Los dientes del timonel castañeteaban mientras miraba con gesto ceñudo la negra silueta que, encaramada a la proa, admiraba la línea del horizonte, cada vez más oscura con la llegada de la noche. Ajeno al frío y al movimiento del barco, Vlad Radú, agarrado a uno de los cabos, rememoraba paso a paso, día a día, la ardua búsqueda hasta encontrar el discreto rastro que tanto deseaba. Sentía el peso de su espada al cinto y deseaba desenvainarla para imaginar el acero teñido de sangre.
Había atendido con disciplina los consejos de la Scholomancia. El tiempo transcurrido era en realidad una ventaja. Brian llevaba dos años en Irlanda, tiempo suficiente para creer que estaba a salvo, tiempo suficiente para soñar que su obra era posible… ¡Ingenuo! Michel le recordaría el peligro, de eso estaba seguro, pero la paz de una isla habría reblandecido los instintos del monje de Liébana. Los
frates
estaban a su merced, así como el libro.
Se estremeció, presa del ansia, e invocó el poder de entes aéreos, sólo recordados en los antiguos mitos de algunos pueblos marineros, para que soplaran sobre la nave y la impulsaran, briosa, hacia su destino.
Su victoria sería el golpe definitivo contra el Espíritu de Casiodoro justo ante las puertas del fin del milenio. El orbe entero se estremecería cuando la noticia se supiera. La leyenda del Códice de San Columcille se vería rebajada a un insípido cuento sin sentido, mientras que, cuando el mundo cambiara, cuando ellos dirigieran en la sombra los destinos de la humanidad, arrebatados a ese mísero Dios carpintero y sus huestes de clérigos, su gesta se recordaría durante generaciones. Y sería en él, Vlad Radú, el séptimo
strigoi
, en quien recaería todo el mérito de esa empresa. Por eso había solicitado a sus compañeros el privilegio de encargarse en solitario de recuperar el libro. Ellos sabían que su odio hacia Brian era la mejor arma a su favor.
—Brian, allá donde quiera el Maligno que te ocultes, escúchame —susurró entre dientes—: crearé un ejército contra ti y destrozaré tu obra. Ese maldito libro será mío.
Con una pequeña lámpara de aceite, el hermano Roger se acercó tiritando al pozo. Sus sandalias resquebrajaban la nieve convertida en hielo que cubría la hierba. Temía el contacto del agua gélida en su rostro, pero necesitaba zafarse del sopor para dirigir el rezo de maitines. Como todos los días, con la cara aún húmeda, tocaría la campana para llamar a la oración al resto de los
frates
. Aunque la oscuridad aún reinaba en el cenobio, el horizonte cubierto de nubes empezaba a tiznarse de un gris más claro anunciando la derrota inexorable de las tinieblas.
Cuando levantó el rostro advirtió una tenue claridad en una de las aspilleras de la biblioteca, en la segunda planta. Al principio le resultó extraño, pues esa parte aún estaba en obras, pero supuso que sería Brian. Era habitual que pasara la noche en el túmulo revisando pergaminos de la biblioteca de Patrick, seguramente había subido algún volumen para dejarlo en los anaqueles ya dispuestos en los cubículos mejor conservados. Deseoso de cruzar unas palabras con el abad, decidió acercarse para que juntos llamaran al resto a la oración.
Atravesó el
scriptorium
y ascendió por
Betel
tratando de no tropezar con los capazos de los maestros de obra y, esquivando los sillares y las vigas apiladas, subió hasta el corredor exterior de la planta. Su forma curva sólo le permitía ver el resplandor de una vela al fondo. El silencio era absoluto.
—¿Abad? —dijo aún con voz ronca—. Parece que hoy volveremos a tener un día gris. ¡Cuánto anhelo el sol de Bobbio!
Se oyó el crujir de la madera y la luz osciló. Roger alzó su propio candil y avanzó por el lóbrego pasillo. Los muros, sucios todavía de hollín, absorbían la luz.
De pronto la inquietud lo embargó. Al fondo de la galería se recortó la forma oscura de un hábito; la figura que se acercaba sostenía una vela, pero de pronto ésta se apagó y quedó envuelta en tinieblas. Roger, extrañado ante aquel silencio, se quedó quieto y observó el avance del monje en la penumbra.
—¿Hermano Brian? —inquirió finalmente, intrigado ante la rigidez con la que caminaba, al tiempo que daba un paso atrás. En ese momento recordó las viejas leyendas que rodeaban al monasterio y se preguntó si no se hallaría ante el espectro errante del antiguo abad, Patrick O’Brien. Le habían dado digna sepultura junto a la cruz celta del cementerio, pero su alma bien podía seguir vagando por el monasterio.
Dio otro paso atrás y, en el intento de conjurar aquella presencia que sin duda no era Brian, se persignó, pero el monje siniestro reaccionó avanzando con rapidez hacia él. Roger retrocedió sin darle la espalda.
—¿Quién sois? —preguntó con valentía.
—Odio —fue la respuesta susurrada cuando ya estaba ante Roger—. El segundo ángel anuncia el fin. ¡Nunca averiguaréis la verdad!
Roger aplacó el pánico y se preparó para defenderse. A pesar de su corpulencia, entrenaba asiduamente junto al resto de los
frates
y era diestro en el combate cuerpo a cuerpo. Pero cuando levantó el candil reconoció las facciones ocultas bajo la capucha y se quedó desconcertado.
—¡No lo entiendo! ¿Qué estáis haciendo?
El filo de una daga trazó un arco en el aire y destelló con la luz de la llama. El monje francés soltó la lámpara y se llevó las manos a la garganta, por la que manaba un torrente de sangre que le empapaba ya el hábito. La llama, al contacto con la humedad del enlosado, menguó hasta extinguirse y las tinieblas regresaron a la biblioteca.
El agresor se descubrió la cabeza. Al afable hermano Roger de Troyes se le escapaba la vida, se retorcía en el suelo y lo observaba con ojos muy abiertos, acusadores.
Ya había amanecido cuando Santa Brígida anunció la celebración de la misa capitular. Dana se despertó y al ver que Brigh no estaba con ella en el herbolario imaginó que se hallaría con los monjes. La muchacha encontraba alivio en las oraciones serenas de los
frates
, y a ellos no parecía molestarles su callada compañía. Su carácter había resultado ser jovial cuando no era presa de aquellos estados tan extraños, y en esos tiempos de tribulación la comunidad consideraba su frescura y su risa cantarina como una bendición. Alejados de la rigidez de la regla benedictina tal y como se aplicaba en el continente, habían decidido permitir su presencia de manera indefinida.
Salió del cobertizo y, arrebujándose en su capa, caminó por el blanco manto de la nieve. Habían pasado cuatro días desde que se celebró el solemne funeral por los fallecidos, y también ella sentía la perentoria necesidad de recogerse en oración y suplicar protección al Altísimo. Por la pálida claridad reinante intuyó que era más tarde de lo habitual. No había oído el sonido de la
nola
llamando a la primera oración de la madrugada y se dijo, extrañada, que los monjes tal vez se habían dormido.
El ambiente, gris y glacial, mantenía la nieve caída días atrás. Las gruesas calzas apenas podían contener la mordedura del hielo en sus pies. El frío invernal parecía haberse instalado en San Columbano y en el sombrío ánimo de sus habitantes. Miró el pórtico de la muralla a los pies del túmulo, ya abierto y vigilado por Adelmo, y avanzó tratando de no pensar en la denostada figura de Ultán. Aún no lo había visto, pero podía regresar de las canteras en cualquier momento. Se dijo que al menos el hecho de permanecer tras el muro del monasterio le otorgaba cierta serenidad.
Las obras se habían reanudado y los avances eran evidentes. Antes del incendio habían concluido la restauración del tejado a dos aguas de la biblioteca manteniendo la factura original, semejante a la del monasterio de Kildare; la inclinación de las losas evitaba las filtraciones del agua. Luego Berenguer había centrado las tareas en el interior. El claustro, todavía con columnas sin capitel ni arcada, sería la siguiente parte del monasterio en la que trabajarían hasta su conclusión.
Antes de penetrar en la iglesia, el movimiento de una sombra en la prístina nieve captó su atención. Tras el templo, un monje permanecía de pie entre las blanqueadas tumbas del cementerio. Llevaba puesta la capucha de la cogulla y la opalescente bruma impedía distinguir sus facciones. Dana levantó la mano a modo de saludo, pero la figura no respondió. Por algún motivo recordó las incomprensibles palabras de Brigh en la iglesia, la noche del incendio, y se estremeció. Corrían rumores siniestros, pero Dana, influida por los
frates
, no daba crédito a tales habladurías.
Si había un culpable, ése era Ultán. Ella sabía que si Cormac se lo pedía, Ultán no dudaría en ataviarse con un hábito y sembrar el terror, pero no tenía ninguna prueba de ello y se sentía incapaz de carearse con él en un juicio. Además, los hermanos no dejaban cruzar la muralla a cualquiera.
Con un suspiro, dejó al monje concentrado en sus oraciones junto a las tumbas y se dirigió al pórtico, del que brotaba el canto del responso. La cadencia sonaba monótona; Dana echó en falta la afinada voz del hermano Roger y las potentes respuestas de Eber, a buen seguro dispensados por el abad para atender los requerimientos de los obreros. Sin embargo, cuando se asomó, vio que los monjes se removían inquietos; no parecían recogidos en oración.
Brigh no estaba con ellos y eso también le extrañó.
Brian presidía la celebración. A una parte de Dana le gustaba verlo concentrado en su sacro oficio, cumplidor íntegro de sus votos, la barrera que los separaba. En esos días apenas habían cruzado palabra: ella se había volcado en el cuidado de Brigh y él en infundir valor al resto de los
frates
y a los trabajadores. Su carisma era más propio de un príncipe que de un religioso, y sabía sacarle partido en aquellos aciagos momentos. Dana estaba allí, como él le había pedido, y eso parecía bastarle. No obstante, esa mañana su mirada nerviosa le llevó a pensar que estaba deseando terminar los oficios.
De pronto, bajo el dintel, se perfiló la silueta escuálida de Brigh.
—Ha vuelto a ocurrir —anunció.
La oración se interrumpió y un frío intenso envolvió a los monjes. La muchacha vestía una vieja camisa blanca que dejaba traslucir las incipientes formas de su cuerpo de mujer. Sus rasgos, bellos y aniñados, estaban contraídos por un rictus de pánico. Su melena, húmeda por el sudor, caía suelta hasta media espalda. Un velo de oscuridad opacaba su mirada y Dana supo que se hallaba en uno de sus trances; no había vuelto a sucederle desde la noche del incendio.
Brian se acercó a ella con el corazón en un puño. La extraña ausencia de Roger pesaba como una losa. Nadie lo había visto desde la noche anterior y no los había llamado para maitines.
—¿Qué ocurre, Brigh?
—El odio… —dijo la muchacha volviéndose lentamente, con una tonalidad gutural y lóbrega—. ¡Ha regresado!
Sobrecogidos, la siguieron en silencio: cruzaron el claustro, rodearon las construcciones del monasterio, llegaron al acantilado, y entonces Brigh comenzó a llorar. Había salido de aquel estado lúgubre y Dana la abrazó con fuerza para transmitirle su calor y cariño. Era inútil preguntarle, nunca se acordaba de nada de lo que había dicho cuando sus pupilas se oscurecían y su voz perdía su musicalidad juvenil.
—He visto algo… —dijo cuando pudo volver a hablar.
Los monjes vieron en la nieve unas manchas oscuras que procedían del edificio principal y, presagiando lo peor, se acercaron al borde del acantilado. La muchacha señaló las rocas del fondo, jirones de niebla flotaban sobre el vaivén de las olas y las negras rocas de la orilla. Brian se situó junto a Dana.
—Allí —dijo el abad.
Señalaba un punto entre dos grandes piedras pulidas por la erosión del agua. Cuando la espuma se retiraba, se distinguía una insólita forma oscura: un hábito, o parte de él, oscilando por el reflujo del mar.
Brian se persignó y los demás monjes hicieron lo propio. Brigh se acercó al abad y le depositó algo en la mano.
—Estaba en esa grieta —dijo mientras señalaba la oquedad de una roca en el borde mismo del abismo.
Era un trozo de pergamino iluminado con formas y colores vivos.
—¡Dios nos ampare! —musitó el hermano Berenguer.
Nadie dijo nada más. La tristeza los había golpeado a todos. San Columbano había perdido a uno de sus
frates
.
Brigh duerme. No tiene fiebre pero está muy débil —explicó Dana a los monjes mientras penetraban con aire sombrío en la iglesia.
Ese día, tras ser heraldo de la desgracia, la muchacha había caído enferma. Los monjes lamentaban aquel terrible estigma que la marcaría de por vida y que aquellos que no supieran interpretar atribuirían a influencias del Maligno.
Había anochecido. Encendieron varias velas y tomaron asiento en las banquetas. Ante el altar, un cuerpo vestido con un hábito con la capucha cosida descansaba sobre una tarima de madera; a la cabecera y a los pies del difunto había dos gruesos cirios, como marcaba el ritual benedictino. Dana, nerviosa, se pasó la mano por el rostro; sus ojos enrojecidos ya no tenían lágrimas.
—Que Dios, Nuestro Señor, acoja el alma del hermano Roger de Troyes —rezó Brian con voz temblorosa y expresión desolada. Lloraba por dentro, sentía que las piernas le flaqueaban, pero se obligó a mostrar fortaleza.
La muerte del afable Roger hacía temblar los cimientos de la comunidad… La desolación se había apoderado de los
frates
, habían compartido muchas vivencias y todos sentirían su ausencia, pero no podían ceder al desánimo.
Recuperar el cadáver del monje había sido una tarea ardua. Brian y Adelmo, gracias a que en el pasado habían aprendido a escalar, se habían descolgado hasta el fondo del acantilado. La sangre aún teñía los recovecos de las negras rocas. La noticia no tardó en expandirse como el aceite por el campamento; voces acusatorias señalaron inesperadamente a Brigh y fue entonces cuando descubrieron que su madre, muerta años atrás, había tenido fama de bruja. Dana se enfrentó a varios de los hombres y finalmente Brian impuso su autoridad.
Sabedores del pánico que se había desatado, después de la hora tercia los
frates
recorrieron en procesión el túmulo hasta el círculo de piedras y el campamento y exorcizaron el lugar con plegarias y agua bendita, pero apenas lograron disipar la tensión reinante. Antes del mediodía, varias docenas de obreros y sus familias abandonaron el campamento con lo poco que pudieron cargar a sus espaldas; ni siquiera reclamaron el sueldo de la última jornada.