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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

Las niñas perdidas (18 page)

BOOK: Las niñas perdidas
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—Bueno, eso sí que no lo sé, así que voy a ver si lo averiguo. Mientras tanto, o mucho me equivoco o tu loco del alma volverá al piso de Adela. Me temo que ha establecido allí su base de operaciones para lo que sea que esté delirando. Vete para allá y síguele los pasos. No quiero perderlo de vista.

—A las órdenes, señora.

—Una cosa más, si algún pasma se acerca a él, llámame de inmediato. Y otra, no te fíes del mendigo que duerme frente a la casa, en los soportales del edificio de Fecsa. Está con el loco.

37

V
ictoria se detuvo ante la soberbia fachada del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau porque no quería entrar. Se preguntó si era sólo pereza o había algo más. ¿Qué le iba a preguntar a Adela? ¿Podía encararla, enfrentar el tema directamente? ¿Qué le contestaría la mujer? ¿Otro de sus sueños, otro de sus delirios? Entró detrás de un grupo de turistas alemanes, orondos y sonrosados, y estuvo tentada de unírseles cuando la guía los detuvo en el vestíbulo de techo rosa para contarles todo aquello de que Pau Gil era un benefactor, y de ahí que estampara su nombre por todas partes, de puro bueno y de puro humilde, y de ahí que le diera su nombre al complejo sanitario y bla ba bla la caridad, bla bla bla la fe. En el recinto ajardinado sembrado de edificios enanos reinaba el ajetreo de siempre: gordos, cámaras y visitas. A Victoria no le costó localizar a Adela Sánchez de Andrade, sentada en un banquito a la sombra de la capilla, en una zona de bajada umbrosa. Se acercó y se sentó junto a ella. La pelirroja estaba con los ojos cerrados, aunque no tenía aspecto de dormir, y no pareció inmutarse al sentir su presencia.

—Hola. —A Victoria no le apetecía hablar y lo hizo en voz baja, con un deje cansado.

—Cuánto tiempo —contestó la otra.

—No hace tanto. ¿Podemos hablar un rato?

—Yo puedo.

—Me gustaría hablar de su vida, de la vida que recuerda —la detective iba con pies de plomo, articulando cada palabra como quien desmonta un artefacto explosivo—, de sus hijas…

—Ya, después todo cambió. —Adela no varió su postura, con los ojos aún cerrados.

—¿Qué cambió?

—Tú quieres saber las cosas del otro tiempo, hace días que lo noto.

—Sí.

—Me preguntas por una época que me resulta tan lejana… Sólo recupero escenas, seguramente las que están instaladas en las bisagras del cambio. Las articulaciones. Por ejemplo, mi amiga y yo llevándonos a la Chueca y a su hermana a la playa. Hacíamos ese tipo de cosas. Y ellas, dale con que nunca habían visto el mar. No me jodas, gitana, no me jodas, si naciste en Can Tunis, en el puto puerto, y vives en La Mina, ¡no me jodas que no has visto el mar! Y ellas, que no, el rímel corrido, que nunca habían estado en una playa, las pestañas empastadas, mientras se renovaban la capa de maquillaje. Entonces mi amiga como una sirena de Cadaqués, quitándoselo todo menos un tanga terrible, un tanga desencadenante de tragedias, gimiendo al entrar en el mar. Eran las diez de la mañana de una noche. Acabábamos de depositar a un escritor llegado de tierras lejanas al borde del vómito en el hotel del paseo, sobre la cama era un fardo apestoso. Hacíamos ese tipo de cosas, escritores, gitanas, noches de día, baños de cultura, je, de cultura… No sé qué pasó después, las gitanas aquellas en mi casa bailando flamenco con las niñas y enseñándoles a palmear.

—¿A sus hijas?

Adela abrió los ojos y se incorporó sin mirar a la detective. Empezaba a estar ligera, muy ligeramente agitada.

—Antes de eso, yo amanecí una tarde como si resucitara de entre todos los muertos y era el día de mi boda, un acto que debía haberse celebrado seis horas antes de aquel terroso momento. Hostias, hostias, hostias. Me imaginaba a mis padres llorando y cagándose en su fruto. Me moría de pena por mis hijas, que estrenaban trajecitos blancos y naranjas, calcetines mandarina de perlé para ese día en el que su madre no iba a casarse. Porque en el momento exacto en que el descapotable tenía que pasar a buscarme por casa, las niñas ya vestidas, mi madre en la peluquería y mi padre con diarrea, yo me encontraba inconsciente ejecutando un estupendo número de
striptease
ante dos tipos que no eran exactamente desconocidos porque eran amigos de un amigo del Conseguidor, o algo así. No sé, no recuerdo qué pasó después. No me casé, claro, eso es largo.

—El Conseguidor…

—Me preguntas por cosas que me resultan muy lejanas, de la epoca en la que iban a prohibir fumar, follar, las hamburguesas…

—¿Ha dicho el Conseguidor?

—Era comprensible, nosotros teníamos otras preocupaciones. Teresa perdía siempre sus cosas, como quien pierde una chancleta, todas sus cosas, también las bragas. Sofía se lió con una chica que quería matarla, a nadie le cupo duda, tenía muerte y ferocidad como para derribar incluso a la acorazada Sofía. Era comprensible. Barcelona entera escupía al suelo y caía sobre nuestras cabezas. Carmencita desaparecía periódicamente y, días más tarde, salía de algún prostíbulo duro sin la mitad restante de su patrimonio. Hostias, tía, a los travelos les restregaban la cara contra las paredes de ladrillo del Chino.

—¿Y después?

—No, después no. Antes. Antes de eso, yo estaba perdiendo los referentes una noche en la que me fui a cenar con Juan y creyó que yo era otra. Me hablaba en un tono que no era el de nuestra intimidad. Él, que siempre ha sido y será un agonías, presumía de dichoso y hablaba del sol, ¡del sol, joder!, tarareando canciones de pop imbécil. Estábamos instalados en la sobremesa. Le recuerdo diciendo aquello de hace mucho tiempo que no me drogo, perrita, convocando todos los números de teléfono y todas las agendas. Llegamos a casa sin saber de qué teníamos ganas, sin dolernos nada, pensando que igual estábamos un polvo así, colocados. En cambio, me miró y me dijo aquello de lo siento,
arrivederci
.

—¿Y las niñas?

—Sí, espera… Aún antes de eso, yo embarazada y convenciéndome desesperadamente de que la segunda niña lo iba a arreglar todo. Mi abuela me miró con sus ojos glaucos cuando me dijo tu abuelo era alcohólico, él ya bebía, imagínate, esas cosas se heredan y esto bien puede haber venido de un mestizaje de tu abuelo. Así llamaba ella a las escapadas de mi abuelo, al menos, así tras miles y miles de horas sentada frente al televisor. Después todo cambió. Después de no casarme y del paso de las gitanas por casa, con las niñas tan indefensas. ¿Qué fue de las niñas? ¿Tú lo sabes? ¿Qué pasó después?

—Yo sé algunas cosas que han sucedido…

—Yo sé cosas también y no son cosas que sucedan.

—¿Quién es el Conseguidor? Usted ha nombrado…

—Tú sabes quién es.

—¿Usted me conoce?

—¿Y tú a mí?

—Sí, yo te conozco, Adela, y sé que pagaste a un tipo para que matara a un hijo de puta.

En ese momento, el gato que la detective ya había visto en su anterior visita apareció por la derecha. Se acercó hasta ellas y pasó de largo sin mirarlas. Él sí se fijó, y como si se diera cuenta, el animal se dio la vuelta y fue a sentarse a un palmo de sus piernas.

—Pagar no es suficiente. El dinero no es suficiente, nunca es suficiente ni para el que lo paga ni para el que lo cobra. No se puede pagar lo que no existe, el tiempo que ha terminado. Sentía que para mí había terminado mi tiempo antes de poder vivirlo. No se puede vivir un tiempo que no es el que te pertenece, entonces todo falla. ¿Quién nos robó nuestro tiempo? ¿Por qué lo estropearon todo?

—El Conseguidor te ayudó, ¿no?

—Tú quieres saber las cosas de la sangre.

—Adela, mataron a tus hijas.

—Yo nunca he tenido hijas, qué tontería.

—¿Cómo sabías quién había raptado a las niñas?

—Todas creemos tener hijas, es un sueño recurrente. Hay criaturas extrañas a nuestro alrededor y nos parecen hijas, pero somos nosotras mismas.

Adela se levantó de golpe, cogió el petate del suelo, se lo echó al hombro y arrancó ligera hacia la salida del recinto. Victoria no tuvo ánimos para seguirla. Hijadeputa, pensó y no dijo, o puede que sí, puede que murmurara, hijadeputa, tu tiempo cambió, no es éste tu tiempo. Ni el mío, no te jode, ¿o crees que sólo cambió tu tiempo? ¿O crees que yo aprendí a morir como estamos muriendo a base de dibujar carteles para el Frente Sandinista, rama Viviendas Nuevas, Barcelona vieja?

Tú tenías que ser una princesa blanca y yo tenía que ser la reina roja, no te jode, pero ya no hay reinos ni castillos, ni rojos ni blancos ni en carboncillo. Que quién nos robó nuestro tiempo, preguntas, que quién nos robó nuestro puto tiempo, como si alguna vez lo hubiéramos tenido. Mira a tu madre recostada contra la luz y el whisky, joder mírala, que bastante tengo yo con mirar a la mía. ¿De qué tiempo me hablas, de qué herencia?

Por cómo la observaba el gato, Victoria se dio cuenta de que debía de haber estado hablando en voz alta.

—Gatito, gatito…

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INSTRUCCIONES PARA MATAR A UN GATO

P
ara matar a un gato es necesario haber vivido en el campo, o haber presenciado una matanza del cerdo, o haber soñado con siniestras japonesas que vomitan sangre en el pasillo de tu apartamento, o haber practicado de niña el juego del churro-mediamanga-mangotera contra las espaldas de las muchachas que te morderían los muslos si les dejaras.

Cumpliendo alguno de los anteriores requisitos, aquél que quiera liquidar a un gato debe, en primer lugar, fingir felinidad al menos como para que la bestia ponga su rabo a mano. Y hecho esto, se debe asir con fuerza la gatuna cola y enarbolarla como si se tratara de la honda de David. Procédase entonces a voltear al gato, tomado por la cola, en círculos de velocidad creciente hasta que el sentido común indique que, lanzado el animal contra un muro, morirá del golpe.

Tras matar a un gato es aconsejable no ingerir ningún líquido y disfrutar en la medida de lo posible la sequedad de la boca.

39

E
l Instituto Ginecológico Alicia estaba situado en la falda de la montaña del Tibidabo, en el barrio de Sarrià, por encima del paseo de la avenida Bonanova. Era la segunda vez en su vida que Victoria González pisaba aquella zona. De la primera hacía ya mucho tiempo, en un encuentro desastroso con un jovencito consumidor de heroína que terminó queriéndole vender algunos objetos del salón familiar a cambio de que ella le hiciera unas gestiones.

Las gentes habitantes de esa zona, ese tipo de gentes, despertaban en la detective un sentimiento confuso que no le gustaba. No era rabia, no era la rabia de la hija de pobre contra los ricos. Era peor. Lo que sentía Victoria —y lo que admitía sentir— era una mezcla de miedo y complejo de inferioridad.

Aquellas mujeres siempre parecían perfectas, ningún roto en la ropa, ninguna rozadura, ningún pelo fuera de lugar, las uñas cuidadas, la piel cuidada, todas aquellas zonas del cuerpo que uno desatiende, que transita poco, en ellas aparecían siempre tratadas con mimo diario, los codos, las orejas, los talones, las axilas, las ingles, las uñas de los pies, las aletas de la nariz… y los hombres, siempre dispuestos a exigir un aspecto mejor a sus mujeres, a imponer depilaciones, ropa interior, pezones exactos. A Victoria todo aquello le despertaba temores, el temor a ser descubierta, a estar rozada, sucia, sin terminar. A descubrírselo.

La Clínica Ginecológica Alicia estaba situada en una coqueta torrecita blanca de aspiración modernista, o lejanamente modernista, a la que se accedía a través de una cancela enmarcada en buganvilla fresa.

—Vengo a ver al doctor Sánchez de Andrade.

La señorita que atendía la recepción le miró la tripa con una sonrisa maternal y protectora.

—Sí, ¿tiene hora?

—No, no tengo hora. Dígale que viene a visitarle Victoria González, él me conoce.

—El director no recibe sin hora previa… ¿Tiene usted alguna urgencia?

—Sí, es bastante urgente.

La muchacha la miró con desconfianza. Victoria cogió un prospecto del mostrador y se sentó en uno de los butacones que, más allá, formaban un pequeño y acogedor cuarto de estar. No había nadie más. Cualquiera diría que aquella era una clínica sin pacientes. Se entretuvo mirando lo que el Instituto Ginecológico Alicia ofrecía a sus clientes: sofisticadas fecundaciones in vitro, interrupciones del embarazo, implantes mamarios, intervenciones con nombres como vaginoplastia, himenoplastia y labioplastia. «Hasta hace poco, las mujeres debían aceptar los efectos del paso del tiempo en su cuerpo, efectos mucho más notables en su zona íntima —decía el prospecto—, pero la mujer de hoy es independiente, libre y dueña de su cuerpo, por lo que toma decisiones atrevidas para sentirse atractiva, toda ella atractiva. Si se cuidan todas las zonas del cuerpo, ¿por qué no las más íntimas?» Y terminaba con la frase adecuada: «Tú estarás más satisfecha, y tu pareja también». Acompañaba tal declaración de audacia el retrato de una treintañera rubia y vaporosa, copia en joven de la mujer de Sánchez de Andrade, que contaba su experiencia íntima, cómo antes se sentía insegura y, después de operar aquello que ella llamaba «mi zona íntima», sus relaciones habían vuelto a ser «satisfactorias». Victoria miró a la chica de la foto y se la imaginó, veinte años después, anunciando que su vida había vuelto a ser segura al controlar las pérdidas leves de orina. Todo aquello le provocaba una incomodidad que no quería calificar. Se imaginaba a aquellas viejas abriendo las piernas delante del elástico Sánchez de Andrade para recibir en los labios menores un chute de silicona que les permitiera recuperar, recuperar ¿qué? Si sus maridos ya se habían agenciado una o dos o doce amantes de veintitantos, ¿de qué les servía a ellas ese rejuvenecimiento genital? Quizás ellas también se habían buscado sus amantes de veintitantos y era para ellos para quienes se recauchutaban. Pensó Victoria que una tiene que mirarse mucho el coño y muy de cerca para que el envejecimiento de los labios menores le moleste hasta el punto de ponerse en manos del Sánchez de Andrade de turno. ¿Y luego qué? ¿Luego en el gimnasio femenino comparaban con sus amigas las respectivas intervenciones? ¿Mira mi coño nuevo, querida?

Alzó la vista y enfrentó a la recepcionista que la observaba con gesto severo. La chica no le había dicho lo contrario, por lo que dedujo que Sánchez de Andrade acabaría recibiéndola. Sobre ella, en letras plateadas, el nombre Alicia llamó la atención de Victoria. Al principio había dado por hecho que Alicia era, como Eva o Lilith o Thais, un denominador genérico de la mujer. Pero no, claro, ella estaba pensando en la Alicia de Lewis Carroll, y bien mirado, no le pareció el apelativo adecuado. Recordó la foto de la pequeña Alicia, tomada por el propio Carroll, vestida como una mendiguita, con una mano en actitud pedigüeña y la otra a la cadera acompañando el desafío inquisidor de los ojos no exactamente infantiles. Siempre le había parecido una foto aterradora, esa manera de mostrar los dos hombritos de la niña, el desgarro del trajecillo. No, era imposible llamar a una clínica ginecológica Alicia en referencia al País de las Maravillas, porque inevitablemente acabaría ligado de una u otra manera a la idea pederasta. Quizá la mujer de Sánchez de Andrade se llamaba Alicia, y era sólo un homenaje a su señora. El nombre, sin embargo, le producía a la detective una sensación de calor, quizá porque imaginó al ginecólogo en el acto de nombrar, de elegirlo. Crear algo y nombrarlo. De alguna manera que no era explícita, aquello humanizaba en su cabeza al padre de Adela, él mismo incapaz de nombrar a su hija.

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