—Bueno, si anda buscando camorra, la tendrá —dijo Jezal en tono displicente. Las guerras le parecían muy bien, constituían una excelente oportunidad para adquirir gloria y conseguir ascensos. El papel pasó volando junto a una de sus botas mecido por una suave brisa y seguido de cerca por el jadeante funcionario. Jezal sonrió abiertamente al verle pasar corriendo a su lado, medio doblado en su torpe intento de atraparlo.
El comandante cazó al vuelo el mugriento documento y se lo entregó a su propietario.
—Gracias —dijo el funcionario con su sudoroso rostro iluminado por una lastimera expresión de gratitud—, un millón de gracias, señor.
—No tiene importancia —dijo West en un murmullo. El funcionario hizo una leve pero muy aduladora reverencia y siguió apresuradamente su camino. Jezal se quedó bastante chafado. Le estaba divirtiendo la persecución—. Puede que haya guerra, pero en este momento no es eso lo que más me preocupa —West exhaló un profundo suspiro—. Mi hermana está en Adua.
—No sabía que tuvieras una hermana.
—Pues sí que la tengo, y está aquí.
—¿Y? —A Jezal no le entusiasmaba en absoluto la idea de oír hablar de la hermana del comandante. Tal vez West hubiera ascendido en la escala social, pero el resto de su familia quedaba claramente fuera del ámbito de sus intereses. Lo que sí le interesaba era conocer plebeyas pobres, de las que pudiera aprovecharse, y nobles ricas, con las que cabía plantearse la posibilidad de un matrimonio. Todo lo que quedara entre medias le traía sin cuidado.
—Verás, mi hermana puede ser una persona encantadora, pero a veces se comporta de una forma muy poco... convencional. Cuando le da la vena puede ser muy difícil. A decir verdad, prefiero vérmelas con una partida de guerreros del Norte antes que con ella.
—Venga, West —soltó con voz ausente, sin apenas darse cuenta de lo que decía—. Seguro que no es para tanto.
Al comandante se le iluminó el semblante.
—Hombre, me alegra oírte decir eso. Siempre ha tenido muchas ganas de visitar Agriont, y llevo años diciéndole que cuando viniera se lo enseñaría. De hecho, teníamos pensado hacerlo hoy mismo —a Jezal se le cayó el alma a los pies—. Pero, ahora, con esta dichosa reunión...
—¡Pero ya sabes lo ocupado que estoy últimamente! —protestó Jezal.
—Te devolveré el favor, prometido. Nos vemos dentro de una hora en mis aposentos.
—Espera... —pero West se alejaba ya avanzando a grandes zancadas.
Por favor, que no sea demasiado fea, pensaba Jezal mientras se acercaba lentamente a la puerta del comandante West y alzaba de mala gana el puño para llamar. Me conformo con que no sea demasiado fea. Y, a poder ser, tampoco demasiado estúpida. Cualquier cosa antes que perder la tarde con una chica estúpida. Estaba a punto de llamar cuando de repente se dio cuenta de que, al otro lado de la puerta, se oía el ruido de unas voces. Se quedó inmóvil en el pasillo con aire culpable y su oreja se fue acercando más y más a la puerta con la esperanza de oír algún comentario halagador hacia su persona.
—¿... y dónde has dejado a tu doncella? —sonó amortiguada la voz del comandante West con tono irritado.
—Tuve que dejarla en la casa; había un montón de cosas que hacer. Hace siglos que nadie va por ahí —la hermana de West. Jezal se hundió en la miseria. Una voz grave; seguro que era gorda. No podía soportar la idea de que le vieran pasear por Agriont con una gorda cogida del brazo. Podía arruinarle su reputación.
—¡Pero no puedes ponerte a dar vueltas por la ciudad tú sola!
—He llegado hasta aquí sin ningún problema, ¿o no? Me parece que se te ha olvidado quiénes somos, Collem. Me las puedo arreglar perfectamente sin una criada. A fin de cuentas, para la mayoría de la gente de aquí no soy mucho mejor que una criada. Y, además, ya está tu amigo el capitán Luthar para cuidar de mí.
—¡Peor me lo pones, bien lo sabes tú!
—Bueno, cómo quieres que supiera que ibas a estar tan ocupado. Me había imaginado que sacarías tiempo para poder ver a tu hermana —no daba la impresión de ser imbécil, y eso ya era algo, pero además de ser gorda tenía mal genio— ¿Qué pasa, es que no estoy a salvo con tu amigo?
—Es una buena persona; la pregunta es: ¿está él a salvo contigo? —Jezal no estaba muy seguro de qué quería decir el comandante con aquel pequeño comentario—. Un paseo a solas por Agriont con un desconocido. ¡No te hagas la inocente, que nos conocemos! ¿Qué pensará la gente?
—Me importa un carajo lo que piensen —Jezal se apartó bruscamente de la puerta. No estaba acostumbrado a oír ese tipo de palabras de labios de una señorita. Gorda, malhumorada y, para colmo, ordinaria; qué desastre. La cosa iba a resultar aún peor de lo que se había imaginado. Se volvió hacia el pasillo y, mientras preparaba una buena excusa, contempló la posibilidad de una huida en el último momento. Mala suerte, alguien subía por las escaleras. No había forma de salir sin que le vieran. No quedaba más remedio que hacer de tripas corazón y llamar. Apretó los dientes y, embargado de un hondo resentimiento, aporreó la puerta.
Las voces cesaron al instante y en el semblante de Jezal se dibujó una sonrisa de una cordialidad bastante poco convincente. Que empiece la tortura. La puerta se abrió.
Por alguna razón, había esperado encontrarse con una versión en femenino del propio comandante West, sólo que más gruesa, más baja y ataviada con un vestido. Pero se había equivocado de pleno. Tal vez tuviera una figura un poco más rellena de lo que mandaban los cánones, considerando que las mujeres flacas eran el último grito, pero gorda desde luego no era, ni mucho menos. Tenía el cabello oscuro y la tez morena, tal vez un poco más morena de lo que solía considerarse ideal. Sabía que una señorita debía exponerse al sol lo menos posible, pero, al mirarla a ella, no conseguía recordar la razón. Sus ojos eran muy oscuros, casi negros, y aquella temporada los ojos azules hacían furor, pero no podía negarse que el brillo de aquellos ojos a la tenue luz del umbral tenía un embrujo especial.
La muchacha le sonrió. Una sonrisa un tanto extraña, más elevada por un lado que por el otro. Le producía una cierta sensación de incomodidad, como si ella supiera algo muy divertido que él desconocía. Pero los dientes eran perfectos, blancos y relucientes. El enfado de Jezal se esfumaba por momentos. Cuanto más la miraba, más dentro se le iba metiendo su aspecto y más vacía se le iba quedando la cabeza.
—Hola —dijo ella.
Jezal abrió maquinalmente la boca, pero no consiguió pronunciar ni una sola palabra. Su mente era una página en blanco.
—Usted debe de ser el capitán Luthar, ¿no?
—Hummm...
—Yo soy Ardee, la hermana de Collem —de pronto, se dio una palmada en la frente—. Pero, qué tonta soy. Seguro que Collem le habrá hablado mucho de mí. Ya sé que son muy buenos amigos.
Jezal lanzó una mirada apurada al comandante, que le contemplaba con el ceño fruncido y con aspecto de sentirse un tanto molesto. Lo último que debía decir era que hasta esa misma mañana ignoraba por completo su existencia. Se esforzó por dar con una respuesta mínimamente ingeniosa, pero no se le ocurrió nada.
Ardee le cogió del codo y le atrajo hacia la habitación sin parar de hablar en ningún momento.
—Ya sé que es usted un excelente espadachín, pero me han dicho que su ingenio es todavía más agudo que su espada. Tan agudo, que con los amigos sólo emplea la espada, porque su ingenio resultaría demasiado letal —la muchacha le miró expectante. Silencio.
—Bueno —masculló Jezal—, practico un poco la esgrima, sí. —Patético. Absolutamente lamentable.
—¿Es éste el hombre que esperábamos o es el jardinero? —le miró de arriba abajo con una expresión extraña y nada fácil de interpretar. Tal vez se pareciera un poco al tipo de expresión que solía poner Jezal cuando examinaba un caballo para decidir si valía la pena comprarlo: cautelosa, inquisitiva, penetrante y un tanto desdeñosa—. Al parecer, aquí hasta los jardineros tienen unos uniformes espléndidos.
Jezal estaba prácticamente seguro de que aquello era poco menos que un insulto, pero estaba demasiado ocupado tratando de pensar en algo ingenioso que decir como para darle mucha importancia. Sabía que si no hablaba ahora se pasaría el resto de la tarde sumido en un embarazoso silencio, así que abrió la boca y se abandonó a su suerte.
—Disculpe que me haya quedado sin habla, pero ¿cómo iba yo a pensar que alguien tan poco atractivo como el comandante West tuviera una hermana tan hermosa?
West soltó una risotada. Su hermana arqueó una ceja y se puso a contar con los dedos.
—Ligeramente insultante para mi hermano, lo cual no está mal. Más o menos gracioso, lo cual tampoco está mal. Sincero, lo cual siempre resulta reconfortante. Y enormemente halagador para mí, lo cual, por supuesto, es estupendo. Un poco tarde, pero merecía la pena esperar —miró a Jezal a los ojos—. Puede que la tarde no esté echada a perder.
Jezal no estaba muy seguro de que le hubiera gustado ese último comentario, como tampoco estaba muy seguro de que le gustara la forma en que le miraba, pero a él desde luego le encantaba mirarla y estaba dispuesto a perdonar muchas cosas. Las mujeres con las que solía tratar rara vez hacían un comentario inteligente, sobre todo las más atractivas. Jezal daba por sentado que las habían entrenado para sonreír, asentir y escuchar mientras los hombres se encargaban de llevar todo el peso de la conversación. En términos generales, compartía esa visión de las cosas, pero a la hermana de West le sentaba bien la inteligencia y había despertado en él algo más que una simple curiosidad. La gordura y el malhumor se habían caído del menú, de eso no había duda. Y en cuanto a la ordinariez, bueno, la gente guapa nunca resulta ordinaria, ¿no? Simplemente es... poco convencional. Empezaba a pensar que, como ella misma había dicho, no iba a ser una tarde echada a perder.
West se dirigió hacia la puerta.
—Me parece que os voy a dejar para que podáis hacer el ridículo a gusto. El Lord Mariscal Burr me espera. Sólo una cosa, no hagáis nada que yo no haría, ¿eh? —el comentario parecía dirigido a Jezal, pero a quien miraba el comandante era a su hermana.
—Lo cual quiere decir que podemos hacer prácticamente lo que nos dé la gana —dijo ella, echándole una mirada a Jezal, que, para gran asombro suyo, se dio cuenta de que se había sonrojado como una niñita, y soltó una tos mientras se miraba la punta de los zapatos.
West alzó los ojos.
—¡Qué el cielo nos asista! —dijo y, acto seguido, cerró suavemente la puerta.
—¿Le apetece beber algo? —preguntó Ardee, que ya había empezado a servir vino en una copa.
Estaba a solas con una mujer hermosa. Nada nuevo, en realidad, se dijo Jezal, pero lo cierto era que su habitual seguridad en sí mismo parecía haberse esfumado.
—Sí, gracias, muy amable.
Un trago, sí, justo lo que necesitaba para controlar los nervios. La muchacha le tendió la copa que tenía en la mano y se sirvió otra para ella. Jezal tenía serias dudas de que una señorita debiera beber a esas horas, pero más valía ahorrarse cualquier comentario. Al fin y al cabo, no era su hermana.
—Dígame, capitán, ¿conoce bien a mi hermano?
—Bueno, es el jefe de mi unidad y solemos practicar esgrima juntos —el cerebro empezaba a funcionarle de nuevo—. Pero... eso ya lo sabe.
La muchacha le sonrió.
—Claro que sí, pero mi gobernanta siempre me decía que hay que dejar que los hombres participen también en la conversación.
A Jezal le entró una inoportuna tos al ir a dar un trago y se le vertió un poco de vino en la guerrera.
—Oh, vaya —dijo.
—Ande, sujéteme esto un momento —la muchacha le dio su copa y él la cogió sin pensárselo y se encontró con las dos manos ocupadas. Cuando ella se puso a frotarle suavemente el pecho con un pañuelo blanco no pudo hacer nada para resistirse, aunque le pareció que aquello era un poco atrevido. En honor a la verdad, tal vez se hubiera resistido si ella no hubiera sido tan rematadamente guapa. Por un instante, Jezal se preguntó si Ardee no sería consciente de la generosa visión que le estaba ofreciendo de su escote. Pero, no, ¿cómo iba a serlo? Todo aquello era nuevo para ella, no estaba acostumbrada a los modales de la corte, se comportaba con la ingenuidad propia de una chica de campo... pero, para qué negarlo, la vista no estaba nada mal—. Así está mejor —dijo ella, aunque, a decir verdad, pese a todo aquel frotamiento no se advertía ningún cambio significativo en la guerrera. Luego le quitó las dos copas de las manos, se bebió la suya con un diestro movimiento de la cabeza y las dejó encima de la mesa—. ¿Nos vamos?
—Sí... claro. Ah —Jezal le ofreció el brazo.
Ardee le condujo por el pasillo y luego escaleras abajo, hablando animadamente. Era una auténtica tunda de golpes dialécticos y, como bien había señalado el Mariscal Varuz, la defensa de Jezal era bastante floja. Mientras cruzaban la Plaza de los Mariscales trató desesperadamente de montar un contraataque, pero apenas pudo meter baza. Parecía como si fuera Ardee quien llevaba años viviendo allí y Jezal fuera el paleto de provincias.
—El Cuartel General está ahí detrás, ¿no? —dijo ella señalando con la cabeza el imponente muro que separaba los cuarteles del ejército de La Unión del resto de Agriont.
—Así es. Allí es donde tienen sus despachos los Lores Mariscales y todo eso. Y también hay barracones y arsenales, y hummm... —no pudo seguir. No se le ocurría nada más que decir, pero Ardee acudió al rescate.
—Entonces, mi hermano debe andar por ahí. Eso si es que realmente es el famoso soldado que yo me imagino. El primero en atravesar la brecha de Ulrioch y todas esas historias.
—Oh, sí, el comandante West goza de mucho respeto aquí...
—Ya, pero a veces es un pelmazo, ¿no cree? Le gusta tanto hacerse el misterioso y el preocupado —esbozó una sonrisa ausente y se rascó pensativamente la barbilla, con un gesto que bien podría haber hecho su hermano. Le había calado a la perfección, y Jezal no pudo menos de soltar una risa, aunque, a decir verdad, empezaba a preguntarse si estaba bien que aquella muchacha caminara tan pegada a él y le cogiera el brazo de una forma tan íntima. No es que a él le importara. Todo lo contrario, pero la gente empezaba a mirar.
—Ardee... —dijo.
—Y esto debe ser la Vía Regia.
—Hummm, sí, escuche Ardee...
La muchacha había alzado la vista para contemplar la imponente estatua de Harod el Grande, cuyos severos ojos parecían mirar a un punto muy lejano.