Dionisia llegó a su celda y sintió deseos de taparse la nariz. Pensó que llegaba la hora del odio. Odiaba casi todos los cuerpos que evolucionaban en las sombras de la celda, molestándose unos a otros, invadiéndose unos a otros.
Pensaba que no se limpiaban lo suficiente, que no se respetaban lo suficiente, que no miraban lo suficiente lo que tenían a su alrededor. Y a fin de poder olvidarse de ellos, continuaba bordando hasta que los hilos blancos ya no se diferenciaban de los negros.
Blanca acababa de recibir la visita de su hijo y tocaba con más pasión que nunca el armónium de la capilla. Se sentía habitada por una música que no era suya, que era de su hijo, que procedía de su melancolía prematura como un susurro profundamente quebradizo, rompiéndose en cada nota y en cada nota consiguiendo que una íntima partícula sonora empalmara con la nota siguiente, igualmente quebradiza e igualmente capacitada para resurgir de sus propias cenizas.
El coro se estaba tomando un descanso cuando Avelina le trajo una nota clandestina de Enrique en la que le hablaba de dolor y de ausencias. ¿Has visto al niño?, le preguntaba.
La nota la llenó de alegría y volvió a sentirse felizmente enajenada mientras deslizaba los dedos por las teclas del armónium y acompañaba a las cuarenta voces, algunas profesionales, que conformaban «el coro catedralicio», como jocosamente llamaban al coro carcelario.
Una de las voces era la de Julia, que seguía llevando la chaqueta de ferroviario, y que parecía poseída por el duende de la risa.
Siempre que Blanca y Julia se veían en la capilla, recordaban la calle San Andrés, donde habían coincidido a menudo, y hablando conseguían trasladarse juntas al barrio de las Maravillas y juntas asistían al teatro y ya de madrugada se tomaban una horchata en la plaza 2 de Mayo bajo la luz palpitante de las farolas y las estrellas.
Y mientras hablaban, Julia se reía, aunque con más amargura que antes. Dos días atrás Avelina le había traído una carta de su madre en la que le advertía que su novio andaba con otra. En lugar de lamentarse, Julia le había contestado que no le importaba. Se consideraba todavía muy joven y le aseguraba a su progenitora que cuando saliera de la cárcel no le iban a faltar hombres. Aunque no podía negar que desde entonces sus recuerdos se habían enturbiado. Las tardes de verano, cuando iba a pasear con Emilio por Madrid, habían cambiado de color.
Desde la balaustrada que daba a los jardines de Oriente el atardecer podía estar lleno de esplendor y Julia recordaba la luz porosa, de una amabilidad exquisita, bajo cuyo amparo el cuerpo se sentía lleno de si mismo y de] aire que lo envolvía. Pero ya no era como antes. Aquel Emilio no era el que ella imaginaba: era un fantasma de su mente, y sólo un fantasma había estado con ella aquellas tardes benditas en los jardines de Oriente.
Julia estaba pensando que el tiempo era un traidor cuando llegó la directora del coro y se colocaron todas en torno al armónium.
Inmediatamente reanudaron los ensayos y una vez más se pusieron a entonar una canción de López Maldonado que decía: ¡Ay amor, perjuro, falso, traidor! ¡Enemigo de todo lo que no es mal; desleal al que tiene ley contigo!
Julia se reconocía tanto en la canción que no pudo evitar poner más pasión de la debida, anulando con su voz las de sus compañeras. La directora, que simulaba tener mucha paciencia, interrumpió el ensayo.
—Querida Julia —dijo—, yo sé que tu optimismo te obliga a creer que dentro de ti hay una gran voz, que nadie ha descubierto todavía, ni siquiera tú misma ¿Me equivoco?
Julia no respondió. La directora continuó diciendo:
—Eres la clase de persona que se puede convertir en la pesadilla de un coro. Así que, si quieres seguir con nosotras, modera tu emoción. Sigamos…
Reanudaron el ensayo. Ahora temía destacar y su voz dejó prácticamente de oírse.
La directora ya se había ido cuando llegó Avelina y le comunicó que habían detenido a Emilio.
—Me piden que te diga que se acuerda mucho de ti —añadió Avelina.
El rostro de Julia se iluminó. De pronto parecía una mujer radiante.
—Una presa de arriba, que se cruzó con él en comisaría, cuenta que se tuvo que comer tu fotografía para que no te relacionaran con él… —comentó Avelina, antes de irse.
Julia pensó que Emilio seguía siendo un amor y estalló en lágrimas de alegría.
Fue entonces cuando llegó a la capilla Virtudes con una botella de vino. Eran muchas, pero a todas les tocó algo.
Las risas iban en crescendo, y en crescendo las palmas y los vítores, cuando apareció Zulema. La funcionaria señaló la puerta que conducía a las galerías y dijo a voz en grito: —¡Todas a sus celdas!
Ya se estaban dirigiendo a las galerías cuando Blanca y Julia se fijaron en la mujer que se hallaba sentada en cuclillas, en mitad de una escalera. Era la Muda y las miraba con expresión demasiado distante. Antes parecía simplemente triste, ahora parecía una iluminada.
—Se acabó la música —dijo Quique.
—¿Sabes que tu madre toca bastante bien? No sabía que era ella la del armónium, aunque debí imaginarlo —comentó Suso.
—Ahora se oye ruido de cubiertos. Debe de ser la hora de la cena —añadió Tino.
Dos horas antes, Quique se había encontrado con Suso y Tino a la salida de la cárcel, y se había quedado con ellos para oír tocar a su madre desde un rincón que conocían, en el flanco trasero de la penitenciaría.
Las ventanas de las celdas comenzaron a Iluminarse, trasmitiendo una extraña sensación de intimidad.
—Me gustaría vivir en la cárcel —dijo Quique, cuando ya estaban a punto de marcharse.
—¿Estás seguro?
—Completamente —contestó, y empezó a canturrear—: ¡Ay amor, perjuro, falso, traidor!
En el barrio reinaba el silencio y una luna que era apenas una raya empezaba a perfilarse más allá de los muros del manicomio y de las arboledas de la fuente del Berro.
Virtudes cogió al vuelo la carta que le mostraba Avelina y pasó la mañana leyéndola una y otra vez. En la carta Vicente evocaba una tarde de finales de verano en que se habían quedado solos en el Círculo. Septiembre. En Madrid estaba viendo. Ocurría a menudo. Eran lluvias tan alegres y ligeras como las primaverales. Eran lluvias con humor. De pronto aparecían, daban un par de piruetas frescas, que dejaban a la ciudad sin polvo, y desaparecían como si más que fenómeno atmosférico fuesen un número de prestidigitación.
Virtudes y Vicente se hallaban sentados en una esquina la sala. Mientras escuchaban el repiqueteo de la lluvia en los cristales, él empezó a deslizar la mano bajo su falda.
Virtudes prefirió no seguir con ese recuerdo. Le dolía tanta privación. Y lo peor era cuando la piel se separaba de la conciencia y recordaba por su cuenta. Entonces toda ella se convertía en memoria de sí misma y los recuerdos se iban desplegando como esporas desde la cabeza a los pies.
Al no poder nutrirse de futuro, la piel se nutría de pasado y celebraba unas bodas tan íntimas con la memoria que lo vivido volvía a ella con un poder de convicción que aturdía. No era solamente evocar lo pasado, era volverlo a vivir en toda su materia y con los sentidos más despiertos que cuando habían ocurrido los hechos. Era como repetir la experiencia mejorándola. De esa forma recordar se convertía en una réplica a flor de piel de la vida, que se ofrecía al recuerdo como un ámbito más rico en matices de lo que habíamos creído, y por lo tanto más deseable de lo que habíamos imaginado. Situación que la conducía siempre a formular más de una promesa. Virtudes se prometía aprovechar mucho más cada instante y se hacía el firme propósito de explorar con más ardor, y con los cinco sentidos, el misterio de la vida.
Virtudes se incorporó, salió al pasillo y se dirigió a su celda. Mientras se alejaba, Zulema la miró con ojos que tan pronto parecían de deseo corno de misericordia. Dos piernas amables en su dureza de caolín. Dos piernas que aún no avanzan hacia el cadalso. Su pelo apenas tiene dos centímetros de largo, pero ya cubre de negro su cráneo bien perfilado, como el de una egipcia pensó Zulema recordando un poema que había escrito recientemente y con el que había combatido uno de sus frecuentes y ardientes insomnios.
Avelina cortó con sus pasos el grupo de mujeres que cantaba a la entrada de la galería. Al otro lado del círculo aguardaba una mujer a la que entregó un pequeño paquete.
La mujer, ligeramente rubia y de ojos apacibles, deshizo con tranquilidad el paquete, ante la mirada atenta de Avelina. En el interior de la cajita de cartón había un frasco de cristal.
En ese momento, avanzó desde la escalera Elena, y se quedó investigando sus siluetas.
—Con esto no tengo ni para una semana… —oyó decir a Carmen.
—Debe de haber escasez.
—La hay. Me lo ha dicho mi madre.
—Podría robarle un frasco a la directora. Utiliza el mismo fármaco que tú.
—Ni lo intentes. Aún no estoy tan desesperada…
—Bueno, Carmen, te dejo. Tengo que seguir…
Carmen asintió con una sonrisa y continuó en la celda, sabiéndose brumosamente observada por Elena.
Antes de que se acercaran ella y la Mulata, Carmen había estado recordando la época anterior a la guerra… La noche tenía entonces otras dimensiones, que variaban según el estado de su cabeza. Podía hacerse muy larga o muy corta, podía ser muy tranquila o estar llena de desgracias inesperadas… También había estado recordando la madrugada en que fueron a buscarla a casa de una amiga del barrio. Primero se llevaron sólo a su amiga. Una hora después, volvió su amiga con tres policías y entonces se la llevaron a ella, que a diferencia de su amiga parecía puro sosiego.
Los que tienen el corazón quebradizo aprenden a sosegarse. No se puede sucumbir continuamente a la ansiedad con un corazón de cristal que se haría añicos con un grito inesperado. Los que tienen el corazón frágil aprenden a esperar de otra manera, sabiendo que la muerte interpreta siempre una partitura diferente a la que creemos, que está sin embargo contenida íntegramente en la cavidad de nuestro corazón como las notas de Para Elisa pueden estar contenidas en la mecánica de una pequeña cala de música. Un día la melodía cesa, la caja se cierra. Adiós, fatigado corazón…
A los doce años, Carmen había estado a punto de conocer la peor de las experiencias cuando, tras dejar el colegio, se puso a coser para mantener a su familia: nueve hermanos y su madre viuda. Era una niña esclavizada, y se le resintió el corazón. Creyeron que se moría, pero todo se quedó en un susto. Desde entonces se medicaba y desde entonces tenía más conciencia de la muerte y más conciencia de la vida. El hecho de tener que estar más pendiente que los demás del ritmo de su corazón había desarrollado en ella un sexto sentido, capacitándola para percibir de otra manera el sonido. Y a veces se sorprendía escuchando la extraña música del mundo, también en la cárcel. Una melodía que parecía deslizarse por debajo del dolor, que estaba constituida de dolor pero también de algo más.
Carmen conocía todos los ritmos de la cárcel. Los gritos, los gemidos, las conversaciones, los zumbidos, el ruido de las cañerías, de las cacerolas, de las llaves en las cerraduras, de los mosquitos y de las moscas que danzaban sobre los muertos. Y a veces sentía que le gustaba aquella sinfonía de todos los infiernos, aquel estruendoso rumor de colmena superpoblada, pues acababa siendo una música tranquilizadora que le indicaba que también lo excepcional podía convertirse en normalidad para que siguiera girando la esfera del mundo.
Elena, que seguía ante ella, le preguntó: —¿En qué piensas?
—En la música de la locura. ¿No la oyes?
—Sí.
—Es una música extraña… Parece deslizarse por debajo del latido del corazón, y por encima.
—Es verdad.
—Se parece a un zumbido…
—A muchos zumbidos…
—Es como una respiración muy larga, como una respiración sofocante.
—Pero que por la noche te adormece.
—Exactamente.
Mientras Carmen hablaba, y lo hacía pocas veces, Elena seguía pendiente de su silueta, maravillada de que sus maneras de apreciar la atmósfera de la cárcel, su mundo sonoro, fueran tan parecidas. Mientras Carmen susurraba, en su cabeza se iba reproduciendo todo lo que ella decía con una claridad meridiana que le hacía mucho más soportable el día. Con Carmen la casa de la niebla se convertía en la casa llameante.
—Un policía que me interrogó decía que la locura era una atmósfera, y que habíamos entrado en ella.
—¿Te interrogó el Pálido?
—Dos veces.
—A mí me dijo lo mismo, y no le faltaba razón a ese malnacido. ¿Qué te parece la cárcel?
Elena cogió aire y empezó a decir:
—Al principio lo veía todo como los dibujos de la Divina Comedia, pero más borroso. La impresión que tenia era la de haberme extraviado en el valle de las almas perdidas. Un valle subterráneo, envuelto en brumas fosforescentes, donde visible se confundía con lo invisible, formando un mismo magma… Otras veces me parecía que nos hallábamos en una casa muy alejada en el espacio y el tiempo. Una casa remota, sobre la que se abatía un mar muerto y gris. Y nadie sabía qué hacíamos allí, en aquella región junto al mar que parecía la región de la soledad…
Daba la impresión de que el mundo se había olvidado de nosotras.
—Hay formas más prosaicas de verlo.
—No quería hacer poesía. Hablo de impresiones que me venían a la mente, hablo de pesadillas.
—¿Y ahora?
—Ahora mi mirada es otra. Más que desplazarme por un mundo de sombras, siento que me desplazo por un mundo de pasillos, de luces fulminantes y de gritos. Hace días, llegué a creer que en realidad este laberinto no tiene fin, y que podrías pasar la vida entera recorriendo los pasillos sin hallar jamás su término.
Carmen meneó con inquietud la cabeza. Enseguida oyó un silbato y se dio la vuelta. Era Zulema.
—¿Has visto a Pilar? —preguntó.
Carmen negó con la cabeza.
—¿Por qué no está en su celda? —No sé de qué me habla.
—Lo sabes.
—Usted delira.
Zulema la empujó hacia el interior de la celda y murmuró: —Lo siento por tu corazón. ¿Yo deliro? No, infeliz, no. Soy la única en este lodazal que no delira, la única que mira lo que tiene delante, la única que sabe, la única que arde y la única que está plenamente en la realidad. ¿Y tú? —dijo mirando a Elena—. ¿Qué haces aquí? Vuelve inmediatamente a la escalera.