De alguna mata cercana llegaba un aroma cantarín y de algún otro rincón sombrío un tenue recuerdo de acequia y humedad que le hizo pensar en la ciudad de Granada. Su madre era de Granada, de Monachil de la Sierra, el pueblo que le puso aroma de ranas a su infancia, de verdín y humedad a la hora de la siesta. Hacía tiempo que no pensaba en el pueblo de su madre, el único lugar donde aquella mujer recia parecía capaz de ser feliz, capaz de una felicidad sin alegrías, sin la necesidad de estar contenta. La detective se recostó, estiró las piernas, cerró los ojos y se dejó. ¿Por qué no instalarse aquí, claro?, pensó, lavarse en las zonas de limpieza del hospital y gastar el día entre plantas, cámaras fotográficas y estos edificios de cuento donde nada malo puede suceder. Estos edificios espantan a la muerte, pensó.
—Estos edificios espantan a la muerte —dijo.
—Nada espanta a la muerte. —La voz de Adela Sánchez de Andrade emergió falsamente serena, como si las hojas de los álamos del río fueran de papel de seda—. Tenemos la violencia metida en los sueños.
La detective se incorporó a medias y miró de reojo a la otra dudando de si debía continuar la conversación. La pelirroja había adoptado la misma postura que ella, con el culo apoyado en el borde del banco, la cabeza posada en la cabecera del duro respaldo y los ojos cerrados. Las piernas de ambas descansaban estiradas en paralelo, las dos con el pie derecho cruzado sobre el izquierdo. Victoria González era la versión hinchada, redonda y saludable de la enfermiza delgadez naranja de Adela Sánchez de Andrade. Se sintió cómoda y volvió a cerrar los ojos.
—Estos pabellones parecen de mentira, creo que por eso dan esta sensación de paz —insistió la detective.
—Yo tengo ahora sueños difíciles. —Un viento que jugara con las ramas—. Aquí tengo sueños muy difíciles y a veces no sé dónde estoy, si estoy cerca de aquí o muy lejos de aquí. Aquí es un lugar extraño que a veces es otros lugares.
—¿Usted está siempre aquí? —Victoria se dio cuenta de que no tenía verdadero ánimo de indagar.
—A veces estoy aquí al lado y a veces en Indochina. —En un murmullo—. Nunca tengo mucho miedo porque ya no quiero volver. No es que no quiera volver aquí o allí o a Indochina. Solamente no quiero volver. Por eso sufro poco. No pienso en regresar. Sólo estoy.
—¿Dónde podría regresar?
—Desde que llegué los sueños tienen siempre la muerte rondando. Será porque la muerte se acerca a estos lugares por la noche. A veces, cuando ya todo descansa y está oscuro, llega gente que sangra o entra una ambulancia que descarga personas con la piel de color gris. Curiosamente nadie llora. Las personas que lloran aquí sólo lo hacen de día. Por la noche están los sueños y la muerte. Ni los sueños lloran ni la muerte llora.
—¿Y usted?
—Yo no lloro, ¿lloras tú?
La detective se paró a pensar la respuesta sin preguntarse por qué tomar en serio aquella conversación. Llorar no era algo que entrara en sus preocupaciones y le costó recordar algún llanto reciente.
—Yo sólo lloraría de rabia —contestó—, pero tengo mejores maneras de deshacerme de la rabia. Llorar, sólo lloro lo imprescindible.
—Es un problema de infancia —sentenció Adela con una frase que cortó el viento juguetón de la ribera ocre. Ocre también la frase—. Es porque ya nos hemos hecho mayores. ¿Quieres que te cuente mi último sueño?
—Sí, claro, cuénteme su sueño.
La pelirroja permaneció callada e inmóvil durante tanto tiempo que Victoria abrió los ojos y se incorporó pensando que se había dormido. Se dio cuenta de que, con unos kilos más, aquella mujer sería bellísima. Tenía una nariz imperial; larga, recta y grande, que dividía el rostro en dos mitades simétricas. Las cejas negras desmentían el pelo naranja y la boca ancha de finos labios perfilados no delataba restos de amarguras. La detective cayó entonces en la cuenta de que Adela era hija del ginecólogo Sánchez de Andrade y de la mujer doliente del sillón lejano; por un momento los había olvidado. O era que nada en Adela le hacía pensar en aquel matrimonio. Volvió a mirarla, esta vez intentando encontrar coincidencias físicas con el padre, porque a su madre apenas la había entrevisto, y sí, quizá la frente alta era herencia del ginecólogo, y también ese esqueleto que estaba presente bajo la escualidez, un esqueleto de generaciones bien alimentadas, pensó, rebosante de calcio, flor de yogur.
—Éste es mi sueño —dijo entonces Adela, y Victoria González no volvió a recostarse, sino que permaneció atenta a cada movimiento que la narración pudiera provocar en aquel rostro—. «Habría que poner en marcha el ventilador del salón», dice mi madre.
»Mi madre mira a las niñas de esa manera. Siempre las mira como si le diesen lástima y luego menea la cabeza y practica su habitual caída de ojos, que significa esto no debería ser así pero no seré yo quien lo diga.
»«Estas niñas están sudando demasiado», insiste mi madre.
»Mi padre hace girar las aspas de madera y vuelve a su orejero.
»¿L
o ve? Ya no estoy aquí, aquí ahora es lejos. Estoy allí.
»Llegué anoche en el tren de la costa y hasta el momento me he limitado a observar cómo discurre la vida de las niñas en casa de sus abuelos. Siempre vengo con la esperanza de recuperar algo que he perdido, no sé exactamente qué, y esta vez no ha sido distinto.
»Ya en el camino pongo en marcha todos los recursos. En el andén, me coloco en el sitio exacto donde sé —son muchos años— que parará una puerta, para subir la primera al vagón. Si es necesario, ejerzo algún tipo de presión sobre aquellos que también tienen prisa. Algún tipo de presión…
»Desde la fila de asientos de las ventanillas de la izquierda, durante más de medio trayecto se ve el mar. Sólo valen los asientos de la izquierda; de ellos, los que están pegados a la ventanilla; y por último, de estos, los orientados en el sentido de la marcha. No son tantos, de ahí mi empeño en estar preparada cuando llega el tren y coger un sitio adecuado.
»Las dos horas largas de camino hasta la casa de la playa suelen funcionar como una inmersión lenta que alimenta la sensación de que encontraré aquello perdido.
»Anoche, al llegar al pueblo, la temperatura, la humedad y el olor del pinar y las flores podridas de la riera me golpearon la nostalgia. Lo cierto es que llevaba todo el viaje en tren, inconscientemente, preparando el estado de ánimo para ese golpe. Entonces supe que podía venírseme encima mi infancia e intenté ayudar rescatando algún recuerdo perdido, pero no lo conseguí.
»Los niños de entonces, aquellos niños, aquellas uniones… ¿Sabe? Se trataba de casta. No se trataba de amor. Ni siquiera de sexo, con todo lo que nos machacaban con los asuntos sexuales. Era una cuestión de casta, de clase, y me pregunto ahora por qué todo el mundo parecía saberlo menos yo. Por qué lograron asimilarlo tan fácilmente desde su infancia, cuál es la diferencia, el punto de divergencia del desclasamiento.
»Todas las casas entre cuyos hijos surgieron primero parejas e inmediatamente establecimientos familiares, todas las pequeñas edificaciones de mediana aspiración al lujo se han agrietado. A simple vista uno puede asistir a la invasión de las buganvillas, cómo por oscuras aberturas rajadas se han colado en los dormitorios, y con ellas la gelatina de las salamanquesas. Allí perdían el pudor los niños, justo donde los padres descubrían un verano sin vuelta atrás esa primera cana púbica.
»Estoy en la casa y sé que esto se ha roto, me doy cuenta de que algo falla al ver flotar a las niñas sobre las camitas. Saltan, pero no caen. Entonces son el humo de mi primer pitillo, allí. La misma camita, la mía, el mullido escondite donde sudando tanto devoré las paredes, comí cal. Luego estoy en el cuarto rosa, el dormitorio principal, y del embozo bajo un cabezal robado a las monjas de Burgos emergen las testas de dos ciervos, de allí donde mis padres controlaban las noches, sus noches, las nuestras. Por eso sé que esto se ha roto definitivamente, por mis padres astados.
»Me siento en el pasillo.
»Hay tres violencias diferentes, pienso.
»Lo digo en voz alta: Por mi madre, por mí, por mis hijas. Violencias de tres generaciones sucesivas.
»La primera violencia es delicada, líquida, elegante, propia de un mundo de formas y piel de melocotón que ya hemos perdido definitivamente. Violencia muelle. Pequeña molicie criminal. Va por mi madre.
»La segunda violencia es química. No viene de afuera, se revuelve desde dentro, pero se obtiene. Violencia adquirida por el desarraigo, la segunda viene del íntimo dolor y del pasmo. Va por mí.
»La tercera es la violencia de un mundo navaja, afilado, puntiagudo. Nace de la pérdida total, no conoce las formas ni guarda información genética al respecto. Viene de fuera con crueldad. Es una violencia ejercida por el otro con toda su bestia actuando. Va por mis hijas, mis dos niñas que flotan en esa voluta de mi imaginación.
Una vez acabado el relato, Adela Sánchez de Andrade permaneció en la posición que estaba, —con los ojos cerrados, el tiempo suficiente para que Victoria se diera cuenta de que no iba a seguir la comunicación. La detective pensó una par de veces cómo despedirse o si despedirse y decidió que no, que para qué, que volvería.
G
enaro sabe que no volverá a su piso hasta que acabe lo que tiene que hacer, que aún es mucho, tanto que no sabe qué es, ni cuánto va a costarle. Sale de la casa de Adela Sánchez de Andrade y cruza la explanada de las tres chimeneas que une la calle Vila y Vila con el Paralelo sin mirar al Alemán, sin mirar a la mendiga que dormita más allá, sin mirar a los tres yonquis que lavan sus utensilios en el falso laguillo del edificio de Fecsa, luz de la ciudad. En la avenida toma un taxi.
—Buenas tardes, colega, me vas a llevar a las Viviendas Nuevas, directo por la Meridiana.
El taxista le echa una ojeada por el retrovisor. Es un tipo joven, con el pelo rapado al dos y un tatuaje en el brazo derecho que rodea el bíceps con aires de brazalete celta. La camiseta blanca de tirantes muestra un concienzudo trabajo de gimnasio.
—Es más rápido por la Ronda. Para coger la Meridiana vamos a tener que cruzar toda Barcelona.
—Me gusta cruzar Barcelona, tío, no me gustan un pijo las rondas y además no tengo prisa. ¿Tienes tú algún problema con la Meridiana, o qué? Porque si tú tienes un problema con la Meridiana, yo me apeo y paro otro taxi y todos contentos, ¿no?
—Tranquilo, hombre, tranquilo, que tú mandas, si quieres cruzar toda la ciudad, allá tú.
—Exactamente, toda la puta ciudad quiero cruzar. Y cuando lleguemos a las Viviendas Nuevas, yo te dejo la pasta que haga falta y tú me esperas a que salga y nos volvemos exactamente aquí. ¿Tienes algún problema con eso también?
—Yo no tengo problemas con nada —el taxista arranca el vehículo—, ya te lo he dicho, pero te va a salir cara la carrera.
—Ya ves qué dolor, a ver si después tengo que andar pidiendo en la puerta de una iglesia.
Se incorporan al tráfico del centro, tranquilo a esas alturas del verano. Barcelona, metrópolis en miniatura, cazuela para un guiso de turistas sin patatas. Genaro no piensa en eso, ni en nada. Se recuesta y trata de pensar en algo, pero no puede, lo máximo que logra rumiar últimamente es que quiere pensar en algo, algo más allá de un bracito recorrido por la hilera marrón de una sangre pasada, más allá de las niñas que cuelgan por el pie de unos árboles secos. Quiere pensar en una madre que no sea una muerta pelirroja eléctrica y resucitada salazón de todos los cementerios sin lápidas.
—¿Tú te acuerdas de cuando eras pequeño?
La pregunta coge desprevenido al conductor, que vuelve a dirigirle una mirada de desconfianza.
—¿Perdón?
—Joder, colega, que si te acuerdas de lo que te pasaba cuando eras crío, de tus viejos, la escuela, tus coleguitas y eso.
—Sí, claro que me acuerdo. ¿Te parezco un viejo o qué?
—Ya te vale, tío, ya te vale, ¿te parezco un viejo yo? Porque no soy un viejo ni mucho menos, amigo, cuarenta tacos y no me acuerdo de nada, absolutamente nada, cero pelotero. No sé si comía hamburguesas o chorizo, no sé si mi vieja me pegaba con la zapatilla ni si les miraba las bragas a las profesoras. Y ten cuidadito, porque igual a ti te pasa lo mismo cuando tengas mi edad.
El chico no le contesta. Piensa Seguramente es un colgado que quiere pillar algo de farlopa en las Viviendas Nuevas, la típica carrera, parar, esperar a que se agencie lo que ande buscando y volver. No es la primera vez que hace ese tipo de viaje, ni le resulta especialmente molesto. Sólo que se le encienden las ganas a él también, zona de golosinas las Viviendas Nuevas, área de recreo y chucherías para un verano como todos los veranos de curro sofocante.
—Yo creo que si no me acuerdo de nada, será porque no me pasó nada malo, ¿no? Si hubiera tenido problemas serios o me hubieran pegado palizas o así, digo yo que me acordaría, ¿no?
—Yo qué sé. —Se encoge de hombros, no quiere seguir por ese camino, trae mala suerte darles palique a los colgados antes de la noche.
—¿Tú crees en dios, amigo?
—Joder, tío, ¿es el día de las preguntas difíciles?
El coche enfila la Meridiana y ralentiza la marcha. Hora de la salida del trabajo. Miles de padres parten por la Meridiana hacia las playas del norte y las casitas de algún microvalle urbanizado donde les esperan los niños vigilados de cerca por madres que pueden permitírselo. El sol ilumina con rabia los bloques hormigueros y destiñe los toldos naranjas y verdes que marcan la pobreza de balcones sin derecho a sombra.
—¿Crees en dios o no crees en dios, colega? La pregunta no es tan difícil, ¿no? Dos respuestas posibles. Sí, creo en dios. No, no creo en dios. Ya está. ¿Ves qué fácil? Bueno, a no ser que también tengas algún problema con dios, como con las rondas o con las Viviendas Nuevas… me parece que tú tienes demasiados problemas, tío.
El semáforo pasa a verde y vuelve a rojo sin que se hayan movido del sitio ni el taxista haya abierto la boca.
—Mira colega —Genaro se echa hacia delante y el flequillo largo le corre una cortina negra sobre la parte derecha del rostro—, te digo que lo de dios es como lo de cuando eras crío. Al principio te acuerdas de cuando eras crío, y luego llega un día y te das cuenta de que ya no te acuerdas de nada, ni de tu puta madre te acuerdas. Pues eso, que al principio crees en dios, como todo el mundo, porque todo el mundo cree en dios aunque no lo admita, mira tú lo que te digo, aunque no lo sepan creen en dios, y luego ya no crees. Yo también creía en dios, pero ya no creo en dios, nada de nada, que le den por culo a dios. No te molestes, eh, no te cabrees, que si crees en dios no estoy mandando a tomar por culo a tu dios, ni a ningún otro. Ya ves, si no creo en dios, ¿cómo voy a mandar a dios a tomar por culo, no? Yo ya sólo creo en el diablo. Y ahí sí que no admito discusión, porque tengo razones muy serias para creer en el diablo. Y tengo pruebas.