—Le felicito. Hasta interrogando es usted más tosco que un soviet. Pero tiene madera para achicar conciencias, y todavía me pregunto dónde la adquirió y con qué gente…
Cardinal se sentía cada vez más hastiado de aquella situación, pero, para su fortuna, fue esa mañana cuando Roux empezó a cambiar de actitud con él y, conduciéndolo a una esquina de la sala, le susurró al oído: —¿Ha visto al Pálido?
—Acaba de llegar.
—¿Por qué se ha retrasado tanto?
—Necesitaba dormir.
—¿Y la redada de Cuatro Caminos?
—Prefiere no hacerla. Él sólo piensa encargarse de una mujer que se llama Ana y que conozco desde hace tiempo.
—¿Guapa?
—No sabe usted hasta qué punto.
Roux meneó con paciencia la cabeza.
—Entonces encárguese usted de concluir la operación y sepa de una vez que empiezo a confiar en su persona y que le hablaré de ello al comandante Gabaldón.
Cardinal cambió de cara y le dio las gracias a Roux. Luego se puso la chaqueta, se dirigió a la salida y se metió en el coche, sintiéndose por primera vez cómodo en el nuevo orden.
Inmóvil en la esquina de una celda llena de detenidas, Pilar lloraba en silencio mientras acariciaba la mano de Joaquina, que el día anterior había sido trasladada desde Lope de Rueda, y con la que acababa de mantener una breve y susurrante conversación.
Pilar no lloraba de dolor, lloraba de indignación mientras pensaba en sí misma, en Cardinal, en los interrogatorios, en sus amigas, en sus conocidos, en sus enemigos, en el mundo… Todo se agolpaba en su cabeza conformando una misma esfera.
Aunque su aspecto fuese diferente y distintos sus caracteres, Joaquina y Pilar poseían un sentido de la indignación muy parecido, y cuando trataban de buscar culpables, empezaban por sí mismas, pero luego extendían la culpabilidad siguiendo un sistema de círculos concéntricos, hasta que la culpa anegaba el universo.
Joaquina entreabrió los ojos y miró a Pilar, que seguía sentada en el suelo.
—¿En qué piensas? —musitó.
Pilar meditó la respuesta. Luego acercó su boca a la oreja de Joaquina y susurró:
—En el tortazo que me dio Cardinal… Hace un rato soñé que le partía la espina dorsal.
Joaquina volvió a cerrar los ojos. Desde el fondo del pasillo llegó un grito que creyó reconocer y se echó a temblar.
Pilar apretó su mano.
—Tranquilízate —dijo.
Joaquina volvió a cerrar los ojos y recordó a Lola, tal como la había visto la última vez. Un silencio pétreo se impuso en toda la casa poco después y, durante unas horas, no volvieron a oírse gritos.
Aún reinaba el silencio cuando Pilar dijo: —¡Qué sucia me siento! Me consolaré pensando que las princesas de hace dos siglos nunca se lavaban la cara y ocultaban la suciedad con polvos de arroz. Seguro que apestaban.
—Seguro.
—¿Sabes en qué pienso cuando me veo tan atenazada? En una película que vi de niña… El ladrón de Bagdad… Era todo como una danza… El ladrón entraba y salía de las celdas con más facilidad que el viento…
—Sí, recuerdo haberla visto en el Alcalá. Era muda y la acompañaba al plano Blanca.
—¡Es verdad, Blanquita! Hace meses que no la veo.
—¿No vas a intentar dormir?
Pilar contestó como si aún se hallase en la Bagdad de la película:
—Duerme tú, que yo te prepararé la cama y le daré rosas con miel a tu camello.
—¿Estás loca?
—Eso me temo.
Las palabras de Pilar tuvieron sobre Joaquina un efecto inmediato que la fue conduciendo, como a lomos de un dromedario, a las moradas de un palacio oriental, a juzgar por la cara que puso al quedarse dormida bajo la luz de la bombilla.
Se oyeron ruidos de llaves. Crujió la puerta y se abrió. Entró en la celda una mujer. Avanzaba inclinada, y el pelo ocultaba su cara. La bombilla osciló y la iluminó un instante. Sólo entonces Joaquina se dio cuenta de que era su hermana y gritó. Pilar le tapó la boca con las manos mientras Lola se desplomaba sobre el catre.
Desde algún lugar del inmueble llegó el sonido de una radio que emitía música gregoriana. No era la primera vez que la escuchaban al alba. La música cesó y fue entonces cuando oyeron un grito y un ruido seco, procedentes del patio. Daba la impresión de que hubiesen dejado caer un cuerpo desde el segundo o el tercer piso.
No mucho después, las asaltó el sonido de una sirena, que cesó bruscamente. Luego todo fue silencio y murmullos apagados. Joaquina sintió frío en el cerebro y lo agradeció. Le hubiese gustado tener hielo en la mente. Luego volvió a mirar a su hermana. Con toda evidencia, Lola no quería elevar la mirada hacia ella, y eso no era una buena señal. Desde la calle llegó el rugido de un automóvil.
Un coche negro acababa de detenerse frente a la comisaría y se observaba en el portal la agitación de quienes tienen algo que ocultar. El Pálido se acercó al automóvil y abrió la puerta trasera.
—¿Y ése? —preguntó Tino, que llevaba un rato junto a Suso, en una esquina de la calle Jorge Juan junto a ellos se encontraba una vez más Muma.
—Seguro que es un policía.
—¡Qué delgado es el condenado!
—Parece un lagarto desteñido.
Seguían en la esquina cuando vieron que dos hombres arrastraban una camilla sobre la que reposaba un cuerpo que por su inmovilidad parecía el de un muerto. Muma se acercó a la camilla y empezó a ladrar.
Uno de los guardias le dio una patada en el morro, y el perro echó a correr. El guardia, que parecía furioso, sacó la pistola y disparó dos tiros. Muma siguió corriendo y cruzó la calle Serrano como un zumbido. Cuatro horas después, Suso y Tino lo encontraron en la calle de los Artistas y le preguntaron si el muerto era Pionero.
Muma contestó con un gemido afirmativo y continuó agitándose. Seguramente no comprendía por qué su segundo amo había desaparecido y no sabía qué hacer con sus nervios. Ya estaba anocheciendo y Tino y Suso se despidieron. Muma pasó de la agitación a la tristeza y se tendió como una alfombra en la acera, como si no quisiera oponer la más mínima resistencia a la mortecina inmensidad del mundo.
Blanca había conocido a Enrique cuando era pianista de] cine Alcalá. Él tocaba el violín en el mismo establecimiento. Su amor empezó siendo un diálogo musical que reflejaba más o menos lo que estaba pasando en la pantalla.
Más que ilustrar musicalmente la película, durante un tiempo se dedicaron a contestarse el uno al otro, conduciendo al público a emociones que no estaban en el guión y que eran regalos de la pasión improvisada.
Blanca recordaba muchas películas, pero sobre todo una: Lirios rotos. Pocas veces la necesidad la había obligado a expresarse tanto en cada movimiento musical, y resultaba evidente que a Enrique le había pasado lo mismo.
Y hubo una noche en que el piano y el violín consiguieron arrebatarle el protagonismo a las imágenes y sintieron que todo el público estaba conteniendo el aliento.
Cuando acabó la película, ellos continuaron unos minutos más el concierto, y al final los aplausos fueron tan entusiastas como estruendosos.
Esa noche, cuando acabó la función, estuvieron bailando hasta el amanecer y al amanecer buscaron el calor de las sábanas de un hotel de Chueca.
Tan sólo dos o tres años después, la llegada del cine sonoro dejó sin trabajo a muchos músicos de Madrid. Pero Enrique fue muy pronto contratado como violinista por la orquesta del café Europeo y Blanca se puso a coser en casa mientras cuidaba de su hija recién nacida, que murió de pulmonía a los pocos meses…
Blanca parece prematuramente consumida, mirando el pequeño ataúd. Es una madre demasiado joven, sólo tiene diecisiete años.
Las moscas zumban en la sala y Blanca cree estar enfrentándose a lo irremediable.
Enrique, que está a su lado, la quiere consolar pero no puede.
Una vela arde junto al féretro. Las paredes parecen oscilar con el crepitar de la llama y en una de ellas se recorta, tembloroso, el perfil de la niña.
Blanca mira la sombra; cree que ha entrado en una cadena de hechos irremisibles y se siente acariciada por el demonio de la locura.
—No te preocupes mujer, tendremos más hijos —susurra, con torpeza, Enrique.
Como si le censurase lo que acababa de decir, Blanca se aparta de su marido, gimiendo de rabia y de dolor.
Ese mismo día entierran a la niña y Blanca empieza a no sentir sus límites. Es la primera vez que le ocurre y no se atreve a decírselo a Enrique.
Se siente viva, nota su respiración, escucha sus latidos, pero no percibe los límites de su cuerpo. Es como si la niña le hubiese robado sus límites y ahora estuviesen bajo tierra.
He enterrado con ella mi piel, piensa, he enterrado mi tacto. ¿Un simple cuerpo bajo tierra basta para borrar todos los límites, todas las fronteras, todas las pieles, todas las conciencias?, se pregunta.
Un simple cuerpo muerto basta para que la vida se abra como un abismo del que no podemos ver las paredes y cuya boca es tan grande como el cielo que abarca nuestra mirada al elevarse.
Aún resuenan en su cabeza los ruidos de la tierra cayendo sobre la caja cuando empieza a creer que está de nuevo embarazada.
No se equivoca, ya que no mucho después viene al mundo su hijo Quique. Más tarde llega la guerra, y tras la guerra la derrota, y tras la derrota la muerte del músico Juan Cánepa, que se suicida en prisión y que deja una agenda en la que tiene figura el nombre de Enrique.
Una noche en que Blanca, Enrique y el niño se hallaban cenando en familia aporrearon la puerta. Enrique abrió topándose de bruces con Gilberto Cardinal y tres hombres más, cuyos rostros permanecían ocultos en la oscuridad.
—Acompáñenos —dijo Cardinal.
Enrique se echó las manos a la cabeza y caminó nervioso hasta la salita para coger su chaqueta.
—Blanca intentó retenerlo. Cardinal se acercó a ella, la empujó hacia la pared y le dijo: —¿Quieres que te llevemos a ti también?
Blanca pensó en su hijo y se quedó paralizada mientras Enrique, ya con la chaqueta puesta, deslizaba la mirada por el violín que se hallaba sobre el piano. Luego se fijó en Quique, que permanecía tembloroso en una esquina del cuarto, y se acercó a él para abrazarlo.
Entre sollozos, abrazó también a Blanca antes de que los hombres lo arrastrasen hasta la calle, donde les aguardaba un coche aparcado frente a la taberna.
Tres días después, Blanca se hallaba preparando un paquete con ropa para su marido cuando varios policías, que habían estado vigilando su ventana desde la taberna, llamaron a su puerta y la empujaron hasta un furgón en el que había más mujeres con la misma cara de desconcierto que ella.
Los dos primeros interrogatorios fueron suaves y la dejaron muy sorprendida, haciéndole creer que la iban a soltar pronto. Llevaba seis horas seguidas en la celda cuando se abrió la puerta y aparecieron dos hombres.
—Usted —dijo uno de ellos, y la señaló con el dedo.
Ya estaba saliendo de la celda cuando pensó en sus trenzas, en sus largas y vigorosas trenzas, y la sorprendió que aún no se las hubiesen cortado. ¿Querrán colgarme de ellas?, se preguntó recordando un rumor que corría por los calabozos.
—Ayer una mujer le vendió a don Basilio sus trenzas. Eran muy hermosas —comentó Suso.
—Yo guardo las de mi madre —confesó Tino—. Son todavía negras y brillantes. A veces las acaricio y siento como si todo su cuerpo se regenerara.
—Tu madre era muy guapa.
—Pero mira qué pronto se la llevó Dios.
—Lo sé, Tino, lo sé, pero no empieces como siempre por favor. No me llores más, que no están los tiempos para llantos.
—Los tiempos están para apretar los dientes y seguir andando.
—¿Por qué?
—Porque ése es nuestro destino. Toma ejemplo de Muma, que ahí viene con las mandíbulas prietas y los ojos encendidos, y que sabe de resistencia mucho más que nosotros.
Tino y Suso se hallaban en la trastienda de la mercería, manipulando hombres y mujeres de cartón piedra.
Don Basilio, que era como llamaban al comerciante que los contrataba, había sido el propietario de una tienda de tres pisos, en la que había muchos maniquís. Ahora esos maniquís reposaban en el trastero, condenados a no volver a vestirse nunca.
Una hora antes, don Basilio les había ordenado que fuesen separando los maniquís que aún estaban enteros, y que los miembros sueltos los fuesen dejando en una esquina. Así que desde hacía un rato los muchachos habían ido acumulando piernas, brazos y cabezas en una esquina del cuarto.
—¿No te impresiona ver tanto brazo y tanta pierna sueltos? —preguntó Tino.
Suso se acercó a la ventana y dijo:
—Más me impresionan otras cosas. Ya han cogido también a Pilar y a Joaquina y sus hermanas.
—No me acuerdo de Joaquina —dijo Tino, observando la mano de un maniquí infantil.
—¿Cómo que no? La del cinturón de las cabezas de negros… Tenía una hermana soberbia.
—¿Más soberbia que Ana?
—¿Hablas de Ana? —dijo Suso mirando por la ventana.
Desde la ventana de la trastienda, Suso y Tino vieron a una mujer que caminaba erguida, dando pasos largos y elegantes, y que daba la impresión de que tenía prisa. A diferencia de las demás mujeres, no llevaba los cabellos recogidos como si pensara que la ola de oro que envolvía su cabeza podía saltar por encima de la moda.
—Los dos muchachos abandonaron inmediatamente la sala y la siguieron, oliendo a humo y a fuego y sin saber muy bien lo que hacían. Muma los miró con ojos incisivos, y prefirió no seguirlos. Cerca de la calle Almansa, Ana se subió a un tranvía y Suso y Tino abandonaron la persecución.
Desde una esquina de la calle Tetuán, el Pálido vio que un tranvía se detenía en la parada vacía. Sólo descendía una mujer espigada, rubia, y con una columna vertebral muy bien asentada.
Una sirena se oyó a lo lejos. La mujer miró hacia atrás y aceleró el paso hasta desaparecer en el portal de una casa flanqueada por un montón de escombros y un erial.
Pensando que ya la tenía localizada, el Pálido decidió abandonar la zona y regresó a comisaría, ajeno a las metamorfosis que estaban a punto de producirse en la mujer rubia.
Mientras avanzaba por el portal, Ana era todavía ella, con su silueta alargada y sus pasos llenos de decisión, y todavía era ella cuando llamó a la puerta.
—Hija, por fin llegas… —murmuró su madre, que acababa de abrir.