La abuela de sus muertitas, sentada frente a ella pero allá lejos, tampoco era abuela. En realidad, más parecía objeto que persona. La distancia entre la silla que Victoria ocupaba y el sofá donde la impecable abuela reposaba algo que intentaba parecer un cansancio infinito era enorme, muy de acuerdo con el salón donde se encontraban y con el pasillo de puertas tras puertas cerradas por el que había accedido hasta lo que le parecía un par de hijos de puta. Rubia, etérea, doliente, lejana, la señora de Sánchez de Andrade era la protagonista prematura de un anuncio de compresas para la pérdida de orina —«No dejes que la menopausia te robe la serenidad»—, de producción noruega. La abuela suspiró un aliento que la detective imaginó ni siquiera mentolado, inodoro, y se volvió todavía más hacia el gran ventanal que detrás de ella filtraba una luz blanca muy apropiada, la luz lavada tras la corta tormenta de verano. Se le ocurrió que aquella mujer contrataba en algún servicio especial esa iluminación exacta para sentarse recortada y suspirar.
—Estamos deshechos, agotados… Nuestro trato con la pequeña Andrea, como con su hermana Josefa, ha sido muy, ¿cómo decirlo?, muy accidentado. Ya sabrá que su madre, nuestra hija, cortó su relación con nosotros hace años. Y a las pequeñas las hemos visto casi a escondidas, haciéndonos los encontradizos, incluso espiando su salida del colegio alguna vez. Imagínese. Para mí ha sido duro, pero trate de hacerse cargo de lo que ha sufrido ella.
El hombre señaló con la barbilla a la mujer-anuncio. A la detective le pareció un mentón apropiado, casi diseñado para realizar ese gesto cuando va a parar a la encarnación de la feminidad inmaculada desmembrándose contra fondo blanco. Trató de obedecer y hacerse cargo, claro, pero aquella pareja representaba un mundo que le provocaba casi la misma rabia que el de la madre de acogida, casi. Aquel mundo le resultaba mucho más ajeno, no podía evitar comparar aquella casa pulcra, cargada de buenos cuadros, buenas alfombras, buen whisky, buen aroma y mal ambiente con los habitáculos en los que ella había pasado toda su vida. Y le daba rabia, pero no el tipo de rabia desatada que se cura con un machetazo al perro, sino una furia antigua acomplejada llena de reproches a los suyos y a sí misma, esa violencia que no tiene cura porque carece de trayectoria y lo mismo se da la vuelta y te muerde el corazón.
—Y ahora todo esto de la desaparición… ¿qué podemos hacer nosotros? —Al agitar el vaso, un sonido británico de cristal tallado decoró la distancia.
Nada, pensó y no dijo Victoria, ustedes no van a hacer absolutamente nada, por supuesto, un abuelo que habla del secuestro, tortura, violación y asesinato de su nieta de tres años como «desaparición» sólo puede servirse otro whisky, mover el mentón y posiblemente acompañar a su esposa en el trance de engullir el siguiente tranquilizante, taparla con las sábanas perfumadas y cerrar silenciosamente las contraventanas del dormitorio, empardarlo.
—¿Y el padre?
—¿Qué padre?
—El padre de las niñas, claro, el marido de su hija.
—Ah, el padre… Otra de las ocurrencias de mi hija. El padre era un inútil, y se portó exactamente como cabía esperar, como un completo incapaz. El marido de mi hija, que no era ni marido ni nada, hace ya casi un año que se largó a recorrer el mundo en busca de vaya usted a saber qué clase de paraíso hippy. Era un inadaptado, uno de esos hombres que se instalan en una juventud que ellos creen rebelde para no dar ni golpe en su vida, ya sabe de qué le hablo. A mi hija eso debía de hacerle mucha gracia, no sé, debía de verlo como algo muy romántico… No sé. Lo cierto es que yo no entiendo ni a los hombres como él ni a mi hija y su empeño por rodearse de inútiles, siempre inútiles de todo pelaje. A mi hija, ¿sabe?, siempre le han dado alergia las responsabilidades, la vida adulta diría yo.
Un sonido lejano y ligeramente felino llegó desde el sillón de la mujer ausente y el ginecólogo atlético respondió al gemido como la máquina perfecta que era. De un salto se plantó ante ella y se susurraron algo, o nada, que no llegó hasta la detective. A la vuelta, ya se atusaba el abundante pelo gris ofreciéndole un leve cabeceo de despedida forzosa. Victoria había tenido claro desde que pisó el recibidor que aquello iba a ser una visita de cortesía, como mucho un primer contacto.
—Nos perdonará ahora. Mi esposa… —Dejó la frase en el aire porque ése era el destino de las frases semejantes.
—Sí, claro, me hago cargo. Sólo una pregunta y me voy. ¿Nadie ha intentado contactar con el padre de las niñas después de todo lo sucedido?
Alejandro Sánchez de Andrade la miró como se mira a una completa imbécil; en fin, como un hombre que ante el espejo alcanza semejante envergadura mira a una completa imbécil, es decir, con una mezcla de perplejidad y de compasión por su cortedad. Algo así como: ¿pero no ha comprendido que ese inepto no pinta nada en toda esta historia? En cambio dijo:
—Yo no, desde luego. Creo que se ha intentado, pero el tipo está desaparecido. No sé, andará de vagabundo por esos mundos de dios.
La noche empezaba a caer cuando Victoria salió del gran portal de los Sánchez de Andrade preguntándose por el momento exacto en el que aquel padre, el ginecólogo, había borrado definitivamente el nombre de su hija de su registro de palabras. Su única hija, a la que no nombraba. A ella era a quien tenía que ver, a la mujer huida de un entorno algodonoso seguramente con la intención de no resultar ella también inmaculada. Adela. Adela Sánchez de Andrade, a la que no se imaginaba resguardándose de la fugaz tormenta de aquella tarde bajo el neón de un cajero automático. Adela desamparada, como sus propias hijas. Hijas de hija sin derecho a ser nietas.
La lluvia había enfurecido las entrañas de la ciudad, cuyo subsuelo despedía un hedor de cloacas saturadas de pequeñas alimañas impermeables. La visita, como era de esperar, había resultado insuficiente, sabía que tendría que volver a ver a aquel hombre, quién sabe si a la mujer, y que ella, hija de barrio pobre, casa oscura y madre en lucha, otra vez resbalaría sobre su realidad como una babosa marina contra el casco de un yate brillante. Decidió que ya bastaba por el momento, la panza le exigía descanso mientras la cabeza suplicaba que no volviera a casa, que por qué a la soledad de esa casa de nadie, que la inercia de una vida no se borra en cinco meses, así que se llegó hasta el despacho y, sin encender la luz, se dejó caer en el sillón de Jesús. Había decidido pasar la noche, como tantas otras, en el colchón del altillo.
Eran casi las diez de la noche. No son tus hijas, se dijo palpándose el vientre. Ya llegará, todo llegará.
—J
oder, tengo que llamar a mi hermana. Mañana sin falta tengo que llamar a mi hermana, me estoy colgando demasiado —murmura Genaro.
Se ha sentado frente al número 45 de la calle Vila i Vila, en el barrio de Poble Sec, un portal triste de una calle triste de un barrio triste que todo el mundo se empeña en llamar alegre o variopinto o popular porque les da vergüenza admitir que ya es sólo tristísimo, y que no queda ni rastro de lo que fue en otros tiempos, cuando el ocio era más sencillo, putas gordezuelas, cómicos, paseos, coristas o una canción dedicada en la radio, ay de los amores célibes. Junto al asesino Genaro, el Alemán y sus cuatro perros ejercen de vagabundos.
—¿Qué le pasa a tu hermana, amigo?
—A mi hermana no le pasa nada, Alemán, qué coño le va a pasar a mi hermana. La tengo que llamar por la niña.
—¿Qué niña?
—Mi sobrina, joder.
—¿Qué le pasa a tu sobrina?
—No le pasa nada a mi sobrina. Nada. Y espero poder seguir diciendo lo mismo por mucho tiempo. Están las cosas muy mal para las niñas, colega, te lo digo yo que sé de qué hablo.
El Alemán se rasca la cabeza y de paso rasca un rato a sus cuatro perros comidos por la sarna. Ambos están sentados en el suelo con la espalda apoyada en el escaparate de lo que fue un concesionario de Nissan y por su aspecto se diría que hace ya una década que acumula mugre. Toda la calle parece el escenario de una civilización sin vida, el lugar por el que pasó la devastación. Se oye el ruido del agua al salir de un grifo en alguna de las viviendas cercanas, tal es el silencio en aquella esquina, y de vez en cuando se oye también la sirena de un barco.
—Las sirenas de los barcos me ponen mustio. —Genaro mira hacia el final de la calle que acaba en el puerto, aunque desde allí no se vea—. Me dan ganas de viajar lejos, pero no para un curro, no, de viajar para no volver nunca más.
—Este es un sitio de mierda, amigo, vámonos a buscar vino. —El vagabundo le responde levantándose del suelo. Está gordo el Alemán, debe de rondar los dos metros de altura y puede que llegue a pesar 140 o 150 kilos. A Genaro siempre le han sorprendido los vagabundos gordos. ¿Qué comen los vagabundos gordos, de dónde sacan el dinero para comer y qué alimentos eligen? Hacen falta muchas hamburguesas para conseguir esa envergadura.
—Quieto ahí, Alemán, quieto ahí. Yo de aquí no me muevo hasta que haga lo que he venido a hacer. Si quieres te voy a buscar algo a la gasolinera y nos lo tomamos aquí mismo.
El vagabundo se encoge de hombros y vuelve a acomodarse entre su cuadriga canina. Genaro se marcha y al cabo de diez minutos regresa con una botella de JB en la mano.
—¿Ha pasado algo? ¿Ha entrado alguien? ¿Ha salido alguien del portal? Dímelo todo. ¿Algún movimiento extraño? —pregunta mientras se vuelve a acomodar en el suelo mirando nervioso a derecha e izquierda.
—Nadie, ¿quién iba a salir de un portal como ése? Pero ¿tú has visto qué hora es? —El vagabundo se incorpora—. Oye, ¿y a ti por qué te han vendido una botella de whisky los de la gasolinera? Qué hijos de puta, está prohibido. A esta hora está prohibido vender alcohol.
—Alemán, hay muchas cosas que están prohibidas y se hacen, ¡nos ha jodido!, de hecho yo creo que se hacen más cosas prohibidas que cosas sin prohibir.
—¿Tú crees?
—Claro que yo creo, claro que yo creo. La gente que hace cosas sin prohibir son muchos más, pero todos hacen las mismas cosas sin prohibir, ¿entiendes? Las cosas que no están prohibidas son sólo tres o cuatro. En cambio, la gente que hace cosas prohibidas son muchos menos, pero hacen un montón de cosas distintas, ¿captas? Hay muchísimas más cosas prohibidas que cosas sin prohibir, Alemán, y todas se hacen. Tú prohíbe algo, cualquier cosa, y a los dos segundos ya hay un montón de gente que la está haciendo.
Genaro mira la hora y decide que cuando sean las cuatro de la mañana entrará por fin. Ese pensamiento le provoca un vacío en el estómago muy parecido al que siente cuando por fin localiza a una persona a quien tiene que reventar por ejemplo las piernas: una mezcla de adrenalina desatada y leve pereza, seguida de la fugaz idea de posponerlo un poco. Si se parara a pensarlo no sabría decir si lo de posponerlo tiene que ver con la pereza o con el disfrute de la adrenalina.
—Lo que pasa es que mi sobrina Hadaly ya va sola al colegio, hace unos meses que me llamó mi hermana muy orgullosa para decírmelo, y yo que soy un imbécil para esas cosas, qué cojones sé yo de esas cosas, también me puse muy contento, pero es una verdadera mierda.
—¿El qué es una mierda?
—Que mi sobrina vaya sola al colegio, joder Alemán, que parece que no te enteras de nada. Es una mierda que mi sobrina vaya sola al colegio.
—¿Por qué? ¿Cuántos años tiene tu sobrina?
—Mi sobrina Hadaly tiene nueve años, pero el problema no es sólo la edad, que ya es un problema gordo, te lo digo, nueve años son un problemazo, el problema verdadero radica en que es la niña más guapa de su barrio y la más guapa de su pueblo y probablemente la más guapa del continente europeo.
El Alemán le coge la botella y echa un trago sin dejar de mirarle con la interrogación colgada del entrecejo.
—¿La quieres mucho, tú? —Vuelve a rascar a los perros y evita mirarle.
De un golpe de cabeza, Genaro logra convertir su flequillo azulado en una cortina que le cubre los ojos y la nariz. Nunca ha manejado bien los afectos.
—Sí, sí, la quiero mucho, porque yo soy como su padre. La cría no tiene padre. O sea, sí tenía padre, que era un hijo de puta sacado de vete tú a saber qué garito de los que frecuentaba mi hermanita, que también es una pieza la muy jodida; un hijo de puta que se borró cuando vio que la había preñado, que no conoce a la cría y que como intente conocerla sabrá lo que es perder a la vez piernas y brazos, óyeme bien, piernas y brazos y de la forma más dolorosa. Pero el problema no es si yo quiero o no quiero mucho a mi pequeña Hadaly, con la que tengo que hacer de padre en algunas cosas porque mi hermana, esta es la puta verdad, sigue sin tener mucha cabeza, sino que existen en el mundo un montón de degenerados hijos de mala perra que también querrían mucho a mi sobrina Hadaly, y ¿sabes tú, Alemán, para qué querría a mi sobrina Hadaly toda esa piara asesina?
Desde detrás de la botella, el Alemán contesta que no sin decir palabra, con la cabeza, los ojos y los hombros a la vez.
—Pues te lo voy a decir, amigo, yo te lo voy a decir. Esos degenerados querrían a mi sobrinita para desnudarla, colgarla de los pies, azotarla, meterle ciertas cosas por ciertos agujeritos, cortarle las orejitas y los… ¿Sigo? ¿Quieres que siga o te basta con el aperitivo? Porque te advierto que esto es sólo el aperitivo. —Genaro acerca su cara a la del Alemán hasta que siente el olor descompuesto a podredumbre reseca que exhala su ropa, ve restos de comida o grasa entre los pelos de su barba clara y si se lo propusiera, podría incluso contar las escamas de caspa en sus pestañas. Y a esa distancia sigue—. Esos degenerados querrían a la niña… ¡para coméeeeersela!
Le arrebata la botella al Alemán y bebe sin mirarle hasta que los ojos se le llenan de lágrimas y una tos ardiente lo sacude y le obliga a levantarse del suelo y maldecir. Salta sobre la pierna derecha hasta que se le pasa y luego saca su cartera, prepara dos rayas de cocaína abundantes e invita al mendigo a compartir la droga.
—Bien, amigo, ya son las cuatro. Ahora yo voy a entrar en ese portal y tardaré entre media hora y una hora en salir.
—¿Para qué vas a entrar ahí? —le pregunta el Alemán.
—Cállate, cojones, deja ya de hacer preguntas que me vas a volver loco, ¡hostias! —Prepara otra raya, esta vez sólo una; que ofrece al vagabundo—. Voy a entrar y quiero que tú no te muevas de este lugar ni cierres los ojos hasta que yo vuelva a salir. Si cuando amanezca del todo no he aparecido, puedes largarte, ¿ok? ¿Lo has entendido, Alemán, lo has entendido bien?