Las niñas perdidas (13 page)

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Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Las niñas perdidas
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—¿Tengo que verlo todo? —preguntó.

—No sé. Tenemos una foto de la niña en el sobre que nos mandaron. La que nos falta es la mayor, Andrea, la del pelo más…

Una arcada la obligó a callar y levantarse de la silla por precaución. Andrea. ¡Andrea! Era la primera vez que nombraba a la niña y se le aflojaron las piernas. De repente, el encargo era una niña, una niña con pelo largo que se llamaba Andrea y que era más rubia que su hermana, con el pelo menos rizado, y a juzgar por el gesto de la foto, más responsable o menos risueña. Era una niña a la que, sin haberse dado por enterada, Victoria le había colgado la etiqueta de niña seria o quizá niña triste, una etiqueta con la que le unían muchos recuerdos, esas niñas que esconden su tristeza por no molestar y sólo consiguen que se les instale en el fondo de la mirada y que cuando ya han crecido tienen que gritar y luchan por ser todo lo malísimas que no fueron cuando les tocaba y entonces se hacen daño y a veces sobreviven y a veces no. ¿Dónde había metido todo aquello hasta entonces? ¿Qué había pasado hasta ese momento? Los números. Hasta ese momento había conseguido que su encargo fueran dos números, la muertita primera y la muertita segunda, dos números y su cinismo a prueba de bombas, las muertas uno y dos, o muchas veces nada, que no fueran nada. Pero la mañana la había cogido con las defensas bajas y en el mismo momento en el que le nombró a Jesús la foto, la niña cobró carne, melena, nombre, edad, era la mayor, se llamaba Andrea, tenía cuatro años, uno más que su hermana Josefa, que era la pequeña, la de pelo más corto, y a la que habían arrancado las uñas y los dientes en un local grasiento para que su resistencia a ser violada y golpeada y destruida no dejara huellas en las bestias. Veinte uñas, recordó, y veintitrés dientes y muelas.

Entonces vomitó. Se agarró la tripa desde abajo y echó una bocanada de café agrio sobre la mesa, el teclado y el suelo del despacho.

Jesús se había quedado petrificado y tardó unos minutos en acudir en auxilio de su jefa, que temblaba levemente con las manos apoyadas en el escritorio, los ojos achinados fijos en algún punto de la pared y las mandíbulas apretadas. La cogió desde atrás por los hombros, la ayudó a salir de la mesa con cuidado de no pisar el vómito, la acompañó hasta su desvencijado butacón y la obligó a sentarse. Victoria no le miró en ningún momento, se había zambullido hacia dentro, con los ojos como dos rayas fulgurantes, los labios blancos por la fuerza y un cada vez más violento temblor en la barbilla.

—Vicky, Victoria… —Si había fantaseado alguna vez con consolar a su amiga, hacía tanto tiempo, tantísimos años, que aquello le pilló desprevenido. Jamás había tenido que apoyarla, nunca lo habría permitido ella, y lo único que se le ocurrió entonces fue apretarle los brazos con sus manos como alas de salvación—. Vicky, Victoria… —Pero no era una llamada, sólo la nombraba por si podía ayudar a rescatarla de aquella sima donde había caído—. Jefa, joder…

Por un instante, el hombre pensó que ella se iba a echar a llorar y se tensó entero esperando el momento en el que el llanto se abriera paso y con él arrastrara la rabia, la tensión, la mugre que estaban acumulándosele dentro a la mujer. Pero tras cerca de media hora sin movimiento, entendió que ella no se rompería, que no iba a abrir la espita. Y lo lamentó.

26

E
n el pabellón central están los quirófanos. Es un edificio mayor que los pabellones enanos, pero igual es un pabellón minúsculo. Sólo que está en el centro. A la pelirroja ese edificio le recuerda la clase de Arte del colegio de las monjas en la que la profesora, escupiendo un poco con la zeta, sólo una bolita de salivilla inocente, decía bizantino, palabras extrañas para la boca de una seglar: bizantino era demasiado dorado, demasiado recargado para su boca de célibe. Sobre la puerta, quienquiera que rematara y decorara el pabellón se vio en la obligación de dejar ahí para la posteridad los nombres de los médicos y benefactores de la institución. Las letras son doradas sobre fondo crudo. Hay dos ángeles blancos sobre fondo amarillo. Hay colores para la paz y colores para la pureza.

La mujer pelirroja sube la cuesta que lleva desde la iglesia del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau hasta el pabellón central con el petate al hombro. Se le ha roto la chancleta derecha, una chancleta de goma verde militar, y el movimiento que tiene que realizar para que la chancla no salga disparada hace que parezca coja. Es una de esas chancletas hawaianas que tienen una tira de goma en uve sobre la suela de la misma goma, el dedo gordo queda a un lado de la uve y los otros cuatro quedan al otro lado.

La tarde ya ha perdido todo su brillo y una brisa fresca y destemplada parece querer barrer también el calor. Falta una hora, quizá menos, para que caiga la noche. En agosto la noche llega engañosamente, uno tiende a pensar que tardará un poco más, que llegará más tarde, y elabora conjuros de indiferencia frente al evidente acortamiento del día.

No está mal el polvo en los pies, piensa la mujer pelirroja.

—No está mal llevar los pies sucios de polvo en verano —dice. Junto a ella, un par de pasos por detrás, camina la mujer embarazada que ya fue a verla el otro día. Ésta va abrazada a sí misma y tiene la piel de gallina. Lleva un vestido negro de tirantes con el escote vencido por el peso de las mamas y tirante de panza.

—Ya —le contesta.

—En verano se podría andar descalza por aquí. —La voz de la pelirroja ha perdido la falsa serenidad. Ahora parece la base musical para un villancico ensayado en el colegio, o mejor esa misma base musical sobre la que se ríe el corro de las niñas malas del Sagrado Corazón, las que fuman en el tejado y piensan que las monjas son calvas por pobres—. Pero si anduviera descalza alguien me miraría con otra cara, alguien podría dejar de fingir que no me ve. No se puede ir descalzo e intentar parecer normal. Por eso está bien el polvo, la arena, el barro en los pies. Como andar descalzo sin que nadie pueda mirarte por ello, sin tener la culpa.

Se detiene para intentar meter la goma por el agujero roto y evitar la pérdida definitiva de la chancleta.

—Ya. —La mujer embarazada parece mucho más cansada que en la anterior visita e infinitamente más triste—. Resulta un poco sucio. —Y no añade Sucio como una paloma.

—La mayoría de las mujeres llevan los pies muy sucios, mucho peor que yo con chancletas; llevan los talones endurecidos, esos talones parece que crujen bajo sus piernas como columnas, talones de hijas de pobre. —Se ríe la pelirroja—. Piernas como columnas rosas levantadas en honor de Pau Gil; santo benefactor de este recinto, piernas como columnas que acaban en las hojas de acanto de sus coños. —Vuelve a reírse—. Mujeres con coños vegetales, je, je.

A paso renqueante bordean el pabellón central de los nombres ilustres. La mujer pelirroja va delante con su petate, lo que queda de su chancleta y una chispeante tendencia a la risa. Más bien a la risilla. Tras ella, la mujer embarazada arrastra los pies, no cojea pero muestra muchas más dificultades para andar que su compañera. De vez en cuando, la embarazada vuelve la cabeza para comprobar que el gato continúa ahí. Desde que han salido de la iglesia del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau las sigue un gato que parece abandonado, quizás un gato alimentado con restos de hospital. La mujer embarazada le ha acariciado la cabeza pensando Puaj y luego pensando Mmmm y desde entonces el gato las sigue. La embarazada no le quita ojo.

La del petate sortea el pabellón de la Santa Sangre que les queda a la derecha y se desvía del camino asfaltado hacia una zona umbrosa de vegetaciones despeinadas. La embarazada la sigue con curiosidad cuando pasa entre el cortinaje que forman las hojas entrecruzadas de varios palmitos, cuando deja el petate junto a la valla alta de ladrillos que separa el Hospital de la calle Cartagena, cuando se quita las chancletas y acomoda a horcajadas su espléndida delgadez sobre una rama baja y gruesa. De esa manera, la pelirroja parece una jovenzuela.

—¿Por qué se ríe tanto? —pregunta la embarazada mientras se acomoda con dificultad en el suelo—. ¿Qué es lo que le hace tanta gracia?

Tiene el gesto agrio y está pálida. La mujer pelirroja, en cambio, parece fresca. Levanta una mano y mira con atención cómo una hormiga le recorre el dorso hacia el brazo. Ya no son la misma pelirroja y la misma embarazada del primer encuentro: algo en el tono de Adela ha disparado las alarmas de Victoria, que se afila en la medida que se lo permite el hecho de sentir arena circulando por las venas de las piernas y un mundo en el vientre. El infantilismo de la pelirroja la está aniñando, y ellas serían dos niñas enemigas. A lo bestia. Dos niñas a las que sólo lograría juntar una de esas uniones contrasociales que da el consumo de estupefacientes en la adolescencia.

—Desde la ventana de mi dormitorio podía ver el gran algarrobo. Esto es un magnolio. —Acaricia la rama sobre la que descansa como el lomo de un caballo fiel—. El magnolio no es un árbol, es un arbusto, pero estas ramas se parecen mucho a las del algarrobo. Aquél estaba allí mucho antes de que construyeran las casas. Era cuando se rompió todo, y de repente, ya ¡crac!

La mujer embarazada retira varias ramas que han caído al suelo y se recuesta sobre el codo derecho. Queda prácticamente debajo de la otra, que si disparara la pierna desde el árbol podría darle una patada y partirle el labio. Piensa Ni en eso te molestarías.

27


A
l anochecer, salíamos al jardín a comer los bocadillos de tortilla francesa. Todas las casas, por la parte delantera, iban a dar al gran jardín común con piscina y, más allá, al club social. De todas escapaba el ruido de los tenedores al chocar contra el plato. Salía por las ventanas abiertas y por las cristaleras de las puertas. Las tatas batían los huevos mientras las madres se arreglaban, y el olor de la tortilla y el aceite de oliva se mezclaba con el de las damas de noche y la hierba cuidada con esmero por un batallón de jardineros.

»Nos sentábamos bajo la luz de alguna de las farolas, al amparo de un olivo, y hablábamos de nada mientras nos decidíamos por alguno de los chicos, el elegido para aquel verano. O para aquella semana. Los veranos resultan demasiado largos para los primeros amores, les quedan grandes. Para los amores infantiles.

»A medida que los chicos mayores se hacían mayores, se iban retirando de la zona donde los padres se encontraban, donde los padres picaban algo y se enfrascaban en interminables partidas de póquer o ruidosos dominós al amparo del club.

La pelirroja cambia de postura, se recuesta contra el tronco del árbol y continúa.

ϒ

—No recuerdo el momento del crac, la edad. Esas cosas se borran rápido y tardan tiempo en aflorar. Sí recuerdo la velada, la botella y las bragas de mi amiga Berta colgando del algarrobo, como una bolsa de plástico blanca entre los frutos maduros, ya negros, como si el viento hubiera querido llevárselas lejos y la madera vieja se hubiera interpuesto. Allí estaban, balanceándose apenas mientras yo, acurrucada detrás del agave azul, escribía el nombre de mi amor provisional para toda la vida sobre una de las hojas carnosas con la espina final de otra. Quería irme, podía ver la ventana de mi cuarto a unos pocos metros. No era capaz de moverme. En una semana, la incisión secaría y dejaría la cicatriz de un nombre que, seguramente, ya habría dejado de interesarme.

»Al día siguiente me despertó un dolor de estómago que no era exactamente dolor, sino un agujero sin fondo. En casa nadie sonreía. Enseguida los niños nos dimos cuenta de que no íbamos a tener playa ni probablemente césped y piscina. Una sensación de mantequilla en las piernas, de carne sin hueso, el miedo sin razones aparentes y una enorme pereza a la hora de quitarme las braguitas y cambiarlas por el bañador. O asco. Retorciéndose las manos mi madre nos dijo tomaos el desayuno y quedaos en el salón con los cuentos y los Juegos Reunidos. Mi padre no nos miró al salir al porche.

»Pensé que a lo mejor me había retrasado en la hora de llegar la noche anterior, pero no conseguí recordar cuándo ni cómo lo había hecho. Total, estábamos justo detrás de casa. Sólo las traseras de cuatro casas daban al desmonte, y una era la mía. Sólo los chicos mayores iban al algarrobo. A todos les gustaba Berta, mi amiga, pero nosotras no queríamos ir al algarrobo, porque éramos pequeñas todavía, porque las chicas no iban y porque ellos hablaban de cosas que no entendíamos y aun así daban vergüenza.

»Todos querían tocar a Berta, porque era rubia, parecía una muñeca o, pienso ahora, una fotografía americana. Y ella, además, para hacerse la mayor, presumía de saber dar besos con lengua.

»De lo otro, no; lo otro fue cosa de ellos.

ϒ

Adela ha vuelto a cerrar los ojos, como la vez anterior, y Victoria teme que no vuelva a abrir la boca.

—Estoy muy cansada —dice para ver si reacciona. Debajo de ella, varios palitos se clavan contra su cadera dolorida. Piensa que Estella ya debe de haberle pasado a Jesús las grabaciones en el Canadá y rechaza inmediatamente la posibilidad de llamarle. Decide que no verá todo aquello, que definitivamente no tiene fuerzas—. Muy cansada, mucho, me voy a marchar ya.

La pelirroja no se da por enterada. Sigue sentada en la rama baja del magnolio, con una pierna colgando a cada lado, la espalda apoyada en el tronco y media sonrisa luminosa que le da un aire perverso, de niña perversa que finge dormir para hacer daño. No abre los ojos pero cuando la visitante por fin consigue levantarse y sacudirse los restos de tierra y hojarasca, justo cuando se pone en marcha hacia la zona visible del recinto, la pelirroja habla.

—Adiós.

28

G
enaro se despierta empapado. Tiene el flequillo negro pegado a la frente, y un golpe de vértigo brutal tira de él hacia su propio centro a modo de saludo. Una arcada. Piensa que se ha vuelto a pasar con el polvo y la mezcla, y sabe lo que le espera. Si no pone remedio, tiene por delante varias horas de imágenes sangrientas, una depresión del carajo y golpes de vértigo hasta la náusea. Se incorpora a medias en el sillón todavía sin abrir los ojos e intenta centrarse. De la tele le llegan las risas de alguna mujer tonta. Se agarra a ellas. Piensa en la tele, se dice, escucha a esa tonta, no dejes que funcione la cabeza, abre los ojos, se dice, mira la tele. Pero apenas puede abrirlos. Tiene los párpados hinchados por el llanto de las últimas horas, de los últimos días. Sabe que algo se le ha roto definitivamente. ¿Por qué a mí, hija de puta?, murmura. Me lo merezco, esto es un castigo, me lo merezco, ¿no? Aquí hay algo raro, aquí hay algo muy raro, piensa, y un escalofrío le eriza el cuero cabelludo.

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