Nada quedaba de la humilde cabaña. Entre las cenizas, los curiosos señalaban los humeantes huesos de los que habían ardido en su interior. Cuando la inminente lluvia apagara los rescoldos, recogerían los restos y les darían digna sepultura.
Dana permaneció horas de pie ante el
rath
calcinado, se negaba a regresar a la barca. Habían llegado tarde; nadie en la aldea había visto a Oswio desde la tarde anterior. No había supervivientes.
Finalmente, como una criatura sin voluntad, se dejó arrastrar por Eber al puerto y emprendieron bajo la lluvia el viaje de regreso. A su espalda, la isla se hallaba envuelta en una espesa niebla cargada de humedad. Por fortuna, el mar estaba tranquilo. Pasarían la noche resguardados en Antrin y luego regresarían por el mismo derrotero: hacia el oeste y después al sur.
Dana no habló en toda la travesía. La compasiva mirada del monje no lograba insuflarle el menor atisbo de ánimo, su mente lastimada no hallaba razones para aferrarse a su desgraciada existencia y veía en aquellas aguas grises una fría cura para su aflicción, la puerta a un olvido ansiado. Eber, intuyendo el sendero dramático que podía tomar la desesperación de la joven, la vigilaba discretamente.
Pero en el légamo del dolor flotaban extrañas preguntas que ninguno de los dos pronunció en voz alta; una duda execrable se añadía a los misterios que envolvían San Columbano…
Eithne se despertó empapada en sudor frío. Notaba una opresión en el pecho y se incorporó con una sensación angustiosa, intangible. En el centro de su pequeño
rath
, el fuego se había convertido en un montículo de cenizas humeantes. Se acercó al calor de los rescoldos enterrados mientras la lluvia golpeaba sobre la techumbre de bálago, tan empapada que en algunos rincones el agua ya goteaba rítmicamente sobre la paja del suelo.
Debía salir, pero una parte de ella se resistía. Se sentía vieja y cansada. Durante sus años como druidesa se había enfrentado a muchas situaciones críticas, delicadas, pero había confiado en gozar de una vejez plácida, disfrutando del respeto de sus hermanos y de la serenidad del bosque. Pensó en Dana y sintió una oleada de tristeza. El viaje en busca de Calhan no había resultado dichoso, algo que ella había vaticinado en el ritual del
coelbreni
pero que prefirió callar. Uno de los cuatro palitos de tejo con inscripciones en Ogham, al ser lanzado con el resto, había salido despedido y la punta se había quemado en un brasero cercano; un signo funesto.
Enseguida le vino a la mente Brigh. Desde que la vio, pensó que por fin había encontrado a su sucesora. Tenía la edad justa para iniciarla en el complejo proceso del «conocimiento del roble» y habilidades que superaban con creces las de todos los druidas que había conocido, incluida ella, pero algo se había interpuesto. Una sombra intangible aparecía en sus visiones arrastrándola, seduciéndola…
Se estremeció. Aquellas reflexiones la desviaban de la causa de su desazón al despertar: esa noche el bosque había gemido y una fuerte oleada de dolor se había esparcido por él como las ondulaciones en el agua. Todos confiaban en ella. No podía quedarse en el
rath
y desatender aquel aviso.
Mientras se mojaba el rostro con el agua de una tinaja, oyó pasos en el exterior y un momento después el viejo Finn abrió la puerta de madera. Parecía haber envejecido cien años desde la tarde anterior. Eithne se alegró de tenerlo cerca, lamentaba no haberlo conocido unas décadas antes y haber podido bañarse desnuda con él en el estanque del rey Conchobar, amarlo en esas sagradas aguas ocultas en el corazón del bosque, como había hecho con tantos amantes en su juventud. Por el contrario, sin los avatares azarosos de la pasión, se había establecido entre ambos un vínculo indestructible, basado en la confianza, el cariño y el mutuo respeto. Juntos se habían erigido como líderes de la comunidad druídica, pero en momentos como aquél habría preferido renunciar a tanta responsabilidad, tomar su mano sarmentosa, conducirlo al lecho y acostarse junto a él, en silencio, buscando el calor de su cuerpo ajado, falto de vigor pero lleno de calma y paz.
El druida la miró en silencio, como si leyera en su gesto nostálgico cada pensamiento. Ninguno de ellos se escondía tras pudores pueriles, se hablaban con franqueza, pero no podían demorarse.
—El druida Bracan Ó’Riada nos aguarda en el roble. Está muy alterado.
Eithne asintió suspirando y Finn comprendió por qué la había encontrado despierta. Era muy difícil sorprenderla con una noticia, sobre todo si ésta era un hecho dramático o desgraciado.
Envueltos en sus capas, abandonaron la cabaña. Era de noche, pero entre las ramas de los robles ya podía vislumbrarse una tenue claridad. La lluvia persistiría más allá del amanecer.
Encontraron al druida Bracan abrazado a la piedra del altar, buscando su fuerza. Cuando se irguió, las lágrimas empañaban su mirada. Tenía casi cincuenta años y su rostro ovalado, normalmente afable, se veía contraído por el terror.
—¿Los has visto? —preguntó Finn.
Bracan se puso en pie con agilidad.
—Acompañadme.
Los tres se internaron en la espesura por uno de los senderos secretos y avanzaron con sigilo durante casi una hora. Sólo cuando, tras remontar un barranco, alcanzaron un antiguo camino de pastores, el druida más joven comenzó a hablar.
—Cuando me encomendasteis la tarea de vigilar el bosque, sabíamos que los fugitivos de Limerick viajaban hacia el este. Recibí el mensaje de algunos druidas confirmando que habían atravesado sus bosques, pero ninguno sabía hacia dónde se dirigían. Los rastros evidenciaban que permanecían juntos, algo inaudito, pues lo lógico habría sido que se dispersaran y que cada uno buscara escondite por su cuenta. —Bracan hablaba con voz grave—. Pero no lo han hecho. —El druida señaló entonces a su alrededor.
Aunque a pocos pasos el bosque era engullido por la penumbra del amanecer encapotado, los sentidos entrenados de Finn y Eithne no tardaron en comprender las palabras de Bracan. Por doquier atisbaron ramitas quebradas, pedazos de corteza arrancados de los troncos, huellas en el fango…
—Son más de una veintena. Acamparon aquí hace dos días, y aunque pretenden pasar inadvertidos no consiguen ocultar su rastro.
Bracan reinició la marcha y los dos ancianos lo siguieron. Caminaron durante casi dos horas, cuando la luz del alba se abrió paso entre el robledal. El druida más joven se detuvo de pronto.
—Ayer decidimos intervenir. Tratamos de hablar con ellos, advertirles de que no eran bienvenidos en este lugar. —Señaló un tejo centenario junto al camino, a varias decenas de pasos por delante.
Jirones de niebla flotaban alrededor de dos formas que se balanceaban lentamente. Se acercaron. Dos túnicas grises, ensangrentadas, colgaban de una rama llena de muérdago.
—¡Dioses! —exclamó Eithne, horrorizada, tapándose la boca con la mano.
Los dos druidas ahorcados los observaban con los ojos muy abiertos, sin vida. Sus rostros amoratados exhibían una mueca terrorífica: la boca abierta y la lengua colgando, flácida y negra.
—¡Sinlán y Mac Cuill! —los identificó Finn. Su cayado comenzó a oscilar, agitado por los nervios del anciano.
Bracan se acercó a los dos druidas muertos. Había sangre en las hojas que se amontonaban en el suelo y huellas de los que se habían agolpado para jalear la ejecución.
—Yo conseguí escapar de esta locura… —confesó con la voz quebrada por la pena y el terror—. No son simples criminales: persiguen un fin. Avanzan con el fervor que les insufla ese oscuro ser venido de ultramar. Y maldecían continuamente el nombre de Brian de Liébana.
Los dos druidas ancianos se miraron. Sus labios temblaban.
—Alguien los dirige y sabemos de quién se trata —musitó Finn—. Ese demonio al que llaman
strigoi
se ha adelantado a su horda: visitó a Cormac, lleva días en el bosque pero se mueve con sigilo y elude con facilitad la vigilancia.
—Vlad Radú —dijo Eithne en voz baja, temiendo que su mención pudiera convocarlo.
—Y no ha venido solo —concluyó Finn acariciando con lástima el pie descalzo de unos de los druidas muertos—. Que los dioses se apiaden de San Columbano.
Al penoso viaje de regreso a San Columbano se sumó una lluvia fría y persistente. Arrebujados en sus capas para combatir la humedad que ascendía desde el suelo, el hermano Eber y Dana se acercaban al monasterio por el viejo sendero del bosque. Pero la mujer seguía adelante más por inercia que por voluntad. El monje trataba de recordarle que Brigh la necesitaba.
—¡Ni siquiera he podido enterrarlo!
—Todo el
rath
era ceniza, no tenía sentido permanecer allí más tiempo. —Eber sabía que tal vez habría podido encontrar algún rastro entre los restos calcinados, pero el estado de Dana exigía alejarla de allí cuanto antes—. ¡Busca el consuelo en la fe, pues en realidad lo salvaste!
Ella lo miró sin comprender.
—Lograste bautizar al pequeño antes de que Ultán te lo arrebatara y así le diste la oportunidad de regresar con los ángeles.
Dana asintió. Apreciaba demasiado al monje irlandés para desechar abiertamente aquel argumento que tan escaso consuelo le proporcionaba. El sentimiento de pérdida era tan intenso como si le hubieran arrancado a Calhan de su seno esa misma mañana.
—¿Quién pudo hacerlo? —dijo ella con un hilo de voz; esa pregunta no dejaba de torturarla.
—Sin duda el rey Cormac sabe que capturamos a Osgar. Sólo los une el dinero y por tanto es fácil suponer que el vikingo no habrá tenido reparos en confesar sus turbias transacciones. Calhan es su hijo bastardo, una molestia que pudo mantener oculta hasta la llegada de Brian.
—Ha ido eliminando a los pocos que conocían su horrible acción —indicó ella—, pero, ante el temor a ser descubierto, finalmente ha hecho lo que no se atrevió a hacer en su momento: matar al pequeño… —Apretó los puños con amargura y su voz se quebró—: Pero entonces… ¿qué significaba la advertencia de Ultán? ¡Nada tiene sentido!
Eber se volvió con expresión grave.
—Ten en cuenta que esa hipótesis es sólo una posibilidad. Cormac no es el único peligro al que nos enfrentamos…
Sus palabras quedaron interrumpidas al advertir que se acercaba un carruaje. Tras varios días de lluvia el camino estaba en un estado lamentable. En el intento de que las ruedas no se quedaran clavadas en el fango, algunos hombres tiraban de los mulos y otros empujaban desde atrás.
Eber frunció el ceño. Se hallaban en el último tramo del camino al monasterio, lo que significaba que venían de allí.
—Es la familia del carpintero Athelnoth Mac Canna —indicó Dana al reconocerlos.
Eber levantó la mano a modo de saludo, pero los otros respondieron con gestos desconfiados.
—¡Amigos! ¿Cómo se os ocurre emprender un viaje en este día?
La única respuesta fue el repiqueteo del agua sobre la lona. El monje borró su sonrisa y abrió las manos exigiendo una explicación.
—Hermano Eber, ¿habéis estado de viaje?
—Durante ocho jornadas.
Los Mac Canna se miraron con expresión sombría.
—Entonces ignoráis los hechos terribles que han ocurrido…
Dana sintió una creciente tensión en su interior.
—El abad Brian ha sido capturado por Cormac.
—¡No puede ser! —El corazón de Dana dio un vuelco. Cuando ya creía que no podía albergar más dolor, una nueva daga ensartó su alma.
—¡Lo sorprendieron en los aposentos del rey! —exclamó Athelnoth—. Cormac cree que intentaba matarlo.
—¡Eso no tiene ningún sentido! —bramó Eber.
—¡La maldición se extiende! —prosiguió el carpintero—. Algunos vieron al abad acompañado del monje Michel rondando la fortaleza la noche posterior al ataque vikingo. El hermano Michel no entró a través de la trampilla de las cocinas como hizo el abad; permaneció un tiempo y luego se alejó sigilosamente, al parecer tenía sus propios planes, aún más oscuros… Poco después se desató un extraño incendio en la abadía del obispo Morann. ¡Los sacerdotes aseguran que salía humo del pozo!
—La quinta trompeta del ángel… —murmuró Eber, desconcertado—. «Y se oscureció el sol y el aire por el humo del pozo.» —Pero al momento la ira se antepuso a todo—. ¿Estás acusando al hermano Michel?
El carpintero se encogió de hombros.
—Nadie sabe nada del obispo desde esa fatídica noche, y se hallaron rastros de sangre cerca de su celda… —Lo miró con desconfianza—. Los efluvios del
sid
siguen manando. Si regresáis al monasterio, os espera un terrible destino.
El monje irlandés negó rotundamente. Aquella acusación debía de haberse extendido por Mothair y el resto del
tuan
.
—¡Tiene que haber otra explicación!
El carpintero retrocedió temeroso. Había perdido la confianza en los afables monjes, ni siquiera la condición de irlandés de Eber lo salvaba de los recelos.
—Si tenéis otra explicación y pruebas, será mejor que las expongáis pronto ante el monarca. Cormac tiene asediado el monasterio para tratar de poner fin a la maldición.
Dana y Eber se miraron espantados.
—Explícate.
—Nadie sabe nada del abad Brian, quizá ya esté muerto. La desaparición del obispo Morann y del hermano Michel tiene al reino en vilo. Los sacerdotes de Mothair exigen que el resto de los monjes se sometan a juicio para determinar si también son responsables y si es necesario un exorcismo.
—¿Y qué dicen los druidas? —quiso saber Dana.
Los ojos del Athelnoth brillaron.
—Los druidas no saben a qué atenerse y callan. Cuando todo esto acabe, el monasterio será derruido. Esta vez la justicia está de parte de Cormac, y cuenta con la aprobación de los abates de todos los monasterios de la isla, los obispos, los reyes…, incluso del devoto Brian Boru. También el pueblo levanta el puño indignado contra los benedictinos extranjeros. —Athelnoth no pudo contener más su propia ira—. Cormac es un tirano, ¡pero es nuestro rey! ¡Habéis insultado a Irlanda! ¡Ni siquiera vuestras impropias habilidades de guerreros lograrán evitar que os expulsen, o algo peor!
Con una seca orden, el carruaje inició de nuevo el penoso avance.
A Dana le sorprendió darse cuenta de que podía sentirse aún más hundida que un momento antes. La posibilidad de que Brian de Liébana estuviera muerto había sido un golpe terrible que le había robado las escasas energías que aún le quedaban. Notaba un vacío en el pecho y una sensación lacerante de culpabilidad por no haber cruzado unas últimas palabras con él. La tristeza que se había apoderado de ella al tomar conciencia de que tal vez lo había perdido para siempre le demostraba cuán fuerte en realidad era su vínculo.