Comieron, brindaron, bebieron y, mientras tomaban un poco de achicoria fría que hacía las veces del café, se pusieron a charlar con mucha animación, como si acabasen de tomar un par de copas de vino.
Martina y Victoria, que se hallaban algo apartadas el grupo, estuvieron hablando de sus amores.
—Hay un hombre que me quiere —susurró Martina—. Se lo he contado a Ana, pero no me entiende… —¿Por qué?
—Porque mi hombre es un sueño… Sí, un sueño, pero al mismo tiempo es una realidad más rotunda que yo misma…
—¿Y cómo es?
Martina hizo un gesto muy expresivo con el que quería indicar la naturaleza única y prácticamente indefinible de su sueño.
—Es muy guapo, aunque en los últimos tiempos lo noto muy demacrado y cada vez más lejos… —¿Dónde lo conociste?
—Ése es el problema. ¡No nos conocemos! Seguramente nos hemos visto alguna vez, pero sin darnos cuenta… Y yo sé que me busca, y también sé que nunca me va a encontrar…
—A mí me pasa algo parecido —dijo Victoria.
—¿De verdad?
Victoria asintió antes de decir:
—Creo que estoy enamorada de mi hermano.
—¿De Goyo?
—No, del muerto. Sólo él se acordó de mi cumpleaños.
Mientras sus amigas hablaban, Ana permanecía ligeramente apartada, mirándolas con lástima. Estaban las dos perdidas. Victoria en el mundo de los muertos vivos, Martina en el mundo de los vivos muertos, pensaba Ana.
Estaban las dos en un cielo demasiado quebradizo. Estaban las dos danzando sobre un sedal finísimo y debajo no había nada, ni siquiera estaba el suelo. Estaban las dos ardiendo, pero con un fuego sin luz, aunque lleno de deseo.
Estaban las dos partidas. Y yo, ¿no lo estoy? se preguntó. Quizá todo lo que le estaba pasando era el efecto de una única causa: su ceguera. Y ahora creía que la ceguera se detectaba sobre todo en los momentos límite.
Pensar en sí misma la hacía sentirse extraña, como si pensase en otra, y lamentaba lo poco que había saboreado la vida, lo poco que había amado y lo poco que se había dejado amar.
Si saIgo viva de aquí, seré otra muy distinta, se decía a sí misma. Lo había jurado por su vida y no era una mujer a la que le gustase jurar en vano.
Victoria y Martina seguían haciendo la apología de la nada cuando Joaquina, que tenía una idea más real del deseo, se acercó a ellas y murmuró:
—He oído vuestra conversación y me dais lástima.
Victoria y Martina se arrojaron a ella como dos furias y comenzaron a arañarla y a insultarla. Era como si Joaquina hubiese profanado un mundo en el que ellas fundamentaban parte de su naturaleza más íntima y del que quizá se avergonzaban.
Hubo que separarlas y rebajar la temperatura. No mucho después empezaron a cantar y, cuando ya la euforia se había apoderado de todas, se colocaron en fila, se cogieron de la cintura y se fueron por toda la cárcel formando un pasacalles.
La fiesta estaba llegando a su apogeo cuando las dos que ya habían coincidido en la lavandería se fugaron de la algarabía y volvieron a coincidir en las duchas. Mientras escuchaban a lo lejos las canciones, estallaban en carcajadas rabiosas y luego empezaban a besarse.
Cuando una hora después abandonaron las duchas parecían trasfiguradas, aunque no más que las otras. Todas las que habían entrado en abril y mayo, y que ya habían pasado la fase del aturdimiento, estaban experimentando un sentimiento de elevación que no esperaban. Desaparecía el dolor, pero no la visión del mal ni la conciencia de su gravedad, Simplemente se veían lejos y en perspectiva. La mente ya tenía una atalaya para mirar el horror y asimilarlo a distancia, Y en esa atalaya cabía la risa, el concierto, las amistades más profundas, las enemistades más hondas…
Esa misma noche, Martina pudo al fin abrazar a su ruso. Sus brazos no eran tan compactos como ella había creído, pero ¿por qué extrañarse? Eran brazos frágiles. No podían ser los brazos de un hombre de acción. Él ya no era un hombre de acción. Era un melancólico… Y sus cabellos… tampoco eran como ella los había imaginado, eran condenadamente largos. Parecían los de un hombre de otro tiempo. ¿Y por qué ahora estaba a su lado, dejándose acariciar? ¿mostrándose finalmente como una naturaleza palpable?
Martina no se lo explicaba. Y mientras ella estrechaba temblorosamente al ruso sin nombre, Victoria, que dormía a su lado, creía notar en su cuello y en su pecho dedos fríos, dedos de muerto, y pensó en su hermano. Súbitamente se despertó y, al ver una mano pálida y pecosa sobre su pecho, acertó a decir: —¿Qué haces?
—¡Acabo de abrazarlo! —exclamó Martina, con los ojos aún cerrados.
—Despierta, Martina, me estás abrazando a mí.
—¿A ti?
Sin abrir los ojos, Martina regresó al sueño, pero en lugar de abrazar a Victoria se abrazó a sí misma y adoptó la posición fetal.
El Ruso se despertó y vio a su lado a Raúl. Se hallaban unto al río cerca de Talavera, y el sol caía oblicuamente sobre la dehesa. Sabían que la guerra había acabado pero no se querían rendir, en todo caso querían huir, y ni siquiera eso tenían claro.
A media mañana, decidieron darse un baño y descendieron hasta el roquedal, donde el agua se partía en cada tramo antes de volver a juntarse en la presa del monasterio. Su milenaria insistencia había dado a las piedras que estaban en contacto con ella carnalidad y blandura, y parecían presencias húmedas que reaccionaban al contacto con los pies.
Arriba, en un cielo que parecía odiar la transparencia, el gavilán señoreaba con su lento y amplio vuelo, atento a todo movimiento que pudiera llevarse a cabo en el roquedal. Viéndolo, se intuía la elegancia severa que pudo tener el vuelo de algunos reptiles alados cuando el hombre ni siquiera era un proyecto.
Cerca de la presa, estuvieron nadando un rato y luego comieron uvas pasas con pan en un lugar sombrío y resguardado al borde de una barranca, desde donde podían contemplar sin ser vistos un vasto panorama en el que se incluía una ciudad de piedra ocre y gris y el río de acero. El estruendo de las cigarras ahogaba el rumor de la ciudad, dando la falsa impresión de que todo en ella era silencio. De vez en cuando llegaban sin embargo rugidos de vehículos militares.
El Ruso posó la mano sobre el hombro de Raúl y dijo: —¿Me haces un cigarrillo?
—Háztelo tú…
El Ruso, que era largo y pelirrojo, cogió la petaca que le tendía su amigo y dijo:
—Tengo ganas de pisar Madrid.
—¿Y qué has perdido allí?
—¿Acaso no lo sabes? Me esperan mi novia y un hermano loco —dijo el Ruso.
—Nunca nos habías hablado de tu hermano…
—Me cuesta hablar de Damián… Iba para actor y consiguió un papel en La aldea maldita. Era el más inteligente de la familia, pero se empezó a torcer y a torcer, y una vez intentó matar a mi padre vertiendo insecticida en su oído. Lo dejó más sordo que una tapia y decidimos ingresarlo. Mi hermano pasaba el día leyendo las obras de Shakespeare y la Biblia, y quería hacerse protestante. Mi padre estaba furioso con él, y hasta pienso que precipitó su locura. Ahora está en un manicomio junto a la cárcel de mujeres, y me pregunto en qué situación lo voy a encontrar. Como comprenderás, ir a Madrid es para mí una exigencia. Quiero saber qué está pasando allí.
—¿No lo imaginas?
—No, Raúl, no lo imagino. Nadie lo puede imaginar.
—Yo sí que lo imagino —dijo Raúl, mientras liaba un cigarrillo—. Seguro que es un avispero de delaciones. La apoteosis del sálvese quien pueda… —¿No has dejado a nadie allí?
—No, en Madrid sólo pasé tres años, mientras acababa Medicina… Tuve una novia en Chamberí que se murió de tuberculosis.
Raúl observó su pistola y dijo:
—Me temo que ya no vamos a pegar muchos tiros mas, muchacho. Antes nos los pegarán a nosotros.
—No te engañas —dijo el Ruso con amargura.
—¿Sigues enamorado de tu novia?
—Completamente. La voy a devorar en cuanto llegue a Madrid.
—Veo que es ella la que te arrastra.
—No te quepa la menor duda. Es como si la oliera desde aquí.
—Es lo bueno de estar enamorado. Te da fuerza, te da decisión, te da locura.
Desde el fondo de la carretera llegó el rugido de un vehículo. Se acercaron a la cuneta y vieron que se aproximaba un coche militar.
—¿Qué hacemos? —dijo el Ruso.
—¿A qué te refieres? —preguntó Raúl.
—Es un vehículo enemigo. Podía ser nuestra última operación.
—¡Ni hablar! —protestó Raúl.
—¡No me salgas con cobardías a esta altura del camino! Piensa que estamos en una guerra que no va a acabar nunca espetó el Ruso.
—¿Te has vuelto loco?
El vehículo estaba cada vez más cerca. En la soledad del páramo parcialmente cubierto por pinares, su oscura y pesada carrocería lo hacía parecer aún más amenazante. Sin pensarlo más, el Ruso salió a la carretera y apuntó con su pistola al chófer, que no detuvo el automóvil.
Lo tenía ya encima cuando disparó, casi al mismo tiempo que Raúl, que había decidido seguir a su amigo. De los dos disparos, sólo el de Raúl, que no tenía el vehículo tan cerca alcanzó al chófer, que torció hacia la izquierda y estrelló el coche contra un árbol. La sangre empezó a salir una de las ventanas abiertas, que dejaba ver el rostro de una chica rubia, y por la carretera rodaron varios membrillos.
—¿Qué hemos hecho? —rugió Raúl.
—Creí que iban a parar —dijo el Ruso.
Desde la arboleda llegaron ruidos que parecían de pasos.
—Tengo la impresión de que nos han visto —murmuró el Ruso. Un segundo después, surgió del fondo de la carretera un camión y, con el ánimo encogido, se ocultaron en el bosque y siguieron por el camino de la sierra hasta que llegaron a un robledal donde vieron a un hombre muerto que estaba siendo devorado por los buitres.
Dejaron a un lado el camino y bajaron por una larga pendiente hasta la vía, cuyo trayecto siguieron hasta las proximidades de la estación de Oropesa, desde la que llegaban nubes de vapor procedentes de las locomotoras. Raúl y el Ruso fueron a refugiarse a un Patio, al fondo de una casa en ruinas desde donde se divisaba la torre del castillo, invadida por la maleza. Allí se sentaron entre los escombros y allí Raúl agitó angustiado la cabeza.
—Te voy a dejar —dijo.
—¿Estás seguro?
—Completamente. Hemos hecho una locura, y aún podemos hacer más si seguimos juntos.
—Supongo que sí —dijo el Ruso, encogiéndose de hombros.
—Yo no quería hacerlo.
—Pero lo has hecho.
—Por tu maldita culpa —gimoteó Raúl.
—Ya no pareces un miliciano.
—¿Y tú? ¿Qué pareces? Un fantoche que se niega a aceptar las evidencias. Tendríamos que deshacernos de nuestras pistolas. Ahora son un peligro.
—¿Y antes no? Aunque, bien mirado, el peligro es ir desarmado. ¿Dónde quieres ir?
A modo de respuesta, Raúl se incorporó y señaló la estación.
—¿No has advertido que ese mercancías va a Lisboa?
El Ruso lo miró con angustia y asintió.
—Tengo un tío en Lisboa que trabaja para la marina mercante —añadió Raúl—. Él puede ayudarme a llegar a Buenos Aires.
Mientras se abrazaban, el Ruso reventó en sollozos. Raúl apretó sus hombros y susurró:
—Hasta siempre.
Un instante después, tomó el camino que conducía a la vía. La locomotora volvió a silbar y la vía desapareció tras un densa humareda, que se tragó también a Raúl.
Roux, Cardinal y el Pálido habían comido opíparamente en el Ritz y se sentían alegres y pesados cuando salieron del hotel. Sus cabezas estaban llenas de ideas blancas e ideas negras, sin más matices posibles, y mientras hablaban se reían. ¿De qué? No era fácil saberlo. Aunque a ratos se ponían furiosos y comentaban el asesinato del comandante, de su hija y de su chófer. Una hora antes les había llegado la orden de elegir a quince mujeres, preferentemente menores de edad, para conducirlas a juicio.
En comisaría, una señora, que se sentía agradecida porque habían liberado a su hija, le regaló al Pálido un ramo de rosas. Eran quince. La señora ya se había ido cuando el Pálido cogió el ramo y, mirando a Cardinal y a Roux, dijo: —Señores, ha llegado el momento de decidir quiénes van a ser las quince de la mala hora. Bastará con ponerle un nombre a cada una de las rosas. Hagan memoria y decidan, según sus preferencias.
—Empezaré yo —dijo tomando una flor—. Y bien, esta rosa de pasión se va a llamar Luisa. No conseguí que esa bastarda pronunciara una sola palabra en los interrogatorios. Por poco me vuelve loco.
—Y ésta se va a llamar Pilar —dijo Cardinal, apartando otra flor.
—Y ésta se va a llamar Virtudes —susurró el Pálido con precipitación.
—Y ésta Carmen —dijo Cardinal—. Lo merece más que nadie. Nunca me miró bien esa condenada.
—Y ésta Martina —anunció Roux—. Está siempre ausente.
Seguro que ni siquiera se va a dar cuenta de lo que pasa.
—En ese caso llamemos a esta otra rosa Elena. Tampoco va a dar cuenta de nada. Hay gente así de afortunada dijo Cardinal.
—Y ésta Joaquina. Veamos si ahora la protegen sus veintiocho negros —dijo el Pálido, y añadió—: Os veo muy animados. ¿Cuántas llevamos?
—Siete.
—Pues aquí va la octava, que se va a llamar Victoria —añadió Roux—. Otra dama ausente.
—Y la novena Dionisia. ¿Cómo he podido olvidarme de ella? —dijo Cardinal.
—Y ésta Blanca —musitó el Pálido.
—Quedan cinco. Voto por que ésta se llame Julia —dijo Cardinal.
—Y ésta Avelina —anunció el Pálido, para enseguida añadir: —Y ésta Ana.
—¿Por qué ellas? —protestó Roux.
El Pálido miró afiladamente al comisario y murmuró:
—Es una condición impuesta. En realidad tenían que haber sido las primeras.
—¿Por qué?
—Avelina es la más conocida en la cárcel, la que todas esperan todas las mañanas. Si queremos que el castigo no pase desapercibido, la Mulata es la pieza clave. Con Ana ocurre algo parecido: dicen que es la reina del departamento de menores.
—Lamentablemente tiene usted razón —dijo Roux.
El Pálido lo miró con desdén y añadió:
—Le recuerdo que también he nombrado a Blanca, que por tocar el armónium es muy conocida. ¿Y qué me dicen de Virtudes? Señores, nos exigen esta vez la máxima eficacia y la máxima contundencia. La estrategia está clara y ya sólo quedan dos rosas por nombrar.
Cuando ya las quince flores tenían nombre, el comisario ordenó a Cardinal que escribiera la lista en un papel y la enviase a la cárcel.