Estaba sumida en esas reflexiones cuando Eber le tocó el hombro. Desde el lindero del bosque observaron sobrecogidos el asedio al monasterio. La lluvia arreciaba con fuerza y la fina bruma confería al cenobio un aspecto onírico. Un contingente de los soldados de Cormac merodeaba ante el pórtico de la muralla, gritando e imprecando a los del interior.
—¡Dios mío! —exclamó Eber, lívido.
—No entiendo por qué no lo han asaltado —musitó Dana con voz temblorosa.
—Después de lo ocurrido con los vikingos, prefieren asediarlo hasta conseguir su rendición. Si hubieran atacado, ahora no estarían vivos. —Eber señaló un lugar sobre la muralla, junto al pórtico.
Protegido de la lluvia por un toldo de piel, el extraño fuelle seguía sobre el trípode y una antorcha permanecía encendida cerca de la boquilla de bronce. Vieron la sombra oscura de una capucha asomarse discretamente.
—Adelmo podría desatar el infierno sobre ellos —concluyó el irlandés.
Dana pensó en Brigh.
—Regresaré al bosque —dijo—. Acercarse al monasterio sería un suicidio.
Eber la miró con tristeza y asintió.
—Es lo más sensato.
—¿Y vos, hermano Eber? ¿Qué vais a hacer? Los druidas os darían cobijo.
—No puedo abandonar a mis hermanos —repuso éste con firmeza—. Tengo que hallar el modo de…
—¡Ya no haréis nada, monje! —gritó una voz a sus espaldas.
En un instante se vieron rodeados de lanzas. Los soldados sonreían triunfales. Eber maldijo en silencio su necedad. Debió de haber sospechado que el camino estaba vigilado. La cadena de desgracias había nublado sus instintos.
—¡Declan! —llamó el cabecilla—. Ve al castillo e informa al rey Cormac que hemos detenido al hermano irlandés y a la viuda furcia de Ultán. —Y mirando a Dana con expresión lobuna, añadió—: Tal vez desee venir en persona.
Mientras el soldado se alejaba hacia los caballos, el que había hablado se acercó a Eber.
—¡Todo ha terminado! —espetó golpeándole con saña—. Si no se entregan, verán cómo sois torturados.
Dana retrocedió aterrorizada. Varios de aquellos soldados habían pasado por su lecho en el pasado. Terribles recuerdos se agolparon en su mente…
Mientras la lluvia empapaba los ropajes y el alma de los capturados, los empujaron con crueldad hasta la muralla. El alborozo de los soldados allí congregados pudo oírse en el interior del monasterio. Los monjes salieron de la iglesia y descendieron hasta el pórtico.
Dana conocía bien las miradas lascivas de aquellos hombres. Las risas estallaron mientras la muchacha trataba inútilmente de evitar que le rasgaran la túnica. Cuando uno de ellos se abalanzó sobre ella hurgándose los bajos de los calzones, el cabecilla, temiendo la reacción del rey, impuso orden con su fusta. Rezongando, los hombres la arrastraron por el fango hasta el camino que moría en el pórtico, semidesnuda, humillada de nuevo, llorando sin lágrimas. Entonces descargaron su frustración propinando una paliza brutal a Eber: imaginaban que era Brian, el monje que tantas veces los había burlado.
La boquilla del fuego griego osciló, pero esa vez las llamas oleaginosas no brotaron. Mantener el monasterio a salvo era prioritario; debían desoír las provocaciones. El fiel Eber no pidió ayuda a sus hermanos. Soportó en silencio cada puñetazo, cada patada, sin darles la satisfacción de una queja o un ruego.
Las horas pasaron lentamente. La comitiva del monarca arribó poco antes del ocaso. Detrás del rey, escoltado por la guardia, cabalgaba Brian cargado de oxidadas cadenas y con el rostro lleno de cardenales.
Dana sintió que su corazón se aceleraba al verle vivo.
—¡Vuestro Dios me sonríe! —exclamó Cormac, henchido de satisfacción—. El hermano Eber y la bella Dana, la viuda… —Sus ojos destellaron al atisbar los pechos desnudos de la mujer, encogida sobre la hierba empapada, y el deseo germinó con fuerza.
—Señor, la hemos respetado para vos —informó el cabecilla.
Brian la miró y, a pesar de su estado, fue capaz de transmitirle fuerzas para resistir. Ella buscó más allá de sus pupilas; quedaban muchas preguntas por hacer, pero sólo deseaba que sus almas se fundieran antes del final. Ni el pasado ni el futuro importaban ya. A sólo unos pasos permanecía Eber, inconsciente. La lluvia había lavado la sangre de su rostro, ya deformado por los hematomas. Las lágrimas dejaron dos regueros blancos en la cara cubierta de mugre del abad. Aquéllas eran las consecuencias de su obsesiva búsqueda.
—Rey Cormac —habló entonces con voz potente—. ¡Sabéis que yo soy el único responsable de haber entrado en la fortaleza y herido a uno de los soldados! Ninguno de mis
frates
sabe lo que hice, y mucho menos esa mujer.
—¿Y dónde está el hermano Michel? ¿Qué ha hecho con el obispo Morann? —preguntó el monarca con expresión torva. Sus ojos pasaban del odio voraz hacia Brian al deseo lascivo de poseer de nuevo a Dana, allí mismo.
El abad no respondió. Lo ignoraba, como todos, y eso aumentaba aún más su angustia.
—¡Selláis una vez más vuestros labios! —Cormac lo miró con desprecio y se acercó a Dana—. Los hombres como vos sólo sufren cuando se castiga al prójimo por sus faltas.
Se inclinó y comenzó a manosearla con gruñidos de placer y ansia. Ella retrocedió arrastrándose, aterrorizada. Cormac soltó una risotada y se puso a horcajadas sobre ella. Los soldados comenzaron a jalear.
—¡Aguardad! —gritó Brian tirando de las cadenas con el rostro contraído por la furia.
Su desesperación al ver a Dana en ese estado fue acogida con sonrisas de triunfo por parte del rey y sus fieles.
—En ese caso, ¡ordenad a vuestros hermanos que se entreguen! —exigió el monarca al tiempo que pellizcaba los pechos de Dana hasta hacerla gritar de dolor.
—Ya no responden ante mí —repuso Brian mirándolo con odio.
—¡Sois el abad!
—Ya no —replicó el monje con un gesto de amargura—, mi indigno comportamiento me ha despojado de tal honor.
Cormac esbozó una mueca cruel. Brian de Liébana se hallaba totalmente a su merced. Sus ojos acuosos vagaron encendidos por la sed de venganza hasta posarse de nuevo en la joven.
—Hoy voy a dejar zanjados varios asuntos. Y uno de ellos eres tú. Te perdoné, permití que te ocultaras en este monasterio, pero has seguido incordiándome con lo de tu hijo. ¡Has agotado mi paciencia y vas a sufrir como jamás habías imaginado!
Dana se estremeció. La noche en que había irrumpido en el castillo exigiendo saber dónde estaba su hijo fue condenada. La sentencia se había pospuesto gracias a la intervención de Brian, pero había llegado la hora del desquite. Arrastrándose, retrocedió mientras el monarca comenzaba a golpearla. Brian se agitó y las cadenas tintinearon. Cayó al suelo y los soldados le atizaron con crueldad. Aullaban entusiasmados.
—¡Cormac, conteneos! —logró gritar.
—Callad, hermano Brian, y observadla bien. ¿Habíais visto alguna vez un cuerpo tan bello? Supongo que sí. Dana, Dana… ¡Nadie ofende al monarca!
Puso sus manos alrededor de su cuello y apretó. La respiración agitada del monarca revelaba la excitación que le embargaba. Se desanudó el cinturón y rugió con ansia lujuriosa.
Brian apenas era consciente de los golpes que recibía, sólo sentía el dolor de su alma desgarrándose para siempre. Había fracasado en todos los aspectos, incluso en su relación con Dana. En el improbable caso de que llegara viva a la noche, jamás se recuperaría de aquel trance. La había perdido para siempre, al igual que al monasterio y a su comunidad. Entre los pies de los soldados que lo rodeaban, veía las puntas de las espadas envainadas y deseó que una de ellas se lo llevara a los infiernos, el lugar donde merecía estar.
De pronto una piedra del tamaño de un puño atravesó el aire y golpeó el casco de cuero que portaba el monarca. Cormac aulló y cayó a un lado. La herida comenzó a sangrar. Nadie supo desde qué lugar exacto de la muralla se había lanzado la piedra. El rey se levantó lentamente, rechazando la ayuda de sus hombres, se quitó el casco y, tras comprobar que sólo era una herida superficial, miró amenazante hacia el muro. Sin hacer caso a la sangre que se deslizaba por su rostro, se acercó a la sollozante mujer, que se retorcía en el suelo, con la piel cubierta de barro y sangre, se bajó los pantalones y le orinó encima mientras ella intentaba cubrirse el rostro con las manos.
—¡Sólo eres inmundicia! Me habría conformado con violarte una vez más aquí mismo, ante tu querido Brian —mintió. Se volvió a un soldado y gritó—: ¡Mátala!
Ella se hizo un ovillo al escuchar el siseo metálico de la espada, pero el letal golpe se demoró…, oyó quedos susurros y alguna exclamación de sorpresa. Una débil esperanza comenzó a abrirse paso a través del velo del pánico. Finalmente tuvo el valor de abrir los ojos.
En medio de la lluvia, una figura delgada permanecía inmóvil a tan sólo una docena de pasos. Nadie la había visto acercarse. Inmóvil, Brigh observaba la escena con el rostro inexpresivo.
—Deteneos, rey Cormac.
La audacia de aquella muchacha era incomprensible; sin embargo, una inquietante sensación se apoderó de los soldados. Del bosque surgieron hombres y mujeres ataviados con túnicas grises y pardas. Al ver las tonsuras celtas, el soldado que había recibido la orden del monarca bajó la espada.
Finn y Eithne se acercaron con expresión grave. Nadie se lo impidió.
—Sólo debes derramar la sangre condenada por jueces Brehon —dijo el anciano a modo de advertencia—. Si no respetas la ley, lo lamentarás en esta vida y en las próximas vidas que tu alma recorra.
Cormac temblaba de ira pero era incapaz de replicar las palabras del druida. Generaciones de respeto y temor se imponían a sus instintos.
Eithne se acercó a Brian.
—El pueblo cree que una maldición azota estas tierras por el sacrilegio cometido en el
sid
—dijo con una mezcla de lástima y determinación—. No tenéis derecho a poner en peligro nuestra vida.
Brian asintió en silencio. Tenía razón.
—Hemos llamado a tres jueces Brehon de Kildare para que analicen la situación con rigor y objetividad —anunció la druidesa para atajar las esperadas quejas del monarca—. Son muchas las afrentas a las que os enfrentáis, Brian de Liébana, pero os garantizamos un juicio justo. ¿Aceptáis someteros a su veredicto sea cual sea?
El monje se volvió a la muralla y observó los rostros graves de sus hermanos, asomados al borde del muro.
—El monasterio no debe abandonarse —respondió con un ligero asentimiento—. Conocéis, como yo, el valor de las obras que guarda.
Finn levantó la mano.
—Algunos de los nuestros permanecerán en él hasta que los jueces dictaminen la sentencia. Decidirán también el destino de San Columbano.
—Que así sea —convino Brian tratando de ponerse en pie para mostrar su respeto ante los druidas—. Es lícito cumplir las leyes que imperan en el territorio donde uno habita. Vinimos a Irlanda porque esta tierra es la luz que ha permanecido encendida en estos tiempos de oscuridad e ignorancia. Vuestra justicia Brehon es legendaria.
—¿Rey Cormac? —inquirió Finn en tono exigente.
El monarca miró con odio a los druidas, pero su expresión cambió al ver a Brigh junto a Dana. Por algún motivo incomprensible, de pronto la imaginó apareciéndose en sus sueños y señalándolo en silencio. Un temor intangible lo envolvió y desvió la mirada de la bella muchacha. Pensó que la situación seguía siéndole venturosa: Brian no había concluido el registro de sus documentos; su secreto estaba a salvo y los monjes nada podrían hacer por defenderse. La desaparición de Morann era un nuevo misterio, y el nombre del hermano Michel se maldecía en cada taberna y mercado. Los jueces Brehon eran respetados en toda Irlanda, incluso por los monjes adscritos a la Iglesia de Roma. Lograría su objetivo y su comportamiento sería alabado por el poderoso Brian Boru.
Abrió las manos con una falsa sonrisa beatífica.
—Mientras los jueces llegan a estas tierras, los acusados serán tratados con respeto en mi fortaleza. Confío en Dios y sé que hará por fin justicia con mi pueblo.
—Así será —concluyó Eithne.
Finn se acercó a la puerta y la golpeó con determinación. Ésta no tardó en abrirse y toda la comunidad salió en silencio. Sólo permanecieron en el interior Guibert, por su condición de novicio, y los seglares Rodrigo y Muhammad, considerados meros huéspedes. Seis druidas y casi una docena de jóvenes iniciados penetraron en el cenobio y las puertas quedaron selladas de nuevo.
Los monjes se acercaron a Brian y, a pesar de las cadenas que cubrían su cuerpo, lo abrazaron. No entendían buena parte de lo ocurrido, pero incluso en esas circunstancias seguían siéndole fieles. Formaron un círculo a su alrededor y cruzaron algunas frases entre murmullos. Brian les pidió que atendieran a Eber y les confirmó que ignoraba el paradero de Michel, lo que aumentó su inquietud. Los soldados no tardaron en separarlos, y entonces los hermanos se acercaron al monje irlandés y trataron de despertarlo.
Eithne se acercó a Dana.
—Ninguna acusación pesa sobre ti, mujer. Eres libre de marcharte y llorar por la pérdida que puedo ver en tu alma.
—¡A mí me ha ofendido! —clamó Cormac señalando la herida en la cabeza y la sangre de su rostro, deslavazada por la lluvia.
La anciana lo observó con ojos gélidos y, como si llevara mucho tiempo esperando ese momento, compuso una sonrisa despiadada y dijo:
—Si sigues insistiendo, aceptaré que los jueces valoren los motivos por los que esta mujer trató de hablar contigo, Cormac. —Dulcificó sus facciones y miró a Brigh; la muchacha le había narrado todo lo que había escuchado de Dana—. Las acusaciones contra ti deberán ser escuchadas por los Brehon y, dado que, casualmente, todos los que parecían saber algo de Calhan han muerto, deberá admitirse el testimonio del vikingo Osgar de Argyll, pues es el único que, al parecer, puede arrojar luz sobre tan escabroso asunto.
El monarca apretó los puños hasta que los nudillos se tornaron blancos y volvió el rostro para no revelar la intensa cólera que le había embargado.
—¡Poco importa la vida de una furcia! —espetó alejándose. La advertencia de Eithne había sido suficiente para enfriar su sed de venganza—. ¡Que el diablo se la lleve!
Mientras, a unos pasos de allí, Brian miraba a Dana desde la distancia, bendiciéndola. Quedaban muchas cosas por decir, pero ya no había tiempo. Ella se había refugiado a los pies del muro, con el cuerpo dolorido y aterido de frío. Trató de sonreír pero fue en vano.