Quai, con los ojos dilatados por el miedo, se inclinó desde la silla de montar.
—¿Son salteadores?
—Desde luego eres un jodido vidente —musitó Logen apretando los dientes.
Cuando estuvieron a dos pasos, se detuvieron. El del casco parecía ser el que llevaba la voz cantante.
—Hermoso caballo —gruñó—. ¿Podríais prestárnoslo? —El de la lanza sonrió y agarró la brida.
Su situación había experimentado un cambio a peor. Hacía un rato eso habría parecido casi imposible, pero el destino se las había ingeniado para encontrar la manera. Logen tenía serias dudas de que Quai pudiera serle de alguna utilidad en el combate que se avecinaba. Eso suponía que tendría que enfrentarse él solo contra los tres, armado únicamente con un cuchillo. Pero si no hacía nada, les robarían y lo más seguro es que también les mataran. En este tipo de asuntos más vale ser realista.
Volvió a echar un vistazo a los salteadores. No parecía que esperaran encontrar resistencia, no de dos hombres desarmados: la lanza estaba de lado, la espada apuntaba al suelo. Del hacha no sabía nada, así que a ese respecto iba a tener que confiarse a la suerte. Es una triste verdad, pero lo cierto es que quien golpea primero, golpea dos veces, de modo que Logen se volvió hacia el tipo del casco y le escupió el espíritu a los ojos.
Al entrar en contacto con el aire se inflamó y se abalanzó vorazmente sobre su presa. La cabeza del hombre quedó envuelta en llamas y la espada cayó al suelo. Se echó las manos a la cara desesperado y se le prendieron también los brazos. Corrió despavorido soltando alaridos.
Al ver las llamas, el caballo de Quai se encabritó y se puso a lanzar resoplidos. El flaco soltó un grito ahogado y, al intentar retroceder, tropezó. Logen se abalanzó sobre él, agarró el asta de la lanza con una mano y le dio un cabezazo en la cara. La frente de Logen le estrujó la nariz y el tipo se tambaleó hacia atrás chorreando sangre por la barbilla. Logen dio un tirón a la lanza para atraerlo hacia sí, echó para atrás la mano derecha trazando un amplio arco y le descargó un puñetazo en el cuello. El tipo se desplomó gorgoteando y Logen le arrebató la lanza de las manos.
Sintió un movimiento a su espalda, se tiró al suelo y rodó hacia la izquierda. El hacha pasó silbando por encima de su cabeza y dio un tajo al caballo en la ijada, salpicando de sangre el suelo y soltando la hebilla de la cincha. El tipo del forúnculo giraba sobre sí agarrado al hacha. Logen se dispuso a saltar sobre él, pero al levantarse se retorció el tobillo en una piedra y se tambaleó como un borracho, aullando de dolor. Una flecha disparada desde algún lugar situado en el tramo de bosque que tenía a su espalda le pasó zumbando junto a la cara y se perdió entre los matojos que había al otro lado del camino. El caballo, con los ojos desorbitados por el terror, resoplaba y coceaba. De pronto, se lanzó por el camino con un galope frenético. La silla resbaló del lomo y Malacus Quai soltó un gemido y aterrizó en una mata de arbustos.
Ahora no había tiempo de ocuparse de él. Logen lanzó un rugido y cargó contra el hombre del hacha, apuntando la lanza al corazón. El tipo levantó el hacha a tiempo y desvió la punta, pero no lo bastante lejos. La lanza le penetró por el hombro y le hizo girarse en redondo. El asta se quebró con un sonoro chasquido. Logen perdió el equilibrio y se precipitó hacia delante, derribando al tipo del forúnculo sobre el camino. La punta de lanza que sobresalía de su espalda le hizo un profundo tajo en el cuero cabelludo cuando cayó sobre él. Logen agarró con ambas manos la maraña de pelo del hombre del hacha, le echó la cabeza hacia atrás y se la machacó contra una roca.
Tambaleándose, con la cabeza dándole vueltas, se puso de pie y se limpió la sangre de los ojos justo a tiempo de ver cómo una flecha salía disparada de entre los árboles y se clavaba en un tronco a dos pasos de donde él estaba. Logen corrió hacia el arquero. Ahora le veía; era un chaval de no más de catorce años y ya se disponía a coger otra flecha. Logen sacó el cuchillo. El muchacho estaba colocando la flecha en el arco, pero sus ojos estaban dilatados de pánico. Se le escapó la cuerda y, sorprendido, vio cómo la flecha se le clavaba en la mano.
Logen se le echaba encima. El muchacho le arrojó el arco, pero él lo esquivó agachándose y saltó hacia delante blandiendo el cuchillo con ambas manos. La hoja le entró al chico por la barbilla, alzándolo en vilo, y se quebró dentro del cuello. El muchacho cayó encima de Logen y una esquirla del cuchillo le hizo un profundo corte en el brazo. Había sangre por todas partes; la que brotaba del corte que Logen tenía en la cabeza, la del corte del brazo, la del enorme tajo abierto en el cuello del muchacho.
Apartó de un empujón el cadáver, se apoyó en un árbol y trató de recobrar el aliento. El corazón le latía con fuerza, la sangre le retumbaba en la cabeza, el estómago le daba vueltas. «Sigo vivo —susurró—, sigo vivo.» Los cortes de la cabeza y del brazo empezaban a palpitar. Dos nuevas cicatrices. Podía haber sido mucho peor. Se restregó los ojos para limpiárselos de sangre y se acercó cojeando al camino.
Malacus Quai estaba de pie, contemplando lívido los tres cadáveres. Logen le sujetó los hombros y lo miró de arriba abajo.
—¿Te has hecho daño?
Quai ni siquiera levantó la vista de los cadáveres.
—¿Están muertos?
El cuerpo del grandullón del casco seguía echando humo y desprendía un olor perturbadoramente apetitoso. Logen se fijó en sus botas; eran buenas, mucho mejores que las suyas. El del forúnculo tenía el cuello demasiado torcido hacia un lado para estar vivo, y, por si eso fuera poco, tenía ensartada la lanza rota. Logen le dio la vuelta con el pie al flaco. Su rostro ensangrentado estaba congelado en una expresión de sorpresa: miraba al cielo con la boca abierta.
—Debo de haberle machacado la tráquea —masculló Logen. Sus manos estaban teñidas de sangre. Se agarró la una con la otra para que dejaran de temblar.
—¿También el de los árboles?
Logen asintió.
—¿Qué ha pasado con el caballo?
—Ha volado —musitó apesadumbrado Quai—. ¿Qué hacemos?
—Veamos si tienen algo de comer —Logen señaló al cadáver humeante—. Pero antes ayúdame a quitarle a ése las botas.
—¡Presiónele, Jezal, presiónele! ¡No me sea apocado!
Jezal estaba deseando complacerle. Se lanzó hacia delante, entrando a fondo con la derecha. West, que ya estaba desequilibrado, se tambaleó hacia atrás con la forma descompuesta, pero logró desviar la acometida con su acero corto. Aquel día usaban hojas de medio filo, para darle un poco más de emoción al asunto. No servían para ensartar a un hombre, pero, con un poco de empeño, se le podía hacer algún que otro rasguño. Y Jezal estaba empeñado en hacerle un rasguño al comandante para vengarse de la humillación que había sufrido el día anterior.
—¡Así, no le dé respiro! ¡Pinche, pinche, capitán! ¡Pinche, pinche!
West realizó un torpe intento de contraataque, pero Jezal lo vio venir y desvió el acero de su rival, sin dejar de lanzar estocadas con todas sus fuerzas. West logró pararlas a la desesperada, pero, al dar un paso atrás, se chocó contra la pared y se tambaleó. Ya era suyo. Jezal soltó una risa socarrona y le acometió con el acero largo, pero, de una forma tan súbita como sorprendente, West consiguió salir del paso. Se apartó y desvió con increíble firmeza la estocada. Jezal se precipitó hacia delante, perdió el equilibrio y, con un grito de asombro, vio cómo la punta de su espada se clavaba en una grieta entre dos piedras. El acero se le escapó de las manos y se quedó vibrando en la pared.
West salió disparado hacia delante, se coló por debajo del acero que le quedaba a Jezal y le embistió con el hombro.
—Uf —exhaló Jezal, luego tropezó y se estrelló contra el suelo, dejando escapar su acero corto. El arma resbaló por el enlosado y el Lord Mariscal la detuvo con el pie. La punta roma de la espada de West se cernía a escasos milímetros del gaznate de Jezal—. ¡Mierda! —maldijo Jezal mientras el comandante, todo sonriente, le tendía la mano.
—Usted lo ha dicho —murmuró Varuz soltando un hondo suspiro—, una auténtica mierda. ¡Un espectáculo aún más deplorable que el de ayer, si es que eso es posible! —Jezal apartó de un golpe la mano de West y, lanzándole una mirada iracunda, se puso de pie— ¡El comandante no ha perdido en ningún momento el control del asalto! ¡Pero usted ha caído en la trampa y se ha dejado desarmar! ¡Desarmar! ¡Ni siquiera mi nieto habría cometido ese error, y sólo tiene ocho años! —Varuz golpeó el suelo con su vara— ¿Quiere hacer el favor de explicarme, capitán Luthar, cómo piensa ganar un combate de esgrima tumbado bocabajo y sin sus aceros? —Jezal torció el gesto y se frotó la cabeza—. ¿No quiere? Pues si en el futuro se cae usted alguna vez desde lo alto de un precipicio con sus aceros, espero verle espachurrado en el fondo sujetando firmemente sus armas con sus dedos muertos, ¿me oye?
—Sí, Mariscal Varuz —masculló huraño Jezal, mientras hacía votos por que fuera el viejo cascarrabias quien se cayera desde lo alto de un precipicio. O, mejor aún, desde la Torre de las Cadenas. Y acompañado de West a ser posible.
—¡El exceso de confianza es el peor pecado que puede cometer un espadachín! Tiene que enfrentarse a cada uno de sus rivales como si fuera el último. Y en cuanto a su juego de piernas —Varuz frunció la boca con una expresión de asco—, brillante cuando va usted hacia delante, pero en cuanto echa el pie atrás, todo se va al traste. Ha bastado que el comandante le rozara para que se desmayara usted como una niña.
West miró sonriente a Jezal. Se estaba divirtiendo. La estaba gozando el muy cabrón.
—Dicen que la pierna de apoyo de Bremer dan Gorst es firme como un pilar de acero. ¡Como un pilar de acero, eso es lo que dicen! Sería más fácil derribar la Casa del Creador que a él —el Lord Mariscal señaló la silueta de la enorme torre que se alzaba sobre los edificios que rodeaban el patio—. ¡La Casa del Creador! —remachó indignado.
Jezal soltó un resoplido y le dio una patada al suelo con su bota. Por enésima vez acarició la posibilidad de mandarlo todo al diablo y no volver a coger una espada en su vida. Pero ¿qué diría la gente? Su padre se sentía ridículamente orgulloso de él y no perdía la ocasión de presumir de su destreza cuando encontraba a alguien dispuesto a escucharle. Su mayor ilusión era ver a su hijo combatir en la Plaza de los Mariscales delante de una multitud enfervorizada. Si Jezal lo mandaba todo a paseo, su padre se moriría de vergüenza, y él tendría que despedirse de su capitanía, de su asignación, de todas sus ambiciones. A no dudarlo, sus hermanos estarían encantados.
—El equilibrio es la clave —peroraba Varuz—. ¡La fuerza viene de las piernas! A partir de ahora añadiremos a su entrenamiento una hora en la barra de equilibrios. ¡Diaria! —la cara de Jezal se contrajo en un gesto de angustia— Veamos: una carrera, ejercicios con el mazo, formas, un combate de entrenamiento de una hora, de nuevo formas, y otra hora en la barra de equilibrios —el Lord Mariscal movió la cabeza satisfecho—. Con eso será suficiente, de momento. Quiero verle aquí mañana por la mañana a las seis, y completamente sobrio —Varuz frunció el ceño—. Completamente sobrio.
—Ya no aguanto más, ¿sabes? —dijo Jezal mientras regresaba al cuartel renqueante y entumecido—. ¿Cuánta mierda se supone que debe tragar un hombre?
West sonrió.
—Esto no es nada. Nunca he visto al viejo cascarrabias tratar tan bien a nadie. Debes de haberle caído en gracia. Conmigo no fue ni la mitad de agradable.
Jezal no sabía si creerle.
—¿Fue peor que esto?
—A mí ni se molestó en enseñarme los rudimentos del arte, cosa que sí ha hecho contigo. Me hacía sostener la barra sobre la cabeza toda la tarde hasta que se me caía encima —el comandante hizo un gesto de desagrado, como si el mero hecho de recordarlo le resultara doloroso—. Me hacía subir y bajar corriendo la Torre de las Cadenas con la armadura puesta. Me obligaba a entrenarme un montón de horas, todos los días.
—¿Cómo pudiste aguantarlo?
—No tenía elección. Yo no soy noble. La espada era la única forma que tenía de destacar. Pero al final valió la pena. ¿Conoces muchos plebeyos que sean oficiales de la Guardia Real?
Jezal se encogió de hombros.
—Muy pocos, la verdad —como buen noble que era, consideraba que lo mejor sería que no hubiera ninguno.
—Tú, en cambio, vienes de una buena familia y ya eres capitán. A saber adónde llegarás si logras ganar el Certamen. El Lord Chambelán Hoff, el Juez Marovia, el propio Varuz, todos ellos fueron campeones en su momento. Un campeón con la sangre adecuada puede aspirar a lo más alto.
Jezal resopló con desdén. —¿Y qué me dices de tu amigo el coronel Glokta?
La mención de aquel nombre cayó como una losa.
—Bueno... casi siempre.
—¡Comandante West! —sonó una voz áspera a sus espaldas. Un fornido sargento con una cicatriz en la mejilla venía hacia ellos corriendo.
—¿Qué tal, sargento Forest? —preguntó West, dando al soldado una afectuosa palmada en la espalda. Se entendía muy bien con los campesinos, claro que a Jezal siempre se le estaba olvidando que en realidad West no era mucho mejor que un campesino. Cierto que era una persona con educación, un oficial y todas esas cosas, pero, bien pensado, seguía teniendo más en común con el sargento que con Jezal.
El sargento sonrió de oreja a oreja.
—Muy bien, gracias, señor —luego saludó a Jezal inclinando respetuosamente la cabeza—. Buenos días, capitán.
Jezal se avino a responderle bajando mínimamente la cabeza y, luego, le dio la espalda y se puso a contemplar la avenida. No veía ningún motivo para que un oficial diera un trato familiar a un simple soldado. Y, por si fuera poco, aquél era feo y tenía una cicatriz. Jezal no soportaba a la gente fea.
—¿Qué puedo hacer por usted? —era West quien hablaba.
—El mariscal Burr quiere verle. Se trata de una reunión urgente, señor. Están convocados todos los oficiales veteranos.
A West se le nubló el semblante.
—Ahora mismo voy para allá —el sargento le hizo un saludo y se alejó a paso vivo.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó Jezal despreocupadamente, sin dejar de mirar a un funcionario que perseguía un papel que se le había volado.
—Angland. Ese Rey del Norte, Bethod —al pronunciar aquel nombre, West había torcido el gesto, como si le dejara un regusto amargo en la boca—. Según parece, ha derrotado a todos sus enemigos en el Norte y ahora anda buscando camorra con la Unión.