—Yo conocí a ese hombre —sigue el extraño—. Hace mucho tiempo, pobre tipo. Y después volví a conocerlo, pero ya no era el mismo. Uno no puede vender su memoria y seguir como si tal cosa, uno no puede con la pena si no recuerda la pena. ¿Creen que por no recordarlo el horror desaparece?
Por eso sucede lo que sucede, allí están ellos dos, de pie en el quicio del portal de su casa atendiendo a las locuras de una especie de vagabundo aseado que parece increparles o a reprocharles algo, que se dirige a ellos con insistencia y al que no van a detener ni esquivar. El ginecólogo sabe que un movimiento en cualquier sentido, incluso la tontería pequeña de sacar la mano del bolsillo y entregarle la moneda que ya lleva un rato sobando, pondría de manifiesto el conflicto, el absurdo, y luego el enfrentamiento, y quién sabe si, al final, la violencia.
Es imprescindible evitar el enfrentamiento, la evidencia del conflicto que subyace.
—Este hombre se ha muerto de pena. Y sin saberlo. Ha muerto de pena a los pies, como quien dice, de su casa. ¿No se les ha ocurrido la posibilidad de que este pobre tipo haya elegido precisamente la puerta del garaje de esta casa porque es suya, de ustedes dos? Puede que no lo haya hecho con su memoria nueva y corta, sino con la antigua, la que cambió creyendo que con eso la borraría. Uno puede olvidar, creer que olvida, uno puede incluso vender su alma al diablo a cambio de que lo que ha conocido desaparezca. Vender su alma al diablo.
Y el diablo vendrá en el último momento…
Ni siquiera van a hacer el gesto de comprobar la historia que les cuenta. Desde donde se encuentran, pueden ver la puntera de una bota blanca y negra, parece como de piel de serpiente, en extraña posición, y el borde de un pantalón vaquero o lo que podría ser un pantalón vaquero desdibujado por la mugre. El hombre repiquetea el suelo con la puntera de un zapato. Ella le sigue el ritmo: tap mañana llamaré a mi hija, tap hace tanto tiempo, qué pereza, tap es la jaqueca que me martiriza, tap todo podría haber sido tan distinto, tap no nos merecíamos aquello, tap al menos yo no me lo merecía, tap, tap, tap.
—Este muerto les incumbe. Ha muerto un hombre, a su paso, y ahora ustedes están ligados a esto. No se hagan ilusiones, esto sí ha sucedido. Las cosas sí suceden, las cosas suceden independientemente de nuestra voluntad. ¿O creen que este hombre no tiene nada que ver con ustedes? ¿O creen que el pasado no acaba por tomarse la revancha?
La sobresalta levemente la carcajada desabrida del extraño, que ya no le parece un mendigo ni un vagabundo, sino alguien vagamente conocido, un hombre alto e inclinado como un perchero con piel de tabaco y ojos del infierno. Mira al cielo y recuerda que hace un momento —¿cuánto rato llevan ahí parados? ¿Por qué no aparece ya la policía?— le ha parecido que había tormenta. Se da cuenta de que, sin embargo, la tarde ha regresado, la luz engañosa y leve del final de la tarde cae desde un cielo completamente despejado y tirando a nocturno. Al mirar hacia arriba y ser consciente de la luz le invade una fuerte sensación de verano, esa primera sensación estival que irrumpe y trae consigo, como cada año, las temporadas familiares de su infancia en la casa de la costa, largos paseos, chicos tostados y ruidosos alrededor de las barquitas de madera.
—Ha tardado en morir, el cabrón, no se crean. Ha tenido que departir con su alma en pena cerca de una hora de agonía, su alma que a lo mejor sabía cosas que su cabeza había olvidado, como por ejemplo por qué acabó muriendo aquí. No se borra la muerte.
El hombre deja la moneda por fin y saca la mano del bolsillo para acariciar la de su mujer. Con un gesto de cabeza le indica que mire hacia la izquierda, hacia el principio de la avenida que ha permanecido extrañamente vacía, o así se lo parece, durante el rato que llevan allí parados. Ambos siguen el recorrido lento del coche patrulla con atención hasta que se para a un par de metros de donde están, frente a la entrada del garaje. Ha caído la noche y la luz blanca de un rayo, otra vez, roba el color de las cosas justo cuando el copiloto abre la portezuela. Ella piensa Va a llover, estos zapatos no son los adecuados, pero de la cena no me libro. Y luego Aquí había un hombre, qué extraño, un mendigo peinado con gomina, ¿o un conocido? La incomodidad hace que la mente viaje desde sus veranos infantiles hasta los de su hija, pequeña y extraña, en la torre de la buganvilla. Sacude la cabeza para expulsarla, mira a su esposo e inician la marcha hacia la acera de enfrente, en busca de un taxi. Ninguno de los dos mira hacia atrás.
CRISTINA FALLARÁS
, (Zaragoza, 1968) es periodista y escritora. Estudió Ciencias de la Información en la Universidad Autónoma de Barcelona, donde sigue residiendo. Ha ejercido como periodista en diversos medios (prensa, radio y TV). Entre otros El Mundo (jefa de redacción y columnista); El Periódico de Cataluña (colaboradora en series de entrevistas); ADN (subdirectora); Cadena Ser (guionista); RNE (creadora y subdirectora del programa matinal Día a la Vista/R4); Antena3 Televisión y Cuatro televisión. Asimismo participó en el proyecto periodístico del diario online Factual, donde creó la redacción y ejerció de subdirectora. Actualmente trabaja de asesora en temas de comunicación online para el sector editorial y de los medios de comunicación.
Sus libros publicados hasta la fecha son
La otra Enciclopedia Catalana
(2002);
Rupturas
(2003);
No acaba la noche
(2006) y
Así murió el poeta Guadalupe
(2009), finalista del Premio internacional Dashiel Hammett de novela negra, y
Las niñas perdidas
(2011) ha merecido el premio L'H Confidencial 2011. Su última obra publicada es la nouvelle
Últimos días en el puesto del este
(2011), ganadora del Premio Ciudad de Barbastro de novela corta.