—Sí, amigo, sí he entendido lo que tengo que hacer. ¿Me vas a dejar la botella?
—Claro, Alemán, claro que sí. Buen chaval, eres un buen tío, amigo.
A
Genaro, el piso le parece una vivienda normal. La puerta de entrada da a un salón amplio pintado en amarillo donde se amontona un desbarajuste de revistas, libros, CD, juguetes de colores, algunos peluches, un triciclo, una mesa de centro con varios vasos sucios de restos secos, tres ceniceros llenos de colillas, mucha ceniza y varias hojas de un periódico descompuesto, un gran sillón lleno de cojines, un par de ellos con forma de personajes de Disney, y una mesita menor con un aparato de televisión viejo y panzudo. A mano izquierda se abre un pasillo. La primera habitación es la de las niñas y allí el orden no es mayor. Tiene todo lo que se le supone a una habitación infantil: dos camitas naranjas montadas en litera, deshechas y revueltas, pelotas de trapo, más muñecos y grandes piezas de colores para construcciones sobre una alfombra también naranja, Blancanieves y todos los enanos saltan pegados en la pared hacia un armario rosa y dos estanterías con cuentos. La segunda habitación es un cuarto de baño. Es pequeño. Tiene bañera con una cortina azul marino, un armarito con una pila de suplementos dominicales atrasados y un lavabo con repisa donde acumulan polvo varios tarros de crema, tres frascos de perfume, un bote de jabón y un vaso con todo lo necesario para los dientes y el afeitado. El tercer cuarto es el dormitorio de matrimonio. A diferencia del resto de la casa, la habitación aparece impoluta. La gran cama está hecha, cubierta sin arrugas por una colcha de inspiración india con dos cuadrantes de tela chillona. Además, un armario de doble cuerpo, un gran espejo de pared con fino marco dorado y un galán de noche del que cuelgan un cinturón de cuero y un sujetador negro sin puntillas. Al fondo, la cocina huele mal. El fregadero está lleno de vajilla y ollas sucias, pero la gran ventana que da a un amplio patio trasero le presta una calidez que aleja el asco. Junto a la cocina, en una galería acristalada, ve un tendedor con una colada todavía colgando. Hay prendas de mujer y de niña. Se fija en que todas son prendas femeninas.
Genaro se apoya contra el quicio de la galería y se enciende un pitillo. La visión del tendedor le ha provocado una tristeza melancólica. Vuelve al dormitorio principal en busca de algo que se le ha quedado rondando en una esquina de la conciencia, y allí está. Junto al espejo de cuerpo entero, pinchadas con chinchetas de colores directamente en la pared, hay tres fotografías. En una de ellas se ve a la pelirroja. Mira esa foto y no mira las otras. Puede hacerlo, sólo necesita concentración. La mujer está sentada en la arena de alguna playa, con una camiseta roja de tirantes y la parte de abajo de un biquini oscuro. Queda evidente que no lleva el sostén puesto. Mira directamente a la cámara con la mano a modo de visera sobre los ojos guiñados y una sonrisa que lo mismo puede ser de alegría fingida para la toma que fruto de la mueca forzada por el sol que le da de cara. El pelo naranja le rodea la cabeza y los hombros como cuando la conoció, y como entonces, a Genaro le invade una sensación de sequedad.
—A ti no te han querido, chata, a ti lo que te pasa es que has estado rodeada de hijos de puta por todas partes menos por una, como la península, y esa una aún no te la has encontrado —habla en voz alta.
Arranca la chincheta, coge la foto y se fija en la que está justo encima de ésa. Soló en la que está encima, no en la otra. Puede hacerlo, concentración. En la segunda foto, una cría reluciente y gordezuela sonríe a la cámara con la cabeza ladeada. Aparenta unos dos o tres años, tiene el pelo castaño claro rizado y lo lleva casi corto. Al sonreír, se le marcan dos hoyitos en los mofletes y le brillan los ojazos negros. Parece estar en la playa también, pero es un retrato tomado demasiado de cerca como para saberlo. Aparecen la cabeza y los hombros desnudos de la niña y un fondo borroso que podría ser cualquier lugar. Piensa que sin duda es la cara y son los ojos de una niña feliz. Arranca la chincheta, coge la foto y se mira los zapatos. Genaro aspira, aspira, aspira, llena los pulmones de aire y, sin levantar la vista de sus zapatos, acerca la mano a la tercera foto, la arranca sin retirar la chincheta ni mirarla y se mete las tres en el bolsillo de la chupa vaquera. Suelta el aire y se sienta en la cama.
—Tú hace mucho que no dormías en esta cama, corazón. —Cabecea mientras prueba la elasticidad del colchón—. Vaya que sí, en esta cama hace mucho que no duerme nadie.
Se levanta, vuelve al salón y se deja caer en el sillón.
—Aquí, sí, ¿verdad?
Mira alrededor y encuentra un gran chal. Se lo echa por encima, acomoda varios cojines debajo de la cabeza y se enciende otro cigarro. Genaro también acostumbra a dormir en el sillón de su casa, habitualmente con la televisión encendida sin volumen. Piensa que los dormitorios dan miedo. Hay que estar muy relajado para dormir en un dormitorio, hay que estar muy en paz con uno mismo. Afuera quiere empezar a clarear cuando saca el teléfono móvil y marca el número de la mujer. Nadie responde.
—Colega, te la han jugado bien jugada, a ti. —De nuevo en voz alta—. Tú no vas a volver por aquí, cómo coño ibas a volver por aquí, joder, si este es el lugar de tus hijas. Hijos de puta… ¿Y a ti qué te pasa, tía? ¿Te has vuelto majara, o qué? ¿Vas a explotar o qué, colega? Sí, vas a explotar de una puta vez, sí que lo vas a hacer… Si no ¿qué? ¿Vas a quedarte ahí tan tranquila cargando con la muerte? No colega, no, tú tienes que explotar y yo te voy a encontrar, porque voy a ayudarte, pelirroja, voy a encontrar a la cría esta de los rizos y te la voy a devolver. Y si le han dado matarile como a la otra, si le han hecho esas cosas —Genaro empieza a llorar mansamente— que decía el gordo puto, el yonqui puto, te juro que les vamos a cortar las manos, los pies, los pezones, la lengua, las orejas, la napia y los cojones a los hijosdeputa que se lo hicieron, y nos vamos a quedar tan anchos. Porque a ti no hay quien te entienda, tía, no hay quien te pille, ¿me sigues? Estoy aquí, en tu casa, porque ésta es tu puta casa y acabarás volviendo. ¿O no? ¿Sabes aquello de que todo asesino vuelve siempre al lugar del crimen? Pues eso, colega, pues eso. Yo no sé qué tripa se te ha roto, ni de qué va todo eso de Indochina y tus rollitos. Son tus crías, colega, no las mías. Anda que si fueran las mías —a Genaro le resbalan gruesas lágrimas y van a juntarse con los mocos que le brillan hasta la barbilla, el hipo ya le sacude— iba yo a dejar que la venganza fuera de otro. Me has jodido bien, pelirroja, me has jodido bien. Estoy podrido. Siempre pensé que acabaría podrido, ¿qué si no?, pero podrido de mi propia historia, joder, no de la historia de otra, no de una majara como tú. ¿Por qué yo, joder, por qué me viniste a buscar a mí? ¿Qué hago yo ahora con mi sobrina, mi dulce Hadaly que ya está casi muerta, que no puedo verla de otra manera? ¿Qué hago yo ahora con las imágenes de tu cría, que las tengo grabadas en el alma, que no me las puedo arrancar si no llego a la inconsciencia? ¿Qué hago con esta rabia sorda, esta rabia que no me borra ni todo lo que le hice al calvo ni lo que desearía hacerles a mil putos como él?
Genaro se incorpora de golpe en el sillón y busca con la vista algún lugar donde pueda haber botellas. Revisa un pequeño armario situado bajo la estantería, pero no encuentra nada. Después se dirige a la cocina y rastrea todos los rincones hasta que da, debajo del fregadero, con una botella de ginebra, otra de whisky y varias de vino. Coge las dos primeras, regresa al sillón y enciende la tele sin voz. Liquida la primera botella de un solo trago interminable que acaba en una arcada húmeda. Ha amanecido.
E
n los jardines del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau crecen palmeras datileras, plátanos de semillas voladoras cuyas hojas alfombran el otoño, algún roble y varios castaños raquíticos que en la ciudad de Barcelona medran acomplejados, porque son un alarde de exotismo tirando a señorial. En los parterres abundan los hibiscos, las hortensias y grandes macizos de adelfas.
Los caminos no son de grava —cualquiera se da cuenta de que deberían ser de grava—, sino de asfalto, y entre los recovecos no deambulan pacientes en ropas de convalecencia y zapatillas de paño arrastrando el gotero o la bolsa conectada a la sonda, ni ancianos de andador ortopédico, sólo algunos apresurados familiares y pocos, poquísimos padres recientes fumando su alegría, su inconsciencia o su pecado. Los verdaderos dueños del recinto son los grupos de turistas, los visitantes organizados tras sus cámaras en torno a un voceras; los hombres sacan la lengua para mejorar su toma fotográfica, algunos se agachan fantaseando planos. El ocio europeo tiene curiosos contrapicados. Turistas, paseantes, albañiles y algún médico evidente cuando la campana del edificio principal da las once. Por la red de túneles subterráneos que conecta todo el recinto corren los camilleros, gimen los operados, las limpiadoras arrastran sangres, apósitos y compresas y los enfermeros tratan de cruzarse con esta o aquella doctora o viceversa.
A nadie le llama la atención la presencia de la mujer pelirroja. Incluso aquellos sanitarios que ya se han acostumbrado a cruzarse con su peregrino errar descompuesto evitan preguntarse por ella. Los jardines modernistas y románticos de la institución abrigan otras urgencias, otras inercias.
Dan las once cuando la pelirroja se detiene a contemplar el techo de la entrada, como hace cada vez que accede al complejo de pequeños edificios modernistas que forman el Hospital de la Santa Creu i Sant Pau. El gran edificio de entrada, grande en comparación con los veintisiete pabellones de fantasía, enanos y simétricos, que hay dentro, tiene las cubiertas abovedadas alicatadas en rosa palo. ¡Rosa! Rosa para gozo de las madres biempensantes, rosa suave para las sábanas de las niñas que no sangran, el rosa exacto en la seda del camisón de la puta que llegó a señora entre el humo de los puros que suceden a las partidas de naipes. Todo eso, o alguna de esas cosas piensa la mujer al sentarse en el segundo peldaño de la escalera de piedra que, por la izquierda y en giro amplio de 360 grados, asciende hasta los grandes salones vetados a los turistas.
Mira hacia arriba; y es casi un ritual de comprobación. Todo sigue igual: bajo las delicadas cubiertas de azulejos rosas, los arcos de piedra basta ligeramente ojivales descansan en gruesas columnas rosadas, de un color más equívoco que el de las cubiertas, no rosas sino rosadas. El tránsito entre el arco y la columna, tránsito florido, son capiteles vegetales de hojas rizadas y carnosas talladas en piedra; la misma piedra del arco y del escalón donde está sentada. Forman el techo dieciséis cupulitas rosas de bolsillo, veinticinco columnas chaparras y vegetales con sus correspondientes pechinas, sesenta y cuatro. Y en las pechinas, textos y fechas. En muchas de ellas la palabra Gil, el apellido del benefactor que hizo posible la obra, Pau Gil, por eso lo del nombre de Sant Pau, su santo, su aspiración. También en las pechinas las cifras 1905 y 1910, y algunas frases, entre las que la pelirroja prefiere «La dicha en la honradez». La dicha. Suele imaginarse a una señora, quién sabe si la amante del muy pío Pau Gil, sonriendo melancólicamente ante la tendencia de aquel hombre a la caridad, o ante la caridad misma, y al señor Gil, llegado desde París para reconocer los terrenos donde se levantará el homenaje a su bondad sin límites, preguntándole «¿Eres dichosa, querida?», o mejor «¿Es usted dichosa, madame?». Ya nadie pregunta sobre la dicha de las señoras. Incluso es muy probable que las señoras ya no sientan dicha.
Entra una niña de seis o siete años de la mano de su madre rubia y larga, ambas vestidas de sucinto algodón blanco con aspecto no de visitar a un paciente sino de ir a saludar al padre de la niña, un cirujano de vital importancia, por ejemplo, antes de viajar hacia la casa de la Costa Brava donde veranean largamente. Dos pasos por detrás les sigue una india chaparra de patitas en arco que parece hacer un gran esfuerzo por concentrarse en el suelo. La mujer pelirroja se levanta y sigue al trío hacia el interior del recinto, que es un interior exterior y luminoso.
En la cabeza de la pelirroja suena una antigua canción infantil.
Con un cuchillito
de punta alfiler
le saqué las tripas,
las llevé a vender.
A veinte, a veinte,
las tripas calientes
de mi mujer.
Al llegar al pabellón de San Rafael, la madre y la hija entran. La india, sin que nadie le dé indicación alguna, se queda fuera y, tras mirar a derecha e izquierda con poco interés, se sienta en el banquito exterior y pierde los ojos en algún lugar que le queda dentro. La mujer pelirroja sube las siete escaleras que llevan a la puerta y al banquito, y se sienta junto a la india.
—La primera tata que tuve se llamaba Rosario y tenía catorce años. La trajeron de un pueblo de Teruel que se llamaba Valdeltormillo y sólo sabía comer con las manos. También le sucedían cosas extraordinarias, como que la saliva le oliera a olivas verdes o que los cuadros del pasillo cayeran a su paso, decían entonces que por la fuerza de la adolescencia. Decían también que el cambio de naturaleza, lo que llamaban el cambio de naturaleza de las niñas, que quiere decir la regla, les daba una potencia mental especial que, por ejemplo, conseguía que se cayeran los espejos. Un poco como lo que decían de la fuerza extraordinaria de los subnormales, que podían levantar armarios de dos cuerpos… por lo suyo. Las tatas de entonces venían de pueblos, a veces tenían una cerda en casa y sobre la cerda estaba el dormitorio principal. No sé si usted, allá en su tierra, tendrá una cerda.
La india la mira sin expresión y sacude la cabeza para decir que no.
—Las cerdas dan calor, ¿sabe?, por eso se ponen los dormitorios sobre el lugar en el establo donde está la cerda.
—Ah —contesta la mujer.
—Pero son peligrosas, las cerdas, porque se comen las manos de los niños y pueden llegar a zamparse un bebé entero. Los niños siempre en peligro… Todo esto lo sé porque Rosario me lo contó de niña y no lo he olvidado. Con los cerdos hay que tener más cuidado que con los perrazos e incluso que con los lobos, porque los cerdos son voraces, todo se lo comen. Rosario podía acordarse de varias desgracias sucedidas en su pueblo por culpa de los cerdos, todas ellas muy sangrientas. Qué cosa, Rosario. Luego quedó embarazada, un día mi madre se dio cuenta, o mi abuela, de que la chica tenía una tripa que no era normal, tanto era así que al mes estaba dando a luz. Se quedó embarazada y la tuvieron que casar, a ver qué remedio. Se decía así entonces —la india asiente sin mirarla—, se decía: vamos a casar a la Rosario, y después buscábamos otra tata y sanseacabó. Qué cosa, las tatas.