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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

Las niñas perdidas (12 page)

BOOK: Las niñas perdidas
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—Mi reina, mi diosa —el hombre no alzó los ojos, y su voz era un ronquido sin modular—, esos hombres no te merecen, ni el mal que andas buscando te merece, miserable mal infeliz y sangriento. Busca un vídeo, la niña que quieres vive en una copia plana de sufrimiento eterno. —Levantó la cabeza y Victoria pudo ver cómo sus ojos se transformaban desde los dos puntos incandescentes del animal hasta recuperar la turbadora apariencia habitual del humano—. Tú lo has querido. Lo verás, pero no lo mires.

En ese momento, a la detective la sobresaltó un ruido tras de sí y, al volver la cabeza, vio de nuevo a la chiquilla, como una reproducción en miniatura de un ama del sado, cuyas uñitas rojas del rojo de la mercromina parecían iluminar la bandeja que volvía a sostener. Siguió hipnotizada sus movimientos felinos y seguros por la habitación, cómo recogía las copas y la botella, cómo andaba con pasitos cortos hacia el final de la estancia, allá donde el parpadeo de los neones no llegaba a iluminar, y se dio cuenta de que ya era de noche, totalmente. Volvió a su posición inicial, pero el Santo ya no estaba. Frente a ella, sólo una silla de madera vacía y la torre donde los anillos seguían subiendo y bajando, amarillo, rojo, verde y rosa chicle, amarillo, rojo, verde y rosa chicle…

23

V
ictoria González despertó con los primeros claros del día y tuvo que correr para no vomitar en el pasillo. Había pasado una noche de perros agarrada a su panza. Los pocos ratos que había logrado conciliar un sueño espeso, la flaquísima Adela Sánchez de Andrade se le mezclaba con el Conseguidor y la niña de las uñas rojísimas en numeritos sexuales de dolor extremo. Se sentó en el suelo del cuarto de baño, todavía agarrada a la taza del váter donde un minuto antes había echado algunas bocanadas de nada, pura bilis, a esperar que se le pasara el tembleque. No podía retirar de su cabeza las imágenes soñadas, Adela Sánchez de Andrade tan indefensa en manos de aquellas dos bestias, el hombre y la niña-mujer. Sabía bien de qué trataba todo aquello. La inquietud por encontrarse de nuevo con el Santo había relegado a la madre de las niñas muertas, su encuentro con ella, a un segundo plano, pero estaba ahí. Se le había quedado dentro y ya salía. Recordó el bienestar que le produjo estar sentada en aquel banquito de los jardines del Hospital de Sant Pau, frente al desasosiego de la visita a las Viviendas Nuevas, y pensó en la locura. Exactamente pensó que nunca se había parado a pensar en la locura y que probablemente la locura no era un señor con un gorrito de papel de periódico en la cabeza y un cornetín en la mano. Admitía que la locura tenía otras caras, poses menos forzadas y rictus cotidianos, pero aun así, Adela Sánchez de Andrade no le pareció una loca, como se empeñaba el comisario Estella, no al menos una loca como ella tenía catalogado que tenía que ser una loca. A aquella mujer le habían quitado a sus dos hijas una mañana y ya nunca más las había vuelto a ver, al menos vivas. Eso tenía entendido. Según sus informaciones, la policía entró en el domicilio de la familia hacia media mañana respondiendo a una denuncia que acusaba a la madre de negligencia. Efectivamente, cuando echaron la puerta abajo se encontraron a Adela completamente ebria, semiinconsciente, ovillada en un rincón del salón, y a las dos niñas campando a sus anchas por la casa, una de ellas cagada y meada. El informe se entretenía en describir pis de la niña en medio del pasillo y algunos restos fecales aquí y allá. Eran datos de impacto, claro, los restos fecales de una niña de tres años y su descuido, un pasillo meado, son datos que impresionan. ¿Quién no iba a resultar golpeado con aquello? Una madre borracha y seguramente drogadicta que deja que las niñas vivan entre la mierda, enunció. Algo así. Pero una denuncia significaba intención, y quien la hubiera hecho tenía que conocer al menos el pis y la caca de aquella criatura. Estas cosas se suelen hacer «por el bien de las menores».

Hay demasiadas cosas que se hacen por el bien de los menores, pensó Victoria mientras se despegaba del inodoro y recuperaba con dificultad el equilibrio vertical. ¿Es suficiente una borrachera, aunque sea la madre de todas las borracheras de sesenta horas, para retirarle a una madre sus dos hijas?, se preguntó. Y más: ¿Qué sucederá conmigo, con lo que yo sea cuando sea madre, qué sucederá con lo que yo haga? ¿Será mejor para mi hija una mujer ecuánime, serena, coherente que la bestia parda que le ha tocado como madre? Preparó un AlkaSeltzer y masculló mecagoenlaputa, mecagoenlaputamadre de los jueces, mecagoenlaputamadre de los justos, y mecagoenlaputamadre de los ladrones de hijos. Yo no seré la mejor, pequeña, dijo en un susurro, yo no seré una madre modélica ni pienso mostrarte el camino recto a ningún sitio, yo tengo rabia y muchas pensiones con chinche en mi pasado, pero al primer hijodelagranputa que te ponga la mano encima para retirarte de mi lado aunque sea por un minuto, lo mato. Juro que lo mato, y sé cómo hacerlo. Qué hostias, ¡tu madre soy yo! Pegó una patada a la pared del pasillo y puso algo de
hardcore
para ducharse, vestirse y salir sin perder el cabreo.

Ésta es mi rabia, éste es mi mundo, éstas son mis maneras. Victoria González, no la detective sino la mujer que dejó una vida y se inventó otras once, echó a andar calle Aribau abajo. Su casa no era sino un refugio sin personajes. A su casa sólo Jesús tenía acceso, ni los amantes, ni los amores. Amores no había. Mi rabia. En la mano derecha le bailaba un cubo de playa, un cubito infantil de los que usan los niños para jugar con la arena a construir castillos de princesas sin ogros. Mi mundo, los ogros. El balanceo del brazo no permitía a los transeúntes ver que el cubito azul, blanco y amarillo llevaba grabado el dibujo de un pulpo, una estrella de mar y el tridente de Neptuno, ah el tridente. El balanceo, a tilín a tilán las campanas de San Juan, permitiría que cualquier paseante pensara qué bonita imagen, una embarazada camino de la playa para jugar a castillos de soleado mediodía con el bebé que vendrá. Pero el interior del cubo: mi rabia, mi mundo, mis maneras.

En la plaza Universidad, Victoria González se paró un momento a tomar aire, y el aire era fuego húmedo. Sudaba mucho y en las ingles una palpitación nueva le indicaba que quizá la emoción había resultado excesiva. Quieta mi niña, éste es nuestro mundo, te enseñaré la rabia para sobrevivir, porque la vida es puta, es pelea y cicatriz, y tú no vas a tragar mierda, tú, mi pequeña inalienable, mi carne, mi fruto, la vida que yo soy capaz de dar como soy capaz de dar la muerte. Sólo seguir bajando hasta las Ramblas, sortear rubios y lerdos, cruzar el barrio Gótico e internarse en el barrio de la Ribera.

Al llegar, Victoria pasó de largo sabiendo que lo hacía y tuvo que volver sobre sus pasos unos cincuenta metros. A tilín a tilán las campanas de San Juan, el cubo viene y el cubo va, a tilín a tilán, las campanas de San Juan, piden pan, no les dan, piden queso, les dan un hueso. A tilín a tilán, ante ella el buzón florido, latón verde con chapado de florecillas malvas, muerte malva viene y va, piden pan, dame perro, dame hámster, dame pez. Sin mirar a derecha ni a izquierda ni hacia dentro, Victoria extrajo del cubo el macabro presente y lo adelantó hasta que la cabecilla del hámster rozó el cartel donde se leía el nombre de la asociación y un lema, dejando un toque de sangre a punto de ser tierra sobre la letra ene.

Los cadáveres de diez pececillos naranjas jalonaban el colgante de hámster desnucado, en hilo de nailon con cierre de plata. Ésta es mi rabia, éste es mi mundo, éstas son mis maneras. Suspendida del cierre, una etiqueta: «Su muerte, la nuestra».

A tilín a tilán,

las campanas de San Juan,

piden pan, no les dan,

piden queso, les dan un hueso

y les parten el pescuezo.

24

INSTRUCCIONES PARA MATAR A UN HÁMSTER

Q
uien haya decidido al fin matarlo debe adquirir el hámster en un puesto callejero dispuesto a tal efecto, pues el animal perteneciente a la familia no cumple las funciones necesarias.

Habiéndolo adquirido, se requiere solamente la mano derecha, una botella de pisco peruano, el zumo de un limón y la clara batida de un huevo pequeño, cotidiano.

Mézclense los ingredientes añadiendo una cucharadita pequeña de azúcar y sírvanse en copa de jerez o similar. En caso de tenerla a mano, añádanse unas gotas de angostura.

Y una vez con la copa en la mano izquierda, si uno es diestro, abrácese la pequeña bestia con la derecha hasta sentir su latido entero en ella. Con la panza del hámster en la palma y el pulgar sobre su lomo, procédase a recorrer su espalda con dicho dedo desde las traseras hasta la cabeza. Una vez realizado tal masaje las veces suficientes como para sentir al animal cercano, como para haberle cogido un punto de familiaridad, colóquese el pulgar en el punto exacto en el que la cabeza se distingue del tronco. Allí se halla la última vértebra cervical. Con un trago seco del pisco sour, ejecútese un gesto brusco del dedo que sirva para separar la cabeza del tronco del animal. Láncese el cadáver al cubo de la basura.

25

E
n el despacho, Jesús.

—¿Qué hay, jefa? Tiempo sin verte.

—Estuve con el Conseguidor.

Lentamente Jesús se incorporó en su butacón, que gimió vejez, se inclinó hacia delante con las piernas abiertas, apoyó un codo en cada rodilla, agachó la cabeza y se mesó teatralmente los rizos con ambas manos. Luego levantó la cabeza y clavó en la mujer sus dos ojos de gitano aún hinchados de sueño reciente. Permaneció así al menos un minuto, mientras Victoria acomodaba su peso de un pie a otro a la espera de lo que sabía que iba a llegar.

—Mira, ¡no! —Jesús trazó un gesto con la mano derecha queriendo cortar el aire—. ¡No! Joder, jefa, no volvamos a empezar con esas cosas. Ese tío sólo nos puede dar problemas, ese tío arrastra la muerte consigo, es feo y da miedo. Ese tío da mucho miedo, amiguita. Jodeeeeer, jefa, joder, joder, ¡joder!

Se levantó, salió a la calle y abrió la persiana. Con el gesto, entró la luz blanquísima de la primera mañana y la amenaza de otro día sofocante. El local se iluminó polvoriento y sembrado de latas de cerveza. Se notaba que había dormido allí y había dormido vestido.

—Hay un vídeo. —La detective sabía que estaba abriendo una puerta, ese tipo de puerta que da a las escaleras que bajan al sótano de alguien espeso donde pende una bombilla viuda que no ilumina más allá de su propio cuello, etcétera.

—Claro, hay un vídeo y da la casualidad de que ese demonio lo tiene, ¿no?

Victoria se dejó caer en su silla de trabajo, encendió el ordenador y abrió su correo electrónico sin contestarle. De repente la discusión que iba a tener con Jesús le resultaba demasiado doméstica frente a aquellas escaleras abismales.

—¿Qué? —dijo este al cabo de diez minutos y sin moverse del sitio en el que se había quedado a solas con su mosqueo.

—¿Qué de qué, Jesús? —respondió Victoria haciendo un esfuerzo por volver del lugar al que le estaba llevando la cabeza—. ¿Qué de qué?

—¿Me vas a pasar el vídeo o no?

—No tengo el vídeo. —El tono de paciencia estaba evidentemente exagerado—. No sé dónde está, sólo sé que existe un vídeo y que la hermana de la niña que ya tenemos se encuentra en esa grabación.

—¿Qué hay exactamente en el vídeo? —Su ayudante cambió el tono.

—Creo que lo peor. —Victoria no levantó la cara para contestarle, aún notaba subir y bajar la marea de náuseas—. Voy a mandarle un correo al comisario Estella para que nos dé acceso al material que retiraron de la oficina del calvo. Si hay un vídeo y nosotros tenemos acceso a él, como se me ha insinuado, sólo puede estar entre los CD que encontraron allí, ¿no te parece?

—No le digas nada a ese pájaro, no le des detalles —le advirtió Jesús mientras encendía la pequeña máquina de café y se desperezaba.

—No soy imbécil, cariño. A veces lo dudo, pero creo que no soy imbécil. Claro que no le voy a decir nada. Anda, hazme un cafetito.

Jesús recuperó su pose de contrariedad, se plantó ante ella y volvió a la carga.

—¿No habíamos quedado que nada de cafés?

—Me temo que esta criatura —contestó la detective mirándose la tripa— va a conocer cosas peores que los efectos de la cafeína, gitano. Hazme un café si no quieres que me desmaye ahora mismo y me rompa la crisma contra el teclado.

—Oye, sólo por curiosidad, ¿a ti el Conseguidor te lo da todo por el morro o qué? —Jesús simuló concentrarse en la maquinita.

—Más o menos —respondió Victoria, y se acordó de sus primeras visitas al Santo hacía tanto tiempo que ella no era ella. Recordó que con el Santo el pago nunca era un problema. Podías llegar a su casa y conseguir lo que necesitaras, en polvo, líquido o en pastilla, en carne o metal, y nunca te pedía el dinero. Si se lo dabas, bien. Si no, él te decía Ya me lo pagarás, no te preocupes. Decía Todos acaban pagando. Y sí, tenía razón su ayudante, eso daba mucho miedo. Sabía que sus tratos ahora con el Conseguidor, el Santo de entonces, eran muy especiales, que
ella
era muy especial para él, pero no le cabía la menor duda de que aquel hombre acabaría cobrándoselo todo. Cuándo y cómo eran cuestiones que por el momento no pensaba plantearse.

Aún no habían terminado el café cuando llegó la respuesta del comisario Estella. Les daba doce horas para recoger los CD, echarles una ojeada y devolvérselos. Tenían que ir a buscarlos a las ocho de aquella misma tarde al bar Canadá y devolvérselos antes de las ocho de la mañana del día siguiente en el mismo sitio. Sólo ponía una condición: que fuera a buscarlos Jesús, los viera Jesús y se los devolviera Jesús. Sólo Jesús. Terminaba con un elocuente No pregunto nada, porque espero todas las explicaciones tras el visionado.

Victoria le contestó:

Querido,

no tengo ninguna intención de ver todas esas porquerías. Sólo queremos hacernos una idea de con qué clase de degenerado estamos tratando, y para eso me fío absolutamente del criterio de mi ayudante. Al fin y al cabo, además, todo ese material, toda esa inmundicia rastrera y criminal, es sólo cosa de hombres, ¿no?

Gracias de nuevo y un beso.

V.

—Te ha tocado, amigo —le dijo a Jesús después de leerle el mail.

Él sonrió, no porque le hiciera ninguna ilusión manejar las grabaciones, sino porque creyó firmemente que la detective se iba a abstener, esta vez sí, de meter la nariz en la mierda.

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