La voz de las espadas (58 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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—Es difícil saberlo. Supongo que su figura se mueve en la difusa frontera que existe entre el mito y la historia. Probablemente haya algo de verdad en todo ello. Al fin y al cabo, alguien debió de construir esa maldita torre, ¿no le parece?

—¿Qué torre?

—¡La Casa del Creador! —luego el anciano señaló con el brazo la sala en la que estaban—. Y también, según dicen, todo esto.

—¿Cómo, esta biblioteca?

El anciano se rió.

—Todo Agriont o, al menos, los cimientos sobre los que se levanta. La Universidad también, desde luego. La construyó y nombró a los primeros Adeptos para que le ayudaran en sus trabajos, que a saber cuáles serían, y para que investigaran la naturaleza de las cosas. Sí, somos los discípulos del Creador, aunque dudo mucho que allá arriba lo sepan. Él se ha ido, pero su obra continúa.

—Por así decirlo. ¿Y qué fue de él?

—Ja. Murió. Su amigo Bayaz lo mató.

Glokta alzó una ceja.

—¿De veras?

—Eso dice la leyenda. ¿No ha leído
La caída del Maestro Creador
?

—¿Esa bazofia? Creía que no era más que un cuento.

—Lo es. Una paparruchada sensacionalista, pero basada en los testimonios escritos de la época.

—¿Testimonios escritos? ¿Aún se conservan?

El anciano entornó los ojos.

—Algunos.

—¿Algunos? ¿Los tienen aquí?

—Hay uno.

Glokta clavó la mirada en el anciano.

—Tráigamelo.

El vetusto papel crujía entre las manos del Adepto Histórico mientras desenrollaba cuidadosamente el manuscrito y luego lo extendía sobre la mesa. Se trataba de un pergamino amarillento y arrugado, con los bordes endurecidos por el tiempo, y cubierto con una escritura apretada cuyos caracteres resultaban absolutamente ininteligibles para Glokta.

—¿En qué está escrito?

—En la lengua antigua. Hoy en día muy pocos son capaces de entenderla —el anciano señaló con el dedo la primera línea—. Relato de la caída de Kanedias, dice, tercero de los tres.

—¿Tercero de los tres?

—De los tres rollos, supongo.

—¿Dónde están los otros dos?

—Perdidos.

—Hummm —Glokta escudriñó la interminable oscuridad de las estanterías.
Es un auténtico milagro que se pueda encontrar algo en un sitio como éste
—. ¿Qué es lo que cuenta?

El anciano bibliotecario comenzó a inspeccionar la extraña caligrafía a la tenue luz de la vela, pasando su dedo tembloroso por el pergamino y moviendo en silencio los labios.

—Grande era su furor.

—¿Cómo dice?

—Es así como empieza. Grande era su furor —luego continuó leyendo con lentitud—. Los Magos persiguieron a Kanedias, aplastando a aquellos que le seguían siendo fieles. Irrumpieron en su fortaleza, destruyeron sus edificaciones, mataron a sus servidores. El propio Creador, gravemente herido tras el combate con su hermano Juvens, tuvo que refugiarse en su Casa —el anciano desenrolló otro trozo del texto—. Durante doce días y doce noches, los Magos descargaron toda su furia contra las puertas sin conseguir quebrantarlas. Hasta que Bayaz encontró una forma de entrar... —el Adepto, frustrado, dio un manotazo al aire—. La humedad o alguna otra cosa ha desdibujado los caracteres del siguiente capítulo. No consigo descifrarlo... pero parece hacer referencia a la hija del Creador.

—¿Está seguro?

—¡Cómo voy a estarlo! —le espetó el anciano—. ¡Falta todo un capítulo!

—¡Dejémoslo entonces! ¿Qué es lo siguiente de lo que está seguro?

—Bueno, veamos... Bayaz le siguió hasta el tejado y lo arrojó al vacío —el anciano carraspeó ruidosamente—. El Creador cayó envuelto en llamas y se estrelló contra el puente. Los Magos buscaron por todas partes la Semilla, pero no pudieron dar con ella.

—¿La Semilla? —preguntó desconcertado Glokta.

—Eso es lo que pone.

—¿Qué demonios significa eso?

El anciano, que evidentemente estaba encantado de aquella inesperada oportunidad de pontificar sobre su especialidad, se recostó en su silla.

—El fin de la era mítica, el inicio de la era de la razón. Bayaz y los Magos representan el orden. El Creador es una figura semidivina, representa la superstición, la ignorancia. No sé, tal vez haya un fondo de verdad en toda esta historia. A fin de cuentas, alguien debió de construir esa maldita torre, ¿no? —y, acto seguido—, dejó escapar una risa cascada.

Glokta no se molestó en indicarle que hacía unos minutos había hecho ese mismo chiste.
Y ni siquiera entonces tuvo gracia. La repetición es una de las maldiciones de la vejez
.

—¿Qué me dice de la Semilla esa?

—¿Magia, secretos, poder? Una simple metáfora.

No voy a impresionar mucho al Archilector si le voy con una metáfora. Y menos aún con una tan mala como ésa.

—¿No dice nada más?

—Sigue un poco, veamos —de nuevo volvió a mirar los enigmáticos caracteres—. Se estrelló contra el puente, buscaron la Semilla...

—Ya, ya.

—Tenga paciencia, Inquisidor —el decrépito dedo del Adepto repasó los caracteres—. Sellaron la Casa del Creador. Enterraron a los caídos, incluidos Kanedias y su hija. Eso es todo —escudriñó la hoja con el dedo suspendido sobre las últimas letras—. Y Bayaz se quedó con la llave. Ahora sí que está todo.

Glokta alzó las cejas.

—¿Cómo? ¡Repítame esa última parte!

—Sellaron las puertas, enterraron a los caídos y Bayaz se quedó con la llave.

—¿La llave? ¿La llave de la Casa del Creador?

El Adepto volvió a mirar el pergamino.

—Eso es lo que pone.

No hay ninguna llave. Esa torre lleva siglos sellada, todo el mundo lo sabe. Nuestro impostor no puede tener ninguna llave, eso es seguro
. En el rostro de Glokta se fue dibujando una sonrisa.
Es poca cosa, muy poca cosa, pero con una escenificación y un énfasis adecuados puede ser suficiente. El Archilector se sentirá satisfecho
.

—Me lo llevo —Glokta agarró el manuscrito y comenzó a enrollarlo.

—¿Cómo? —el Adepto le miraba con los ojos desorbitados del espanto—. ¡No puede hacerlo! —se levantó de su asiento con una dificultad superior incluso a la que habría mostrado Glokta. Su cuervo se alzó también y se quedó suspendido junto al techo, aleteando y graznando con furia. Pero Glokta hizo caso omiso de ambos—. ¡No puede llevárselo! Es irremplazable —resollaba el anciano lanzando manotazos al aire en un intento inútil de arrebatarle el manuscrito.

Glokta abrió los brazos.

—¡Deténgame! ¡Ande, hágalo! ¡Será divertido verlo! ¿Se lo imagina? ¿Dos lisiados dando trompicones entre los estantes y tirando cada uno de un extremo del manuscrito mientras su pájaro se dedica a cagarnos encima? —soltó un risa maliciosa—. Un espectáculo muy poco edificante, ¿no cree?

El Adepto Histórico, exhausto por sus lastimosos esfuerzos, se derrumbó jadeando en la silla.

—A nadie le importa ya el pasado —susurró—. No se dan cuenta de que sin pasado no puede haber futuro.

Profunda reflexión
. Glokta se metió el pergamino enrollado en el bolsillo del gabán y se dio la vuelta para irse.

—¿Quién se ocupará del pasado cuando yo no esté?

—¿A quién le importa? —preguntó Glokta mientras se dirigía apresuradamente hacia las escaleras—. Siempre y cuando no sea yo.

Los notables dones del Hermano Pielargo

Hacía una semana que los vítores de la multitud despertaban a Logen todas las mañanas. Comenzaban muy temprano y le arrancaban del sueño con un estruendo parecido al que produciría una batalla que se estuviera librando allí al lado. De hecho, la primera vez que los oyó pensó que era una batalla, pero ya sabía que se trataba del estúpido deporte que practicaban en aquel maldito lugar. Las cosas mejoraban un poco si se cerraba la ventana, pero entonces el calor resultaba insoportable. Había que elegir entre dormir un poco o no dormir nada. En vista de ello, había optado por dejar la ventana abierta.

Logen se restregó los ojos y se levantó de la cama. Otro sofocante y tedioso día en la Ciudad de las Torres Blancas. En las agrestes soledades de los caminos le bastaba con abrir un ojo para encontrarse totalmente despierto, pero en aquel lugar las cosas eran distintas. El aburrimiento y el calor le volvían lento y perezoso. Bostezando y frotándose las mandíbulas con una mano, cruzó a trompicones el umbral para acceder al salón y, de pronto, se paró en seco.

Había alguien en el salón, un desconocido. Estaba de pie junto a la ventana, bañado por la luz que entraba de fuera, con las manos agarradas a la espalda. Un hombre bajo y menudo, que llevaba el pelo cortado al rape siguiendo el irregular contorno de su cráneo y vestía una extraña prenda con aspecto de estar muy viajada: un tejido holgado y desvaído que daba varias vueltas a su cuerpo hasta envolverlo por completo.

Antes de que Logen tuviera la oportunidad de abrir la boca, el hombre se volvió y se plantó frente a él de un brinco.

—¿Usted es? —inquirió—. Su rostro risueño estaba tan bronceado y curtido como el cuero de un par de botas muy usadas. Una circunstancia que dificultaba mucho la tarea de determinar su edad. Lo mismo podía tener veinticinco que cincuenta años.

—Nuevededos —masculló Logen, retrocediendo con cautela hacia la pared.

—Ah, Nuevededos, claro —el hombrecillo se pegó a él, agarró una de las manos de Logen entre las suyas y la estrechó con fuerza—. Es un gran honor y un inmenso privilegio conocerle —dijo cerrando los ojos e inclinando la cabeza.

—¿Ha oído hablar de mí?

—Oh, no, pero todas las criaturas del Señor merecen el máximo respeto —y, dicho aquello, volvió a hacer una reverencia—. Soy el Hermano Pielargo, un viajero perteneciente a la ilustre Orden de los Navegantes. Apenas hay un lugar bajo el sol que no hayan hollado estos pies —señaló sus botas desgastadas y luego extendió los brazos—. ¡Desde las montañas de Thond hasta los desiertos de Shamir, desde las llanuras del Viejo Imperio hasta las aguas plateadas de las Mil Islas! ¡Mi patria es el mundo entero! ¡Sí señor!

Hablaba bastante bien la lengua del Norte, tal vez mejor que el propio Logen.

—¿El Norte también?

—Hice una breve visita en mi juventud. Pero el clima me resultó un tanto desapacible.

—Habla muy bien nuestra lengua.

—Bien pocas son las lenguas que yo, el Hermano Pielargo, no sepa hablar. Uno de los notables dones que atesoro es una habilidad innata para el aprendizaje de idiomas —el tipo sonrió de oreja a oreja—. Dios me ha colmado de bendiciones —añadió.

Logen se preguntaba si todo aquello no sería una especie de broma pesada.

—¿Qué le trae por aquí?

—¡He sido llamado! —Sus ojos oscuros lanzaron un destello.

—¿Llamado?

—¡Desde luego! Por Bayaz, el Primero de los Magos. ¡Él me ha llamado y yo he acudido! ¡Yo soy así! Cierto que, como contraprestación por mis notables dones, ha realizado una generosa aportación a las arcas de la orden, pero aunque no fuera así, yo habría acudido. ¡Aunque no fuera así! ¡Sí señor!

—¿De veras?

—¡Desde luego! —el hombrecillo se apartó de él y se puso a dar vueltas por la sala a un ritmo infernal mientras se frotaba las manos—. ¡El reto que supone esta misión apela tanto al orgullo de nuestra orden como a su largamente atestiguada codicia! ¡Y de todos los Navegantes del Círculo del Mundo ha sido a mí, a mí, a quien han seleccionado para cumplir esta misión! ¡A mí, al Hermano Pielargo! ¡A mí y a nadie más que a mí! ¿Alguien con una posición como la mía, alguien con mi reputación, podría resistirse a semejante reto? —se detuvo ante Logen y lo miró con gesto expectante como si aguardara respuesta—: Mmm... ¡Yo desde luego que no! —gritó Pielargo iniciando una nueva ronda por la sala—. ¡Yo no me resistí! ¿Por qué iba a hacerlo? ¡Eso no va conmigo! ¿Un viaje a los confines del Mundo? ¡Qué gran historia que contar! ¡Qué inspiración para los demás! ¡Qué...

—¿Los confines del Mundo? —inquirió receloso Logen.

—¡Sí, lo sé! —el extraño hombrecillo le dio una palmada en el brazo—. ¡Los dos estamos profundamente emocionados!

—Usted debe de ser nuestro Navegante —Bayaz acababa de salir de su habitación.

—Así es, el Hermano Pielargo a su servicio. Y usted, imagino, debe de ser mi ilustre patrón, Bayaz, el Primero de los Magos.

—El mismo.

—Es un honor y un gran privilegio conocerle —exclamó Pielargo, y de un brinco se plantó junto al Mago y le estrechó la mano.

—Lo mismo digo. Espero que el viaje le haya resultado grato.

—¡Viajar siempre me resulta grato! ¡Siempre! Lo que llevo peor son los intervalos entre los viajes. ¡Sí señor! —Bayaz interrogó a Logen con el ceño fruncido, pero éste, por toda respuesta, se encogió de hombros—. ¿Puedo preguntarle cuánto tardaremos en partir? ¡Estoy deseando embarcar!

—Pronto, espero. El último miembro de nuestra expedición no tardará en llegar. Pero antes de nada habrá que fletar un barco.

—¡Naturalmente! ¡Será para mí un gran placer ocuparme de ello! ¿Qué ruta debo dar al capitán?

—Rumbo oeste, cruzaremos el Mar Circular hasta llegar a Stariksa y, de allí, seguiremos rumbo a Calcis, en el Viejo Imperio —el hombrecillo sonrió e hizo una pronunciada reverencia—. ¿Le parece bien la ruta?

—Perfecta, aunque hoy en día son pocos los barcos que hacen escala en Calcis. Las interminables guerras del Viejo Imperio han vuelto muy peligrosas esas rutas. Están infestadas de piratas. Tal vez no resulte fácil encontrar un capitán que quiera ir allí.

—Esto debería contribuir a convencerlo —Bayaz arrojó sobre la mesa su bolsa, que andaba tan abultada como siempre.

—Sin duda.

—Asegúrese de que se trata de un barco veloz. Una vez que estemos listos, no quiero perder ni un solo día.

—De eso puede estar seguro —dijo el Navegante arramblando con la pesada bolsa de las monedas—. ¡Navegar en barcos lentos no va conmigo! ¡No señor! ¡Le encontraré el barco más veloz de todo Adua! ¡Sí señor! ¡Volará tan rápido como el aliento de Dios! Surcará las olas como...

—Con que sea rápido basta.

El hombrecillo inclinó la cabeza.

—¿La fecha de partida?

—Dentro de este mismo mes —Bayaz miró a Logen—. ¿Por qué no le acompaña?

—¿Eh?

—¡Sí! —exclamó el Navegante—. ¡Iremos juntos! —agarró a Logen del codo y tiró de él hacia la puerta.

—¡Espero que haya vueltas, Hermano Pielargo! —le gritó Bayaz antes de que se fuera.

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