Mientras Elena se alejaba, Carmen reculó y acertó a sentarse sobre un catre. A su derecha descubrió a Eulalia y se hundió más en la tristeza. Eulalia, que parecía haber sido sorprendida en algún asunto íntimo, era algo retrasada mental y la imitaba continuamente, de forma que también ella había empezado a quejarse del corazón.
Ver su caricatura en aquella mujer de carnes flácidas y mirada bobina la sacaba de quicio y en más de una ocasión había soñado que la estrangulaba.
Ahora, por ejemplo, Eulalia la estaba imitando. Se recostaba como ella, miraba al techo, manipulaba con su mano derecha un frasco, bostezaba, se incorporaba, ponía cara de espanto.
Pilar, que había pasado el día fuera de su celda, estaba enseñando a leer a dos reclusas de la escalera cuando llegó Zulema hecha una furia y la arrojó de allí a empujones mientras le escupía al oído: —¿Qué estabas haciendo con esas chiquillas?
—¿Usted qué cree?
—¡Contesta! —rugió Zulema fuera de sí.
Pilar puso cara de seriedad y musitó:
—Las estaba pervirtiendo.
Zulema le dio en empujón. Pilar estalló en carcajadas. A esa hora, anterior a la cena, la cárcel era un hervidero de frases beligerantes, un río circular que ardía en su centro, y donde todos los improperios hallaban cabida. Bastaba con prestar un poco de atención para sentirse flotando en un infierno verbal.
Estaba a punto de llegar la medianoche y supo que había llegado la hora. Salió de su galería, pasó ante la celda de Carmen, que la miró de soslayo como si le estuviese reprochando algo, y dejó atrás la escalera donde se apretujaban Elena y Luisa. Con el sigilo de una culebra, se fue deslizando hasta un corredor muy exiguo que conducía a la lavandería.
Cruzó el pasillo casi corriendo y abrió la puerta. Enseguida vio que ella la estaba esperando, inmóvil entre las sombras.
La recién llegada se aproximó y empezó a acercar los labios. El primer beso, sabiamente demorado, llegando lento a los labios, apresándolos de un solo movimiento y buscando más tarde la caricia ansiosa de la lengua, les resultaba algo parecido a recobrar el aliento tras haber estado un largo tiempo bajo el agua. Daba la impresión de que ninguna de las dos quería que le quitasen lo bailado y cada vez ponían más ganas para que el baile se grabase bien en sus memorias y se convirtiese en una dicha para siempre.
Al beso inicial, largo y zalamero, le sucedieron otros, que o bien buscaban las orejas y la nuca, o bien el cuello y los pechos. Luego volvió la ceremonia de las bocas juntas, de las bocas hondas.
—No podemos dejarnos marcas.
—Lo sé.
Una empujó a la otra y las dos cayeron sobre un montón de sabanas limpias. Era como sentirse de pronto en una nube blanca. Allí se desnudaron y se camuflaron bajo las sábanas, haciendo con ellas una especie de cueva, que luego disimularon con más sábanas encima.
Para las dos fue como meterse en el horno del amor y se hizo más grande la región del deseo, de forma que se ofrecieron lugares que antes se negaban, para volver finalmente a la ronda de besos en el cuello, en los labios, en los ojos. Ardían como pensamientos recién nacidos y se sentían sin peso.
—¿Y si llega alguien?
—No nos descubrirán tan fácilmente —dijo la más morena.
La luz que llegaba del patio cesó y se hizo la oscuridad completa bajo las sábanas. De pronto, era como si descendiesen hacia el pasado, veloces como aerolitos, y les llegaban imágenes de cuando aún no se conocían o de cuando se estaban conociendo.
Había que volver a orientarse, había que atravesar una extraña membrana, y sólo podía hacerse con las manos, con los dedos, con los labios.
A veces la piel no tenía otra manera de recobrarse. Por eso agradecieron aquella oscuridad que les exigía volver a empezar, aunque ya no desde la ignorancia, pues ahora se trataba de empezar desde un conocimiento que no por ser reciente dejaba de ser definitivo.
Por un instante, desaparecieron las sábanas, las paredes y las calles. Se hallaban en el centro de una oscuridad larga como la del desierto. Y estaban solas en una noche en la que todas las especies se habían ido lejos, inmensamente lejos, para hacinarse en las selvas que rodeaban el arenal, rojo de ausencia y rojo de deseo, bajo una noche en la que ya no cabían más estrellas.
—Nos la estamos jugando.
—Empieza a darme lo mismo. Es lo que nos vamos a llevar a la tumba.
La arena su fue convirtiendo en agua. De pronto se sentían en un mundo líquido, pero no en su superficie, se sentían en las profundidades calmas, donde el deseo tenía la densidad de la materia que tocaban y donde el cuerpo concentraba sus límites a la vez que los extraviaba.
El hambre en la que vivían, en la que estaban viviendo, disparaba su imaginación, llenando de extrañeza los besos, pues eran besos que había que robar a las sombras, arrancárselos con todas las fuerzas; pero también eran besos que había que robar a la luz, a la luz de la linterna de Zulema, que hubiese considerado un triunfo clamoroso sorprenderlas tan confabuladas, y a la luz de la mirada de casi todas sus compañeras, a las que aquella ceremonia del sofoco compartido les hubiese parecido reprobable. Pero en sus susurros, las dos reconocían que el hecho de que estuvieran mordiendo frutas muy ácidas y muy sustantivas, daba a cada abrazo furtivo un valor añadido, que adensaba su contenido en la oscuridad.
Cada vez más proyectadas la una hacia la otra, no se despegaron hasta que no las doblegó el cansancio y los tiros de gracia que llegaban desde el cementerio.
Todavía llenas di sofoco, se vistieron a oscuras y huyeron hacia sus celdas con la sensación de haberle prendido fuego al cielo.
Ana, Martina y Victoria, que tras el recuento habían conseguido deslizarse hasta el patio, vieron acercarse a Zulema y regresaron al departamento de menores, desde donde pasaron a la azotea. Ya se hallaban en ella cuando una de las reclusas encendió un cigarrillo, inhaló el humo con desesperación y enseguida empezó a toser. Se lo pasó a Martina, que dio una calada honda antes de pasárselo a Victoria.
Martina retuvo el humo en sus pulmones y cerró los ojos. El sabor del tabaco la transportó a los días anteriores a la guerra, cuando fumaba clandestinamente en su cuarto mientras se entregaba a ensoñaciones en las que, ya entonces, empezó a aparecer un hombre del que no se atrevía a hablar a nadie.
—Pecosa, tienes carta —dijo Avelina, que acababa de llegar la terraza.
Por un instante, Martina llegó a creer que le traían una carta de su hombre. Algo del todo imposible, pero que no le impidió sentir una cierta decepción al comprobar que se traba de una precipitada misiva de su madre en la que le decía que acababa de enviarle un paquete con comida.
Martina cerró los ojos con rabia y se consideró a sí misma la mujer menos afortunada en amores de la tierra. Ya durante la guerra, en los bailes y lugares de reunión de la muchachada, Martina había comprobado que los hombres que la fascinaban, los que le permitían soñar y se convertían en la pantalla donde ella podía proyectar sus deseos más delirantes, iban siempre con muchachas más bien pequeñas, de mirada endiablada y cara de pocas bromas.
Pero Martina era alta, demasiado alta, y de una palidez que desconcertaba. Otra diferencia que la separaba de las demás: tenía todo el cuerpo lleno de pecas, y especialmente el cuello y la cara. Con una fisonomía como la que le había tocado en suerte, su desdicha sentimental estaba casi asegurada, y sólo bastaba con que pusiera algo de su parte para convertirse en una extranjera para los demás y de paso también para sí misma.
La noche en que la detuvieron estaba vistiéndose para ir al cine con una de sus amigas y mientras lo hacía pensaba en el hombre que se había ido configurando en su mente con el paso del tiempo y los desconsuelos, y con el que había empezado a mantener una relación que no por fantasmagórica resultaba menos emocionante. Podía encontrarse con él en cualquier parte. Cuando aún estaba libre se lo encontraba en la calle, y ahora se podía topar con él cuando iba cruzando una galería y, de pronto, desaparecían las paredes, los muros, las alambradas, y sólo lo veía a él, envuelto en una luz tétrica. Porque su hombre no aparecía de cualquier manera. Aparecía como en los fotogramas de una película quemada. La imagen movía la boca y decía algo en una lengua que semejaba español pronunciado al revés.
Su hombre no tenía nombre y parecía un ruso. Era el ruso sin nombre. Largo como un abedul, de rostro anguloso y mirada firme y a la vez tierna y a la vez viril y a la vez frágil y a la vez… Llegó a creer que su hombre existía realmente, hasta que, pasado un tiempo empezó a notar que el ruso ya no acudía a sus sueños, y pensó que había muerto. Entonces Martina se partió en dos. Una de sus mitades se quedaba en la cárcel y la otra sobrevolaba amplias regiones del mundo en busca del que había huido de su sueño. Sobrevolaba la estepa rusa en unos segundos. Allí no estaba su hombre. Sobrevolaba Europa. Allí tampoco. Sobrevolaba Madrid. ¿Cómo iba a estar en Madrid su hombre? Sobrevolaba la sierra.
Por fin lo veía junto a un río. Oh Dios mío. Su hombre junto a un río caudaloso. Veía sus ojos tristes. El hombre miraba el río con pesadumbre. Daba la impresión de que quería suicidarse. El hombre estaba pensando en ella.
Martina podía entrar en la mente de su hombre, podía leer sus pensamientos. Y él está pensando en mí, se dijo a sí misma. No me conoce y sin embargo me lleva tatuada en su cerebro.
—¿Con quién hablas? —le preguntó Ana.
Martina se sobresaltó.
—Con nadie.
—¿Seguro?
—Estaba soñando despierta —reconoció.
Ana la miró con preocupación y dijo: —¿Quién te lleva tatuada en su cerebro?
Martina sonrió con tristeza y contestó:
—Alguien que se ha perdido por no encontrarme…
—Y tú te has perdido por no encontrarlo a él…
—Así es.
—¿Hablas en serio?
—Naturalmente —dijo Martina, y miró a Ana con desdén—. Tiene que haber alguna verdad en nuestros sueños, alguna realidad. No pueden ser sólo deseo. A veces son demasiado precisos, demasiado reales. ¿Por qué? ¿Para qué?
Cuando son muy reales traspasan su propia frontera, yo lo sé. Entonces dejan de ser simples sueños, y se convierten…
—¿En qué?
—En una luz obsesiva, en una luz envolvente, que quiere iluminar más de lo que podemos ver. Tú no puedes conocer los límites del sueño, de cualquier sueño. Para conocer los verdaderos límites de un sueño habría que tener la cabeza inmensamente despierta, casi tan despierta como Dios. Quizá ese hombre del que te hablo se cruzó conmigo alguna vez Madrid, en plena guerra… Quizá pertenecía a las Brigadas Internacionales… Quizá estuvimos a punto de encontrarnos, quizá hasta nos vimos, en un abrir y cerrar de ojos, en la parada del tranvía… Y ahora estamos condenados a soñarnos por no haber sabido reconocernos. ¿No te parece una tragedia? Ni siquiera estoy segura de haberlo visto y sin embargo podría escribir una novela sobre su vida.
Ana la miró asintiendo. Más de una vez había pensado que las mujeres amaban sobre todo lo que no conocían, y ahora creía que Martina encarnaba mejor que nadie esa actitud.
—¿No contestas? —dijo Martina, con una obstinación que a Ana no le gustaba.
—¿A qué?
—Te pregunté si lo mío te parece una tragedia.
Ana no se pudo contener.
—Tu sueño es el sueño de una escolar. Aunque no te lo reprocho, sigue con él si eso te alivia, pero no pierdas el sentido de la realidad. Aquí es peligroso.
—¡Apestas! —rugió Martína, mirándola con odio.
—Gracias. Yo sólo tengo una virtud —le dijo Ana—, cuando lo creo necesario disparo directo al corazón.
—No me has dado en el corazón, me has dado en la cabeza.
—Lo siento. Empiezo a estar más ciega que Elena.
En ese momento se acercó Zulema con aire amenazante y les preguntó de qué hablaban.
Ana contestó:
—De hombres.
—Lo suponía. Lleváis la obscenidad grabada en la cara.
Las dos amigas se echaron a reír. Zulema le dio un tortazo a Ana y le preguntó: —¿Qué hacíais fuera del departamento?
No respondieron. Zulerna las miró a las dos con frialdad estética, como si mirase dos obras de arte venidas a menos, dos miserables obras de arte. Pero enseguida notó un calor interno que le inundó el cerebro y se enrojecieron sus mejillas. Siempre le pasaba lo mismo cuando estaba ante Ana.
—Este mes os vais a quedar sin los paquetes de vuestras familias —dijo antes de alejarse.
Zulema entró en su despacho, cerró la puerta y se derrumbó sobre la cama turca. Ah, cómo lamentaba la estrechez de miras de casi todas las reclusas… Zulema pensaba que muchas de ellas llevaban cinturones de castidad más inexpugnables que los de las mujeres de la Edad Media, que se quedaban en los castillos esperando Indefinidamente a su caballero. En muchos aspectos, todas aquellas reclusas que se le negaban o que rechazaban acercarse carnalmente a sus compañeras hacían lo mismo con sus míticos novios: algunos presos, otros muertos, otros en el extranjero. Se guardaban para ellos, se preservaban para hombres fantasmales que probablemente no volverían a ver y, aun sabiendo que podían ser condenadas a muerte, rechazaban entregarse a placeres que hubiesen aliviado mucho su sufrimiento. ¿Ignoraban que justamente por eso la cárcel era un infierno de privación?, se preguntaba con irritación Zulema. Ah, qué insensatas, pensó recordando su poema preferido, por sólo una mirada levantaría los velos del placer más oscuro y las conduciría a una espelunca llena de ecos, donde gozarían de un frescor más agradable que el de las celdas y las umbas.
Ya de madrugada, Victoria soñó que su hermano Juan le decía: —¡Pero si ya has cumplido los dieciocho años y no he podido hacerte ningún regalo…! Es el problema de estar muerto. Fue gracias al sueño como Victoria cayó en la cuenta de que había cumplido años mientras estaba detenida y así se lo hizo saber a Ana.
—¿Habéis oído? ¡Victoria ya tiene dieciocho años! ¿Y no lo vamos a celebrar?
Virtudes, que había vuelto a infiltrarse en el departamento de menores, exclamó:
—Claro que lo vamos a celebrar, y por todo lo alto.
Para Ana y Virtudes fue como volver a colaborar en Socorro Rojo, y pasaron el día intentando conseguir comida y cigarrillos para la fiesta de Victoria.
Hasta las cinco de la tarde la gobernanta salió del departamento y las dejaron solas con dos guardianas. Entonces se pusieron sus mejores vestidos y le entregaron a Victoria los regalos: pequeños paquetes en los que se ocultaban una sortija, un peine, un caramelo, un lapicero, una peineta, un juego de horquillas Ante tanta abundancia, Victoria reventó en sollozos. Y mientras ella lloraba, Ana repartía la comida y Virtudes servía agua en vasos y latas.