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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

Las niñas perdidas (14 page)

BOOK: Las niñas perdidas
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Se levanta lentamente mientras el suelo y las paredes se mueven a su alrededor. Recuerda vagamente haber terminado otra vez con todo el alcohol que quedaba en la casa de Adela, el que él había añadido, así que se inclina sobre la mesita de centro. Allí se acumulan los restos que encontró a su llegada y los que él mismo ha ido agregando. Aún queda cocaína como para ir tirando con tranquilidad. Se prepara un gramo en dos rayas, lo toma y se recuesta para esperar el golpe de inicio y la taquicardia, la magnífica taquicardia de la primera dosis. Con eso, sabe que ahuyentará durante un rato el rostro de la pequeña que lo está matando y logrará llegar hasta el baño y darse una ducha sin correr el riesgo de abrirse la cabeza contra el grifo de la bañera. Coge sus botas y con la manga de la camisa les quita el polvo acumulado. Siempre hay que evitar el grifo de la bañera, se dice, evitar el grifo y llevar las botas limpias, aún estoy en forma, aún me acuerdo de las prevenciones y de las formas, se dice, tumb, tumb, tumb, el corazón disparado, y se encamina hacia el agua fría.

Afuera, empieza a anochecer y él se agarra a la risa tonta que escupe la televisión para salvarse entre aplausos y risas sin enlatar.

29

L
a detective Victoria González oyó un timbre entre la niebla del sueño. Después, oyó el timbre de su puerta cuando intentaba retener sin éxito el sueño que escapaba. Era un buen sueño, el final feliz de una noche larga y profunda, la primera de descanso sin sobresaltos que recordaba en las últimas semanas. Sin siquiera sopesar la posibilidad de levantarse a abrir, se dio media vuelta en la cama y sintió un susto ligero. Estaba embarazada, lo había olvidado. Una zozobra negra empezaba a sustituir al susto, una zozobra de bebés inmóviles y fetos muertos, cuando oyó el timbre por tercera vez, y en esa ocasión no fue un timbrazo ni dos ni tres: el timbre no dejó de sonar. Con un juramento se levantó de la cama y entonces sí, entonces notó al bebé acomodarse en la panza y sonrió al tiempo que gritaba ¡ya, ya!

Le sorprendió comprobar que eran las diez de la mañana.

El hombre que había ante ella en la puerta era Jesús y no era Jesús. Los ojos de gitano brillaban febriles ahondados por unas ojeras de muerte. La piel cenicienta, la barba azul y los labios blancos acompañaban el luto. Su figura achulada se encontraba inclinada hacia delante, casi encorvada y no había ni un resto de desafío en su mentón.

—Jefa, ponme un whisky. —Raspó el aire con la voz enfilando el pasillo hacia el salón con un tambaleo lento.

Victoria pasó por la cocina, cogió vaso y botella, y se sentó enfrente. Jesús en el sillón rojo y ella en una de las sillas de la mesa de comedor, a dos pasos. Pensó en un café, un café con tres cucharadas de azúcar y un par de cruasanes tostados con mermelada de frambuesas, pensó que pensaba lento y volvió a intentar recuperar el sueño que la había mantenido en paz hasta las diez de la mañana. Luego, de golpe, recordó las grabaciones, las grabaciones que Jesús debía de haber pasado la noche viendo, dolor entre dolores, y se sonrojó de vergüenza. Miró a su compañero y supo que no había dormido, que todavía no se había acostado y que en todo aquel tiempo no había dejado de beber. El olor a tabaco rancio y el aroma dulce del alcohol todavía caliente en el aliento del hombre empezaban a flotar a su alrededor. Victoria era una hembra mamífera preñada, y por lo tanto su olfato se había multiplicado por veinte. Eso pensó antes de hablar.

—¿Quieres tumbarte antes? —No podía alejar de la mente el olor, qué asco, qué familiar.

—Jefa, en mi barrio los malos tienen familia. —Jesús hablaba con el vaso apoyado en el labio inferior, sin mirarla—. En mi barrio los malos son muy malos, porque no es un barrio obrero, sino un barrio pobre, que es otra cosa. En mi barrio los buenos no son currantes, sino buscavidas, y los malos son malísimos y algunos van a la cárcel y otros a Venezuela. Así funcionan allí las cosas. A pesar de eso, yo he tenido tres hermanas y no he tenido miedo. Mi madre sigue viviendo allí, y yo la voy a ver y sé que es feliz, rodeada de hombres malos y de hombres buscavidas. —Se incorporó, y caminó hacia el baño mientras seguía hablando—. Cuando yo era más joven quería ser padre. En realidad era más que eso, yo quería ser honrado, como la mayoría de mis amigos, y eso significaba encontrar una mujer que no tocara demasiado los cojones, buscar un trabajo para vagos, casarme y tener un par de hijos. Yo quería tener una niña que se llamara Paulina y a lo mejor vender enciclopedias de Planeta por los barrios más ricos llenos de mujeres insinuantes con camisones como el que tú llevas ahora, brillantes de seda. O meterme a periodista deportivo y que el Barça me pagara bajo mano por callarme lo que no tenía que decir y decir lo que ellos quisieran…

Victoria llegó hasta el baño y se apoyó en el quicio de la puerta. Observó cómo Jesús se quitaba la camisa y casi pudo ver hebras de humo de tantas horas desliarse de entre el tejido y escapar por la ventana abierta. Luego vio al hombre inclinar medio cuerpo sobre la bañera, abrir el grifo de agua fría y pasarse el mando de la ducha por la cabeza y el cuello durante unos minutos. Cuando terminó, ella le tendió una toalla.

—Jefa, esto no se me va a ir ni con jabón Lagarto. ¡Joder!, yo soy un tío de barrio. Esto es… esto es demasiado… demasiado sofisticado para mí. —Levantó la vista y la miró a los ojos, los rizos negros perlados de agua, las gotas que desaparecían en la barba de lija, los ojos profundamente sin desafío—. Jefa, vámonos…

Victoria no quiso llevarle la contraria.

—¿Adónde, Jesús?

—No sé, vámonos a Venezuela, con los malos que no pisan la trena. Me han dicho que en Venezuela hay pueblos que están en la costa y que si vas desde aquí con cuatro duros te montas la vida. ¿Tú has visto
La noche de la iguana
, aquella con Ava Gardner y Richard Burton?

—Sí, sí que la he visto, ya sabes que ésa es una de mis costas. Pero eso pasa en México.

—Ya, pero yo te veo perfectamente bailando con aquellos dos mulatos, ya madura, mientras te metes en el mar, al final de todo. Y yo, si quieres, piso por ti cristales rotos y que se jodan las rubias.

Jesús abrió los brazos y Victoria se encajó de perfil contra la delgadez del gitanazo, por dejar a un lado la tripa y ahorrar interrupciones. La barbilla de Jesús quedaba a la altura justa para apoyarse sobre la cabeza de la detective, que, pasados un par de minutos, empezó a notar cómo los espasmos de un llanto sin sonido sacudían al hombre. Cuando él volvió a hablar, después de diez minutos y sin desasirse de ella, no quedaban en su voz restos de lágrimas.

—El calvo puto murió igual que la segunda niña —dijo.

Victoria habría querido soltarse, pero sabía que ése era un paso que tenía que dar su compañero. Aún tardó en hacerlo otros diez minutos de silencio duro. En aquel tiempo a la detective se le borraron Venezuela y Ava Gardner de un plumazo para ir dejándole sitió a la sorpresa, primero, y después a la determinación. Pero tuvo la paciencia necesaria y fue Jesús quien la soltó, se dio la vuelta, se arregló el pelo ante el espejo sin mirarse a la cara y enfiló de nuevo hacia el salón.

—Yo esto sólo lo he hecho por ti, por librarte. Tú no puedes ver lo que yo he visto, jefa, y te aseguro que he intentado no ver casi nada, sólo lo justo para encontrar a esa criatura, pero han sido cientos de caras y yo sé lo que les ha pasado a los pequeños dueños de esas caras. Esto ha sido una putada, jefa.

—Lo siento —susurró Victoria.

—No lo sientas, Vicky, ya está hecho. No lo sientas, pero creo que este no es un caso para nosotros. ¿Quién nos ha metido en él? Ni siquiera sabemos eso. Éste es un caso podrido, ¿entiendes lo que te digo? Todo esto es una trampa, una jodida trampa del diablo. He visto lo que le hicieron a esa niña. No todo, dios me libre… ¡Mecagoenlaputa!, he visto más de lo necesario. Pero si es que sirve para algo, te traigo la única conclusión que he sacado: a esa cría le hicieron lo mismo que Estella describió en la muerte del calvo siniestro. Pero al revés, ¿no? A ese calvo, al gordo pederasta que tenía el vídeo, lo mataron como a la niña.

—¿Quieres decir que…?

—¡No! No, Vicky, hazme el favor, no entres en detalles. Es así, y espero que tu amigo Estella te lo confirme.

30


O
sea, que quien mató al calvo sabía perfectamente cómo había muerto la niña del vídeo.

El comisario Estella se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa del bar Canadá. Cada vez tenía más aspecto de alemán, sobre todo desde que cambió la montura de pasta de siempre por otra ovalada de metal. Ese aspecto de los alemanes cultos, altos y no claramente rubios que parecen polacos, filósofos polacos.

—Según Jesús, exactamente, con todo detalle.

—Podría ser la misma persona…

—O podría ser una venganza, ¿no? —Victoria lanzaba ideas sin pensar demasiado, le costaba pensar. Tenía a Jesús en la cabeza, temblando húmedo.

—Recapitulemos. —Estella evitaba mirarla a los ojos—. Tenemos a dos crías, hermanas, asesinadas. Una de ellas, la menor, aparece en un almacén, casi un trastero, después de días de torturas. La otra, que no ha aparecido físicamente, sí lo hace en un vídeo encontrado en casa del calvo pedófilo.

—Pedófilo, opiómano y riquísimo, puestos a recapitular.

—Exacto. Dos hermanas. Por lo que se ve en el vídeo, sabemos que la que no hemos encontrado también está muerta.

—Toni, por dios, está violada, torturada, amputada. Eso no es sólo muerta.

—Eso es muerta, Vicky. Muerta. Están muertos los tres, las dos hermanas y el calvo. Da la casualidad de que las muertes de las dos crías suceden en el entorno del calvo: una de ellas aparece en un almacén que está a su nombre y la otra, en un vídeo que está en su despacho. Desde luego, el tipo no puso mucho cuidado en tapar sus fechorías.

—¿Y por eso lo mataron?

—No, no creo que fuera un hombre que dejara cabos sin atar.

—A ver, si el calvo era el culpable de las muertes de las dos pequeñas y ya está muerto también, ¿qué buscamos?

—No sé qué buscas tú, Vicky —el de Estella era un cansancio de tono familiar—, no sé qué buscas, pero yo, para empezar busco a la persona que mató al calvo.

Victoria no acusó el golpe, pero apuntó el dato.

—Y tengo un dato más para ti, Vicky. —La voz, la pose, el apelativo, familiares también; el comisario la miró de frente—. El trabajo de esos vídeos tiene sello, un sello que te va a resultar familiar. O mucho me equivoco, o detrás de la pornografía del calvo está el Croata, Vicky, y eso son palabras mayores.

Ella permaneció estática pero cualquiera habría podido darse cuenta de que estaba sufriendo un proceso de petrificación rápida. El Croata estaba sentado en el suelo, a los pies de la cama. Colgaba el brazo de la chiquilla que acababa de perder el conocimiento. No uses la misma aguja, joder, vigílale la temperatura, que no se quede fría. No se puede hacer nada con un cuerpo frío, decía el Croata. No me gustan las muertas, decía con el alma llena de cristales, las muertas son un desperdicio, una pérdida de tiempo.

—Mujer, tú conoces a ese pájaro. No puedo detenerlo, no tengo datos objetivos, pero no me equivoco con estas cosas, Vicky: esas grabaciones son de la factoría del puto Croata.

El Croata no era croata, pero lo llamaban así porque estuvo de casco azul de la ONU en la guerra de la antigua Yugoslavia y volvió con una denuncia por violación de menores que quedó en nada pero lo escupió de las Fuerzas Armadas españolas. Desde entonces había sofisticado bastante su trato con el sexo, convirtiendo a las chavalitas flacas y blancas venidas de cualquier punto de Europa entre Italia y Rusia en una estupenda fuente de ingresos. Rusia e Italia eran sus fronteras, sólo respetaba a los rusos y a los napolitanos, sus dos competidores directos en la zona. Pero el Croata no tenía demasiados problemas, el mercado daba para todos y él, además, había empezado a explotar con éxito la veta de las menores centroafricanas, algo que a ninguno de los otros le interesaba en absoluto. El Croata era el único proxeneta y traficante local cuya crueldad estaba a la altura de los facinerosos exsoviéticos.

La detective Victoria González conocía bien al Croata, de otros tiempos, de otras situaciones, y no pensaba dar crédito a los temores de Estella, pese a los cristales. Una cosa era prostituir desgraciadas y trufarlas de heroína o cocaína, y otra matar a niñas con saña. Ella sabía que hacía ya tiempo que la policía andaba intentando ligar al Croata con la distribución de pornografía infantil, pero estaba convencida de que se equivocaban. Ella había estado demasiado cerca del Croata.

—Una cosa más. —Sintió que si no cambiaba de tema volvería a bajar hasta el frío de las primeras agujas—. ¿Qué pasó con las cosas de Adela después de que la, digamos, inhabilitaran?

—¿Qué cosas?

—No sé, su casa, sus bienes. ¿Tenía dinero?

—No tenía, tiene dinero. Adela Sánchez de Andrade sigue teniendo la casa en la que vivía con sus hijas, es suya. De hecho, tiene una cuenta en el banco que le permitiría vivir perfectamente al menos durante los próximos veinte años sin pegar ni golpe.

La detective no esperaba oír aquello, no contaba con eso, y sintió que algo crujía en su idea de la madre sin hijas. Conque sí, pensó, la niña se ríe porque me puede patear la boca, porque puede hacerlo desde su altura, risa tonta, crac.

—¿De dónde ha sacado la pasta?

—Ella
tiene
pasta, imagino que le viene de familia. Pero además cuenta con unos ingresos fijos mensuales nada desdeñables que proceden de la cuenta de su santo padre.

—Hija de puta. Y si su padre la sigue manteniendo, ¿por qué no hizo nada por las niñas?

—En realidad sí hizo. La llamada que desembocó en la retirada de la custodia fue anónima, pero no me extrañaría nada que la hubieran hecho los propios Sánchez de Andrade. De hecho, pelearon bastante en el último momento por quedarse con las niñas, en una causa que aún permanece abierta pero que ha expirado por razones evidentes.

—Pero no se las dieron…

—No. Supongo que el juez decidió estudiar más a fondo el caso. No era la primera intervención de los servicios sociales en el caso de Adela y su marido, pero en las otras ocasiones los abuelos se habían borrado, no habían querido saber nada del asunto. Imagino que el juez pensó que esta vez no iba a darles tan fácilmente la oportunidad que habían rechazado con anterioridad.

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