El comisario Estella se cepilló de un trago su segunda Coca-Cola
cargada
, que quizás era la tercera, y con un golpe del vaso vacío en la mesa sacó a la detective de sus jardines. Estaba claro que le incomodaba su tripa, una panza notable sobre la que caían curvados numerosos collares y abalorios, y ella sabía que se moría de ganas de hacerle la pregunta de marras, la pregunta que nadie se había atrevido a soltarle todavía, ni siquiera Jesús, que era incapaz de distinguir la frontera de la intimidad: de quién era la hija. Suya, del comisario Estella, no, desde luego; y eso lo sabían los dos. Hacía ya doce años que la cama no entraba entre sus territorios de batalla.
—Dame más datos sobre el muerto. —Victoria no consiguió borrar del gesto un aire infantil—. Pero sólo los que me vayan a servir para algo y pueda memorizar, porque no pienso entrar en esa selva.
—Adicto al opio y a la pornografía. Si no adicto, más que aficionado. Encontramos material de primera calidad y difícil acceso en su oficina. Ahora estamos ocupándonos del domicilio y los ordenadores, y pronto tendremos una lista de sus filias, que me da en la nariz que eran muchas y muy poco recomendables. Y otra cosa más, hacía dos semanas que había despedido al guardaespaldas y finiquitado el contrato con la empresa de seguridad que le protegía el culo. Así que el asesino tuvo relativamente fácil el acceso a su particular escabechina.
—O la asesina. ¿Y por qué uno solo? ¿Cómo atacaron? ¿Lo inmovilizaron?
El hombre la miró reconociéndola y no quiso sonreír pero el brillo en sus ojos le delató. Aunque cada nuevo encuentro le producía una pereza melancólica, en cuanto estaban juntos notaba cómo el nervio de Victoria estimulaba su cabeza y no sólo su cabeza.
—Vale, o la asesina, pero en ese caso una asesina muy fuerte para manejar aquel corpachón. Probablemente fue trabajo de una sola persona, porque lo durmió con un dardo para sedar animales, y procedió con la fiera ya atada. A lo que iba, era como si se sintiera intocable, como si hubiera decidido que ya no necesitaba que lo protegieran.
—También podía ser todo lo contrario, que el hijo de puta quisiera quedarse con el culo al aire, ¿no?
—Sí, bueno —admitió él sin demasiada atención—. El caso es que el portero de la finca no nos puede echar una mano, porque no hace falta pasar por el portal para acceder al despacho, tiene entrada propia directa, puerta y ascensor, a través del garaje.
—¿Familiares?
—Nada. Tiene un hermano en Galicia con el que, si éste no nos ha engañado, había cortado toda relación hace más de una década. En cualquier caso, al tipo en cuestión la muerte de su hermano no pareció entristecerle lo más mínimo.
La detective se hizo un rápido resumen mental: opio, porno, seguridad privada, locales donde se tortura a niñas pequeñas… Una perla para la que se le estaba ocurriendo el buscador adecuado, aunque completamente indeseable después de haber cortado contacto con él. El mejor buscador de perlas. Prefirió no seguir por ese camino e insistió con el comisario.
—Cuando dices que la pornografía es de difícil acceso, ¿a qué te refieres?
Notó cómo la incomodidad convertía el cuerpo del hombre en algo así como un padre que debe explicarle el coito a su hija adolescente. Toni Estella le hizo un gesto al camarero y ella estuvo a punto de recordarle que las once de la mañana no eran horas de un cubata más, pero pensó que quizá sí lo eran. Él volvió a rebuscarse algún resto de barba en el mentón impoluto, recogió los faldones de la chaqueta y se la reacomodó como si tuviera frío. El termómetro del cruce marcaba ya a esas horas 36 grados.
—Mira, Vicky, te voy a ser sincero. —Ella le dedicó un gesto negativo con la mano, no por favor, ni consejos ni sinceridad, pero se mantuvo callada y en cierta manera entretenida por lo que estaba previendo—. No creo que éste sea un caso adecuado para ti. Quiero decir que no es un caso adecuado
ahora
, así como estás.
—¿Y según tú, cómo estoy, comisario? —Estaba jugando, coquetería pura.
—Venga ya, Vicky, no jodamos. Estás preñada, y esto no es precisamente el informe sobre una infidelidad matrimonial.
—Yo no trabajo infidelidades, ya lo sabes. —Se divertía, y a él le estaba costando. Se divertía porque a él le estaba costando.
—El puto opiómano le daba al porno infantil, Victoria, tenía material de sobras para montar portal propio y batir el récord, hay una niña muerta a la que le han hecho las mil perrerías y aún falta que aparezca su hermana, todo indica que en las mismas o peores condiciones. Te he librado del cadáver de una de las pequeñas, y te aseguro que te he hecho un favor, pero te conozco y si sigues adelante, te puedes acabar dando de narices con el de la otra… O vete a saber con qué.
Ver que al comisario le preocupaba su bienestar hizo que Victoria se sintiera muy a gusto. Me gusta esto, pensó, y también que en el fondo tenía que reconocerle cierta parte de razón, pero le era imposible. La única condición que se había puesto para seguir adelante con la maternidad era no ceder ante el impulso de tomársela en serio, que no se inmiscuyera en su marcha diaria. Cedió con los fármacos, las drogas y el alcohol por razones evidentes, consiguió borrarlos de un plumazo, lo que ya era más de lo que ella misma podía prever, pero no quería convertirse en una máter, había decidido que no se podía permitir el lujo ni era algo que le apeteciera.
El comisario la miró con lo que entre sus gestos podría representar algo parecido a la ternura y ella se dio cuenta de que si no lo cortaba por lo sano iba a empezar a resultarle patético.
—Mira, comisario, deja mi tripa tranquila. Te aseguro que las gestantes en Babia que pasean su sonrisa de imbéciles vestidas de blanco vestal por los anuncios de productos contra las estrías son actrices, y que por las noches no me meto a Mozart por el ombligo para calmar al feto ni le hablo para ir entrando en comunión con lo que será.
Recompuso, por fortuna, su gesto germánico de paleto resabiado y ella se dio cuenta de que había mentido. Sí le hablaba, y no sólo mentalmente, a la criatura. Le contaba cosas en voz baja. Desde que supo que era una niña, había entablado con ella un diálogo constante, inconsciente, por el que intentaba ir adelantándole cuál era su mundo, su universo de madre soltera, descreída y metida a detective tras fracasar en tantas otras cosas. El descubrimiento la incomodó. No se había parado a pensar en ello y habría jurado que ella no hacía esas cosas, pero una niña… Una niña se le antojaba lo más indefenso, un ser como ella, o como su madre, un ser humano que nacía desamparado y que así iba a seguir.
—A propósito, ¿habéis dado ya con la madre de las niñas? —Verter en otra mujer la sensación de orfandad que empezaba a complicársele a ella le pareció una buena salida.
—Claro, la madre, se me olvidaba. —El comisario se agarró al cable con la misma sensación de alivio con la que Victoria se lo había lanzado—. La madre tiene poco que decir en este asunto, me parece. Yo no he hablado con ella todavía, pero envié a Soler y a Gómez a verla y por lo que me han dicho, la tipa no está en sus cabales. Tampoco me extraña, teniendo en cuenta que se empeñaron en que fuera ella quien reconociera a la pequeña. Parece que casi ni se inmutó. Vio la cara aquella, era terrible, la carita amoratada, sin dientes, con todos aquellos restos… —Se cortó en seco con la vista puesta en la cintura de la mujer—. En fin, que a la Sánchez de Andrade se le ha caído más de un tornillo durante el proceso, y que si le quedaba alguno flojo terminó de perderlo frente al cadáver de su chavalina.
—¿Dónde vive?
—Por lo que me han contado pasa los días en el recinto del Hospital de Sant Pau de aquí para allá, entre los pabellones y los parterres. Han intentado echarla un par de veces, pero acaba volviendo. Tampoco molesta demasiado. Sigue yendo aseada, parece que no la han encontrado ni borracha ni colocada y que no se ha metido con nadie, así que entre los grupos de turistas y los familiares que acuden a ver a sus ingresados pasa casi desapercibida. Ya veremos qué se hace con ella.
—M
anda cojones, el tío va y me dice muy serio que ya verán qué hacen con ella. ¿Les parece poco lo que han hecho hasta ahora?
Jesús la miró de medio lado y, raro en él, no arremetió contra el comisario Estella. Se levantó, sacó una botella de cerveza negra de su neverita y la medió de un trago.
—Mira, Jefa, yo en tus cosas no me meto, dios me libre, yo dependo de tus cosas y además sé que siempre tienes razón, no porque lo crea sino porque me he acostumbrado a que siempre acabas teniendo razón, ésa es la puta verdad, pero en esta ocasión…
—En esta ocasión ¿qué, Jesús? —interrumpió con rabia dosificada—. No me irás tú a venir con la misma monserga del embarazo y todo eso.
Él se tiró de la patilla derecha, un matojo despeinado de pelos azabache demasiado largos para resultar limpios y demasiado cortos para ser intencionadamente extravagantes. No le estaba haciendo la pelota a su jefa, no era su estilo, lo que significaba que estaba a punto de practicar un ejercicio de sinceridad del todo contrario a sus maneras. Jesús no era amigo de consejos ni de moralinas, Jesús tenía, como a él mismo le gustaba decir, los huevos llenos de errores pagados y sin pagar, así que acostumbraba a mirar pasar los desatinos ajenos, incluso los de Victoria, como quien asiste a la retransmisión de un desfile militar.
—Bueno, yo qué sé, que el fulano ese lo mismo tiene razón y nos conviene retirarnos un poco de esta mugre, ¿no te parece?
—¿Se puede saber a qué viene esto? —La detective masticaba las palabras.
—A mí el asunto de la niña no me hacía ninguna gracia, jefa, ya lo sabes, pero es que ahora, con el podrido hijo de puta del pederasta por medio, me parece que se nos está complicando la mano. —Acabó el botellín de otro trago y se le encaró, mirándole con intensidad sin fingimiento. Tenía los ojos negros y luminosos de un gitano, una estampa rampante de siete y los rizos tan oscuros como las uñas—. Que sí, joder, que sí, no me mires así, que estás preñada y que yo estaré ahí para lo que necesites, como si tengo que perder la lengua o la punta del capullo, mis dos bienes más preciados, pero que no te aseguro que sepa manejar la cosa si a ti te pasa algo, si te pones mala, o yo qué sé —se pasó la lengua por el labio superior, se dio la vuelta hacia su sillón y siguió hablando de espaldas—… si te hacen daño. Mira tú si te hacen daño con toda la barriga llena, pues yo voy y los mato, pero no te aseguro que vaya a acertarles… Joder, jefa, que una cosa es jugar a los malos y a los buenos, y otra muy distinta meternos en la Matanza de Texas diecisiete.
—Responde la verdad: ¿me soltarías todo este rollo si no estuviera embarazada? —Victoria estaba ya más calmada.
—No. Y ahora respóndemela tú. ¿Te ves con ánimo de contemplar el cuerpo de una niña de tres años violada y maltratada hasta la muerte?
—No. Estamos en paz.
—No, jefa, no estamos en paz. Te digo otra verdad que no me has preguntado: yo soy tu ayudante, y la verdad es que no me apetece sustituirte en según qué papelones. Ésa es la puta verdad. Si lo tengo que hacer, si no me queda más remedio, apechugaré, pero grábatelo entre las tetas, sobre el corazón: no me apetece.
Y dicho esto, volvió a levantarse de su joya de barraca y salió sin despedirse ni volverse a mirarla.
Ella regresó entonces al punto justo donde lo había dejado, las palabras de Toni Estella: «Ya veremos qué se hace con ella». Tenía dos visitas que hacer. Una, al Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, extraño fruto del modernismo catalán que recordaba haber pisado de niña alguna vez, seguramente en visita escolar. La otra, más peluda, a las Viviendas Nuevas, flor de suburbio cuyo solo recuerdo erizaba todas sus ganas de maldades, divinas maldades. Pensó en el Conseguidor. Era su buscador de perlas, el único verdadero. Si existiera otro, otra posibilidad por difícil que fuera, se habría ahorrado la visita al puto Conseguidor. Pero no. Hay que joderse, pensó, y salió directa a su primer destino.
L
a mujer india, ecuatoriana, boliviana, colombiana o guatemalteca, se levantó del banquito de piedra y se unió a la marcha de una madre blanquísima con niña a juego sin recibir ni un saludo ni un gesto que se lo indicaran. Victoria González llevaba cerca de media hora observando cómo la india y la pelirroja, sentadas una al lado de la otra, no cruzaban ni una palabra ni una mirada. Cuando entró al recinto del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau ya estaban así, colocadas al lado de la puerta de entrada del pabellón de San Rafael, como si alguien las hubiera puesto juntas en ese lugar, pero no la misma persona; como si una persona hubiera colocado a la india y otra diferente a la pelirroja y ellas permanecieran allí obedientes y unidas por azar. Por eso no le extrañó que, tras largarse la india, Adela Sánchez de Andrade se quedara.
De tanto en tanto, la pelirroja asentía con la cabeza a la conversación de nadie o negaba ligeramente con pesar. Tal y como le había insinuado el comisario Estella, Adela iba limpia e incluso bien peinada, dentro del mínimo orden que aceptaban aquellos pelos suyos naranjas y eléctricos. De ninguna manera parecía una mendiga. Vestía unos vaqueros desgastados y algo sucios, con aspecto más de modernos que de viejos, y una camiseta masculina blanca de tirantes, prenda de ropa interior en canalé sacada del ropero de algún hombre mayor que ella, más ancho y más alto. El escote desbocado de la camiseta dejaba al descubierto una clavícula sobresaliente, el esternón y las costillas que una delgadez extrema había pegado a la piel. Se fijó en que no llevaba sujetador, algo que aquel discreto par de tetas ingrávidas tampoco necesitaba. Victoria sabía que Adela Sánchez de Andrade tenía treinta y ocho años, pero por su aspecto no le habría echado más de treinta. Era cierto que no llamaba la atención en el lugar, parecía una turista joven, quizás irlandesa, que había dejado el petate a sus pies al sentarse a descansar tras la visita al conjunto monumental del hospital modernista. En el abultado petate la detective dedujo que cargaba con todo lo necesario para mantener ese aspecto de mujer de paso, en ruta, algo cansada.
Pensaba precisamente en lo que debía de albergar su equipaje cuando Adela levantó la vista y la miró fijamente. Al principio, la detective pensó que no la estaba observando a ella, sino que dirigía su mirada hacia un lugar más allá de donde ella estaba, pero con la cabeza en otro sitio. Sin embargo, tras un rato así, se dio cuenta de que sí la observaba y de que llevaban demasiado tiempo sosteniéndose la mirada como para dar media vuelta y largarse sin más. Por eso, sin pararse a pensarlo se encaminó hacia el frontal del minúsculo pabellón, subió uno de los grupos de siete escalones que dos tramos gemelos ofrecían a derecha e izquierda para acceder hasta la entrada, y se sentó en el pequeño banco de piedra junto a la pelirroja. Se sintió tranquila a la sombra de aquel edificio sacado de algún cuento oriental, notó la paz y pensó que quien los construyó había conseguido comunicar tranquilidad con los pabellones, si es que era eso lo que se había propuesto: la tranquilidad que da hallarse en un lugar lejanísimo, en la puerta de un edificio que de ninguna manera podía encontrarse en Barcelona ni en ninguna otra ciudad conocida.