar unas sobre otras en busca de una imposible imprecisión que delataba aún más su sentido.

—Como tú digas —susurró Avelina. Era una frase hecha, que le llegaba desde muy lejos y que de pronto sintió que no era suya.

—Cuanto antes te presentes, antes te dejarán en paz —añadió él. Avelina lo miró y le pareció que sus ojos querían huir hacia dentro pero que no podían, como si alguien les hubiese cerrado las puertas de la retina, obligándolos a permanecer visibles y a ver lo que no querían ver.

Varios muchachos que jugaban en la calle los miraron extrañados, como si no entendieran qué podían hacer el uno ante el otro, como dos estatuas que no quisieran reflejarse y que, sin embargo, estuviesen obligadas a hacerlo.

La radio emitía canto gregoriano interpretado por el coro del monasterio de Silos.

Tomás pensó en su hija, que hacía tan sólo una hora había desaparecido tras la puerta de la comisaría. Josefa, su mujer, aún no lo sabía. ¿Sería capaz de entender que Avelina tenía más posibilidades de librarse de la muerte entregándose que permaneciendo clandestina?

Tomás giró la cabeza. Necesitaba azúcar, pero no podía disponer de ella hasta que no llegase su mujer y se limitó a permanecer sentado en la penumbra, sintiendo que a su alrededor el mundo se desvanecía, dejándolo como en una isla mínima en torno a un mar de bruma.

Ya no distinguía bien la mesa, las sillas, la alacena, el cuadro. Y cuando los distinguía le daba la impresión de que 0 bien se trataba de objetos sumergidos en un mundo líquido, en el que también el sonido de la radio parecía líquido, o bien en un mundo fosforescente, donde las sillas y la mesa parecían condensaciones de puntos incandescentes, algo más densos que el aire y más vibrantes.

Tomás oyó golpes en la puerta, caminó temblorosamente hasta ella y la abrió. La luz de la escalera era más débil que la de la casa y vio dos sombras ante él.

—Buenas —dijo una voz que Tomás identificó enseguida con la del comisario Roux.

—Pasen.

A Roux le acompañaba otro hombre. Tomás advirtió enseguida que se trataba de Gilberto Cardinal, un tipo corpulento que llevaba un traje negro.

Roux y Cardinal entraron en la salita. Tomás no sabía qué pensar de Roux que, como otras veces, cubría su traje gris con una capa azul. Parecía un hombre de convicciones y al mismo tiempo un escéptico, y su aliento siempre olía a alcohol.

—Venimos a informarte de que han detenido a tu hija —dijo Roux.

Tomás volvió a notar la falta de azúcar y temió marearse. La cara de Roux empezó a trasformarse monstruosamente, según se le iba la mirada, aunque más monstruosa le parecía la de Cardinal, en parte porque estaba más distante y la veía más borrosa.

—Eso no es cierto. Se ha entregado ella —confesó Tomás. ¿Se lo aconsejaste tú?

—Sí.

Roux asintió mirando a Tomás desde las alturas, ante los ojos expectantes de Cardinal. Luego encendió un cigarrillo y añadió:

—Una pimpinela escarlata creciendo en el huerto de un benemérito. ¿De modo que colaboró con Socorro Rojo? Mal asunto, Tomás… ¿Puedo saber por qué le has aconsejado que se entregue?

—Pensé que era lo mejor.

Roux le miró con piedad.

—¿Lo mejor para ti o para ella?

—Para ella, naturalmente.

—Estás loco —dijo Roux—. Ya sabes cómo son en las comisarías. No respetan nada con tal de conseguir lo que buscan.

Ahora es nuestra consigna, y nadie mejor que tú para saberlo… Puede que ahora mismo la estén torturando. ¿Empiezas a percatarte de tu error?

—¿Usted podría hacer algo?

—¿Eso crees? Pues te equivocas, Tomás. Alguien con más autoridad que yo está dispuesto a lo peor, y ni quiere escucharme ni yo quiero hablar con él. Alguien muy próximo al comandante Isaac Gabaldón, que quiere escarmientos en la Guardia Civil, y los quiere para siempre.

Tomás sintió que perdía el equilibrio y apoyó una mano en la mesa.

Roux tiró la colilla al suelo de madera, la aplastó bajo la suela de su zapato y abandonó la casa arrojando el humo de la última calada.

Ya en el rellano, se giró hacia Tomás y lo miró con seriedad pétrea.

—Como diría San Juan, te acompaño en la tribulación —murmuró, y empezó a bajar las escaleras.

Tomás se quedó parado junto a la puerta, mirando su propia casa como si fuese un lugar en el que no había estado nunca. Ni siquiera el olor le parecía el mismo. Quizá se debía a la pestilencia del cigarrillo de Roux, o quizá no. Tocó el respaldo de la silla y le pareció irreconocible. Empezó a temblar.

No habían trascurrido diez minutos desde la partida de Roux y su acompañante cuando volvió a oír ruidos en la puerta.

Era su mujer, que llegaba gimoteando.

—Me han dicho que la han cogido.

Tomás prefirió callar y miró a su mujer. De pronto la veía agigantada: un cuerpo grande y denso, observándole acusadoramente desde una penumbra que cambiaba a cada instante. ¿Y si la matan?

—No lo harán —dijo él.

—¿Porque es tu hija? ¿Has olvidado lo que —le hicieron a la hija de Sebastian?

Tomás sintió que se cuarteaba por dentro. Cerró los ojos y apoyó las manos en el alféizar. Le flaqueaban las piernas y temió no poder sostenerse en pie.

—Aún te van a obligar a formar parte del pelotón de fusilamiento.

Tomás siguió apoyándose en el alféizar pero empezó a derrumbarse mientras el cuerpo de su mujer se hacía cada vez más grande y su voz más rotunda.

—Pronto te desmoronas —dijo ella—. Guarda tus desmayos para cuando los necesites de verdad.

Tomás cayó al suelo. Su mujer lo vio y oyó el golpe, pero en lugar de socorrerlo continuó murmurando: —¿Recuerdas que Avelina estuvo a punto de nacer muerta? Era demasiado grande para mi vientre tan chico. Luego creció vigorosa y decidida. Ha sido la alegría de esta casa. Como la maten, será para nosotros la pena negra y conoceremos la muerte antes de morir, Tomás. Prefiero no imaginar el sabor que va a tener entonces la vida.

Tomás no la oía. Permanecía inconsciente junto a la ventana, con la cara vuelta hacia el techo. Su tensión baja le castigaba a veces con repentinos desvanecimientos y ya estaba acostumbrado a esos descensos a un lugar oscuro y gélido del que salía con la impresión de haber estado unos minutos muerto.

La columnata semicircular se recortaba contra los árboles y un cielo cobrizo. En medio de la escalinata que descendía hasta la laguna ardía una fogata que desprendía un humo gris y azulado. Algunos niños arrojaban piedras al agua. Sus gritos llegaban hasta la escalinata como envueltos en una urgencia sin sentido.

—Esta tarde llegué a casa de los padres de la Mulata y encontré la puerta abierta. Su madre me había pedido hilos y puntillas, y entré. Encontré al guardia civil tirado en el suelo. Pensé que estaba muerto. Una mosca circulaba por su cara.

Era Suso el que hablaba. Un niño de trece años, que caminaba por la columnata junto a su amigo Tino. Los dos trabajaban para un tendero que tenía una mercería en la glorieta de Cuatro Caminos, y recorrían de parte a parte la ciudad con una maleta de madera abierta que se colgaban del cuello y en la que llevaban hilos, puntillas, botones, agujas, alfileres, imperdibles, dedales.

—Dicen que Avelina está detenida —comentó Tino.

—Claro que lo dicen. ¿Y por quién lo saben? —le preguntó Suso.

—No tengo ni idea.

—Lo saben por mí. Vi cómo se entregaba.

—Me dejas estupefacto.

—¿Por qué?

—Siempre estás donde hay que estar —respondió Tino.

—¿Y ese perro?

—Es Muma. Lleva siguiéndonos desde Cuatro Caminos.

—Si espera que le demos algo va muy errado.

—¿Estás seguro? Lleva sobreviviendo en la calle desde enero, lo que indica que es más listo que el diablo. En los últimos tiempos se había hecho muy amigo de Pionero, pero desde que lo detuvieron ha vuelto a convertirse en un perro callejero. Yo casi lo considero un héroe de nuestro tiempo —dijo Suso cuando ya estaban rodeando la Cibeles, intacta e impasible, bajo un sol de cobre verde y tan enrarecido como el aire de la mañana.

Joaquina Un tranvía giró hacia la calle Goya. Parecía sostenerse apenas sobre raíles invisibles, y en su lomo quedaban recuerdos de la metralla. Como el tranvía, las personas mantenían un equilibrio imposible mientras avanzaban hacia el parque, o por lo menos eso le parecía a Joaquina, que desde hacía días creía vivir en un mundo de equilibristas asustados.

—He visto a Avelina —musitó.

—¿Dónde? —preguntó su hermana Lola.

—En el furgón que acaba de adelantar al tranvía. La deben de estar cambiando de comisaría. Tenía la cara amoratada…

—Podías haberte ahorrado la información —dijo Maruja, temblando.

Las tres habían empezado a acelerar el paso y Joaquina iba la primera.

—¿Por qué vas tan deprisa? —preguntó Lola.

—Creo que nos siguen dos policías —dijo Joaquina, sin perder de vista el tranvía, que acababa de detenerse en la parada.

—No puedo seguir tu paso con estos zapatos y esta falda —protestó Lola. Maruja la miró como si corroborara sus palabras y las hiciese suyas.

—¿Y quién te mandó vestirte así? — dijo Joaquina entre dientes, mirando a Lola de soslayo—. ¿A quién querías seducir?

Prefiero no imaginarlo.

El tranvía se puso en marcha antes de que llegasen a la parada y se dirigieron a la boca del metro.

—¿Todavía nos siguen? —preguntó Maruja.

—Sí —contestó Joaquina, que acababa de girar la cabeza.

Era una tarde de lloviznas turbias, bajo una atmósfera tensa y en una ciudad que parecía un inmenso claroscuro. En el porche de una gasolinera apenas iluminada un empleado las señaló claramente con el dedo. Joaquina se giró de nuevo y comprobó que los dos hombres estaban más cerca. Uno de ellos parecía muy pálido y llevaba una gabardina azul marino.

—Tenemos que llegar a la boca del metro —dijo Joaquina, volviendo a acelerar el paso.

Ya habían empezado a bajar las escaleras de la estación de Goya cuando oyeron: —¡Vosotras!

No estaban dispuestas a detenerse pero un vendedor de periódicos, que se hallaba en mitad de las escaleras, las paralizó con su bastón.

—¡Alto! —dijo, con inesperada autoridad.

Las tres se quedaron sobre el mismo escalón, dando la espalda a sus perseguidores. No hacía falta verlas de frente para saber que eran hermanas. Sus siluetas podían ser distintas pero era idéntica su rigidez, como salida de un mismo tronco.

El vendedor de periódicos miró los tres cuerpos sucesivos e hizo una mueca irónica que sólo Joaquina detectó.

—Daos la vuelta —ordenó el policía.

Las tres se giraron casi a la vez, sobre el mismo escalón. Nueve escalones por encima de ellas las estaban mirando el hombre de la gabardina y su acompañante. Lo iluminaba una farola que emitía una luz verdosa y caía sobre él la lluvia fina. El hombre miraba con distancia desde sus ojos claros y era de una palidez poco habitual, que se acentuaba a la luz de la farola. Lola y Maruja preferían apartar la mirada, pero Joaquina observaba con cierto asombro al policía. Su cara podía resultar extraña pero era mucho más concreta que las sombras que bajaban hasta el metro o subían a los tranvías, y en ella se materializaban mejor los temores que la habían dominado en los últimos tiempos. Por más raro que le pareciese aquel rostro, por más desconocido e inesperado que le resultase, de pronto tuvo la impresión de que era el rostro que le había sido destinado. Ahora estaba ante él.

—¿Tenéis mucha prisa? —preguntó el policía, con una voz que casi parecía un susurro.

Asintieron.

—Pues lo siento, porque os vamos a retener un poco. Un placer conoceros —añadió—. Acompañadnos.

No hubo más palabras hasta que llegaron a comisaría: un chalet de la calle Lope de Rueda. Circundaba la casa un jardín asilvestrado en el que se veían varias estatuas mutiladas, con sus ojos vacíos y dirigidos hacia la comitiva que pasaba entre ellas y se perdía tras la puerta del porche.

En el vestíbulo, de paredes cubiertas con papel deteriorado, la inquietud podía olerse, casi podía verse, flotando en el ambiente, bajo las bombillas mezquinas que iluminaban parte de la escalera, que iba a perderse en las sombras.

En la escalera había otras dos estatuas, también mutiladas. Una de ellas, que llevaba en su mano una manzana, estaba decapitada y la otra no tenía manos.

Llegaron al pasillo del primer piso, que era ancho y largo. A un lado, en una sala que tenía la puerta abierta, había muchos detenidos. El hombre pálido cerró la puerta y dijo:

—No os preocupéis, os vamos a dar una habitación mejor.

Más que hablar, el hombre aquel seguía susurrando y exhibiendo una gran variedad de actitudes suaves, q u-e casi parecían zalameras. Ya se hallaban al fondo del pasillo cuando el hombre les ordenó entrar en un pequeño cuarto y cerró la puerta.

En cuanto se quedaron solas, Joaquina empezó a mirar a sus hermanas con piedad. Ella no era la más guapa; la más guapa era Lola. Joaquina podía tener la boca carnosa, pero Lola la tenía más; Joaquina podía tener los ojos negros, pero Lola los tenía más. Ese determinismo, evidente desde que tuvo uso de razón, la había dotado de un realismo del que sus hermanas carecían.

Joaquina miró sus piernas con preocupación, que aumentó al ver las de su hermana.

—¿Qué nos van a hacer? —preguntó Lola.

—Interrogarnos —dijo Joaquina, acercándose a la ventana de la celda, desde la que se veía el jardín de las estatuas. Ahora sentía mareos. Por una parte, pensaba que nunca había tocado tanta realidad, y por otra parte tenía la impresión de haberse metido, junto con sus hermanas, en las estancias de un sueño del que podían despertar en cualquier momento.

Lola empezó a sentirse cada vez más nerviosa. Joaquina volvió a mirarla pensando que, en muchas circunstancias, valía más tener un cuerpo discreto, casi invisible.

Del techo colgaba una bombilla pequeña. Bajo su luz, el cuerpo de Lola parecía de cera a punto de diluírse.

—¿Por qué me miras así?

Joaquina mostró su expresión más fría para decir:

—Hubiese sido mejor para ti no estar tan guapa.

—¿Quieres que me arañe la cara como Santa Rosa de Lima? ¿Y tú? ¿Qué haces con ese cinturón?

Joaquina se miró la cintura y, con la chaqueta abierta, se dio cuenta de que llevaba el cinturón que le habían traído de África, formado por pequeñas cabezas de negros. No recordaba habérselo puesto y se sintió desconcertada.

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