Brian aprovechó ese momento de debilidad.
—En cuanto a esa mujer, Dana, confío en que este generoso pago sirva también para que le perdonéis la vida. Mi reprobable acción se vio alentada por la compasión, y sólo espero que os apiadéis de ella.
—¿Dónde está? —preguntó el obispo con un extraño brillo en los ojos.
—En cuanto se recuperó del trato que le habían dispensado los verdugos, regresó al bosque, con los druidas. Sólo desea encontrar a su hijo, pues cree que está vivo. Estoy convencido de que nunca regresará a Mothair.
Morann miraba al monje con admiración. Se acercó al monarca y ambos mantuvieron una discreta conversación que Brian no pudo oír. Sus esquivas miradas delataban que estaban decidiendo su suerte. Poco después, el obispo se adelantó; sus ojos reflejaban una tímida satisfacción que trataba de disimular.
—Según nuestras costumbres, el ofendido deberá manifestar si está conforme con vuestra petición.
Cormac miró al monje. Su odio no parecía haber amainado, pero extendió la mano y dijo:
—Acepto estos presentes en compensación por vuestros delitos. Sólo espero que nuestros caminos no se crucen de nuevo. Respetaré vuestra estancia si no volvéis a cuestionar mi autoridad.
—Así será. Que Dios os bendiga. Siempre seréis bien acogido en San Columbano.
El monje se disponía a abandonar sin demora la estancia cuando el prelado Morann reclamó su atención.
—Sólo una cosa más. —La repentina gravedad de su semblante alertó a Brian—. Sin duda los druidas os habrán hablado de un antiguo túmulo sepultado bajo las ruinas.
El monje, desconcertado, asintió levemente.
—Esos lugares pertenecen a otro tiempo —continuó el obispo con un velo de advertencia en su voz—. Las raíces paganas de Irlanda son profundas y Dios aborrece cualquier intento de regresar a las viejas costumbres. Patrick lo abrió y al poco tiempo todo fue destruido. Vuestra empresa es loable, pero os aconsejo que no traspaséis las fronteras de nuestra fe y no ofendáis de nuevo al Altísimo. La construcción del cenobio sobre el
sid
representa el triunfo de la luz sobre la oscuridad. —Morann mostró una sonrisa afable—. Seguid los pasos del venerado Patrick O’Brien, pero no cometáis su mismo error.
Brian efectuó una reverencia y se retiró. Contuvo el aliento hasta que dejó atrás la puerta de la fortaleza. Consciente de la amenaza que representaba esa oscura mole pétrea a sus espaldas, aceleró el paso.
Más allá del solitario pueblo, respiró por fin aliviado, inhalando el aroma de la libertad que flotaba en el bosque. Como habían intuido los druidas, la codicia del rey superaba la ira que anidaba en su pecho.
De pronto fue consciente del silencio que lo envolvía y se inquietó. La niebla flotaba entre los árboles opacando la visión más allá de una docena de pasos. Sintió un ligero escalofrío y supo que lo estaban acechando. Como confirmación a sus temores, oyó pasos furtivos acercándose entre los árboles. Se detuvo y permaneció inmóvil. Dos sombras corrían hacia él.
—¡Hermano Brian! —gritó en tono animoso uno de los que se acercaba—. El rey es generoso y ha decidido devolveros una parte de vuestro donativo para que iniciéis las obras.
Era un soldado de la fortaleza. Una corazonada advirtió a Brian de que era una trampa, pero contuvo el impulso de ponerse en guardia. Si se mostraba hostil y el anuncio resultaba ser cierto, provocaría una nueva afrenta que el rey ya no toleraría.
Los soldados se acercaron y para cuando el monje distinguió sus facciones contraídas por la furia guerrera ya era demasiado tarde. Uno de ellos saltó sobre él y, si bien pudo esquivarlo con facilidad, la inercia de su cuerpo le impidió defenderse del segundo, que con un grito de triunfo se abalanzó sobre su espalda daga en mano. El monje sintió un dolor lacerante cuando la hoja se clavó en su omoplato. Cayó al suelo y rodó. Los dos guardias lo miraban con desprecio.
—¡Sois un necio si pensabais que ya habíais saldado vuestra deuda! ¡Nadie se burla de Cormac sin pagarlo con la muerte, ésa es su verdadera ley! ¡Vuestros días en Clare han acabado, extranjero!
Con la vista nublada, Brian trató de retroceder, pero los dos soldados lo agarraron sin miramientos y lo arrastraron hasta una carreta oculta a un centenar de pasos, en un pequeño claro del robledal.
Brian, indefenso pero consciente, sentía que su cuerpo se debilitaba. Lo cubrieron con una manta de lana y regresaron a la fortaleza. Cuando lo bajaron a empellones en el patio de armas, se vio rodeado de soldados sonrientes. El monje los había burlado a todos la noche del banquete y el rey los había castigado duramente, pero la hora de vengarse había llegado.
Desde una de las ventanas, el obispo vio que el herido era arrastrado por el patio bajo una lluvia de golpes e insultos. Horrorizado, se volvió hacia el monarca, que admiraba el reflejo de las gemas acercándolas a una antorcha.
—¡Oh, Dios! ¿Qué habéis hecho?
—¿Acaso esta mano es la que ha propinado los golpes? —replicó Cormac—. ¡Mis hombres también sufrieron una afrenta y ahora reciben su
derbfine
!
—¡Vos se lo habéis ordenado!
La mirada del rey refulgió.
—¡Si volvéis a acusarme, correréis la misma suerte que ese monje!
El obispo calló. El miedo anidaba en la mirada del monarca y lo hacía más peligroso aún. Recordó las amenazas de los druidas. Había permitido actuar a los soldados para no tener que mancharse las manos de sangre y eludir así el terrible
glam dicinn
contra él, pero se alegraba enormemente de lo ocurrido.
Morann había comenzado a susurrar una plegaria por Brian de Liébana cuando Cormac se acercó, posó una mano sobre su hombro e interrumpió el rezo.
—Sabéis perfectamente —le susurró al oído— por qué lo he hecho. Y, creedme, algún día me daréis las gracias.
El obispo se disponía a replicar, pero sabía que los soldados que guardaban la estancia escuchaban con disimulo y no era prudente hablar. Con semblante preocupado, salió de la cámara del trono.
En el exterior, Brian había sido arrastrado a las cocinas y, ante los atónitos sirvientes, lo lanzaron al barranco por el mismo agujero mugriento por el que había escapado la noche del banquete. Allí abajo, desangrándose en medio de la inmundicia, ladeó la cabeza para tratar de orientarse y entonces la vio: a su lado, semienterrado entre los despojos, yacía el cuerpo sin vida de Deirdre, la cocinera. Su piel, azulada y abotargada, denotaba que llevaba varios días allí. Nadie habría osado ofender al monarca dándole sepultura. Los cuervos y las ratas habían picoteado sus ojos y roído parte del rostro. Una lágrima resbaló por la sucia mejilla del monje. La muerte de aquella mujer inocente le resultó más dolorosa que la herida y las contusiones de la paliza.
—Que Dios perdone mi osadía.
Dana estaba en el pequeño
rath
que le habían construido en el corazón del bosque, bajo la frondosa sombra de un fresno. Se trataba de una estancia circular con paredes de mimbre y techo de bálago por el que se filtraba el humo del hogar que había en el centro; bastaban cinco pasos para cruzarla. Tras un largo suspiro, depositó sobre una vieja manta sus escasas posesiones: dos túnicas, una capa azul y un broche de oro que aún guardaba de su abuela, regalo de un bardo que visitó su hogar en Dyflin y se prendó de su belleza. Dana murmuró algunos versos de aquel risueño hombre, todos con un toque pícaro que solía ruborizar a las mujeres al ser recitados en las reuniones familiares, y sonrió. De pronto le pareció que una gélida corriente de aire recorría el pequeño
rath
. Con la piel de gallina, irguió la cabeza y husmeó el aire cargado de aromas.
Un golpe seco en el techo la sobresaltó. Salió al exterior y rodeó el
rath
con todos los sentidos alerta. Lo vio enseguida; entre la hojarasca, un pajarillo de plumaje verduzco había golpeado el bálago. Se acercó y lo tomó en sus manos: era un reyezuelo, un pájaro muy común en la isla; viejas leyendas contaban que era el druida de las aves y que su canto servía para vaticinar el futuro. Y ése, comprobó Dana con temor, estaba muerto. Tenía una herida en el costado. Levantó la mirada al cielo y divisó entre las ramas el rápido vuelo de un halcón en busca de su presa.
Podía ser una señal; Finn se lo había advertido. Algunos ancianos llamaban a ese pájaro «abadejo» porque las plumas más claras que tiene en lo alto de la cabeza recuerdan la tonsura de los abates.
Sus manos se mancharon de sangre y, temblando, dejó el animal en el suelo. Pensó en Brian y una profunda angustia comenzó a presionarle el pecho. Esa mañana el monje debía presentarse en la fortaleza de Cormac. Algo terrible le había ocurrido, estaba segura. Ella se lo había advertido, aunque era consciente de que él no tenía alternativa.
Los dioses acababan de situarla en una encrucijada. Quería mantenerse firme en su decisión, pero el rostro de Brian persistía en su mente: pálido y con dos pozos oscuros por ojos.
Se apresuró a regresar al interior de la cabaña y comenzó a recoger las pequeñas ampollas de arcilla y sus rudimentarios utensilios médicos. Invocando en susurros a Dian Cécht, el dios pagano de la medicina, descolgó raíces de mandrágora, hojas de beleño, muérdago, raíz de ruda, pétalos de rosa, hisopo, verbena, melisa, laurel, virutas de abedul y otras hierbas. Tras un último vistazo, se cargó el hato al hombro y abandonó la cabaña.
En las profundidades del bosque el silencio era sobrecogedor y la niebla apenas permitía ver unos pasos más allá; tras arrebujarse bajo la capa, enfiló un estrecho sendero.
Al poco, dos sombras aparecieron en el camino, pero suspiró aliviada cuando distinguió las siluetas de Finn y Eithne. El peso de los años les hacía avanzar con lentitud pero caminaban por el resbaladizo terreno sin vacilar. Dana, al ver el grave semblante de Eithne, intuyó que la anciana también había percibido la convulsión.
—Ha ocurrido algo…
—Brian —dijo Dana sin pensar.
—El obispo Morann ha enviado a uno de los sacerdotes al bosque para avisarnos. Según cuentan, fue atacado en el camino, a traición.
Dana no necesitaba demasiadas explicaciones, se había asomado a los ojos de Cormac en el pasado y sabía lo que su alma contenía. Los druidas no podrían acusarle, pero todos sabían quién era el responsable.
—¿Dónde está? ¿Ha muerto?
—Lo dieron por muerto y lo abandonaron en el barranco junto al castillo. Varios de los nuestros han ido a recogerlo. El monje agoniza… Un mensajero ha regresado para informarnos de que también han hallado el cuerpo de Deirdre; lleva muerta varios días.
La tristeza de Dana se redobló. Pensó en la risueña cocinera y en su mirada de devoción ante el extranjero, como si supiera algo que sólo ellos compartían. De pronto se apoderó de ella una intensa convicción: el hombre que la había salvado, y que le había dado una nueva oportunidad de buscar a Calhan, la necesitaba con urgencia.
Los druidas la miraban con aire interrogante y ella asintió en silencio. No fue necesario nada más para que ambos comprendieran el desenlace de su lucha interna. Eithne se acercó y le tomó las manos con una ternura no demasiado habitual en ella.
—Ahora está en manos de su Dios y en las tuyas —dijo.
—Deberás ser tú quien lo traiga de vuelta —apuntó Finn con énfasis—, ¡como él hizo contigo! Has aprendido todo lo que sabemos con rapidez, como si te prepararas para este momento…
Dana recordaba el afecto del monje en su mirada y sabía que, si no era demasiado tarde, su presencia le reconfortaría. Su intuición le decía que no debía resistirse más al «conocimiento del roble» y a las señales.
—Que lo lleven al monasterio.
Los druidas asintieron complacidos y se adentraron en un sendero que llevaba hacia el camino de Mothair.
Dana miró el suelo embarrado y apretó los labios. A unos cientos de pasos la senda se bifurcaba: uno de los ramales se dirigía a la rocosa región de El Burren; el otro, a las ruinas de San Columbano.
—¿Crees que lo salvará? —susurró Finn mientras avanzaba entre la niebla delante de la anciana. Sólo en la intimidad mostraban sus dudas y temores—. Es posible que no soporte cuidar a un hombre. Ha sufrido mucho.
—Él es fuerte, un guerrero, y es necesario que ella se enfrente a esta prueba. Ambos tienen profundas heridas que sanar. Todo confluye, ¿no lo ves? Brian pertenece a este lugar, no lo olvides, pues eso es crucial. Los vaticinios señalaron este encuentro como el comienzo de todo y los druidas de Irlanda han prometido ayudarle, especialmente los cristianos…
—¿Y el obispo Morann? Parece protegerle…
La expresión de la anciana se oscureció.
—Abramos bien los ojos, Finn, abramos bien los ojos…
Dana esperó junto al camino con el alma en vilo hasta que vio acercarse a la comitiva de novicios que traían al monje. Pasado el mediodía, un manto de nubes había cubierto el tímido sol de la mañana. La espesa niebla había persistido y teñía el paisaje con una penumbra opalescente; las ruinas del monasterio eran lóbregas sombras sobre el acantilado. Los jóvenes transportaban el cuerpo sobre sus hombros en absoluto silencio; en la lejanía parecían una procesión de espectros acompañando a un difunto hacia el valle de las sombras. Al ver la palidez de Brian, Dana supo que estaba al borde de la muerte y deseó huir, pero se sobrepuso al instante y encabezó la marcha hacia el monasterio. Si salvaba al monje, infligiría la mayor derrota al maldito Cormac.
Habló brevemente con los jóvenes, quienes le explicaron que Brian había permanecido inconsciente durante todo el trayecto. Uno de los iniciados
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encendió el fuego del hogar del antiguo refectorio y lo tumbaron en el mismo lugar donde él había curado las heridas de Dana.
El tiempo se agotaba. Siguiendo las precisas órdenes de la joven, depositaron un caldero con agua sobre las llamas y, al primer hervor, la muchacha dejó caer en él una mezcla de muérdago, espino blanco y una mixtura de fuerte olor a menta. Tomó la pequeña hoz que Eithne le había regalado para segar las hierbas del bosque y fue cortando el hábito ensangrentado. De pronto comprendió por qué no había muerto: un jubón de cuero claveteado de casi un dedo de grosor protegía el torso y la espalda del monje. Con cuidado, lo colocaron boca abajo. Aunque la herida en la espalda era profunda, esperaba que el jubón hubiera impedido que la hoja alcanzara los órganos vitales.