Pese a que el dintel se encontraba a no menos de dos metros del suelo, tuvo que agacharse para pasar por la puerta. Llevaba una capucha y estaba embozado en una capa marrón que le tapaba completamente las facciones. Cuando se irguió de nuevo, su figura descolló por encima de la de todos los presentes, creando la absurda sensación de que la sala estaba atestada de gente. Aunque sólo fuera por su tamaño, aquel hombre habría resultado intimidante, pero había algo más, algo que parecía desprenderse de su persona y expandirse en oleadas enfermizas a su alrededor. Los soldados que se alineaban a lo largo de la pared lo sintieron y se rebulleron inquietos. El subsecretario de las Audiencias lo sintió y, bañado de sudor, se puso a revolver sus papeles con gesto nervioso. El comandante West sin duda lo sintió también. A pesar del calor que hacía, la piel se le había quedado helada y, bajo su humedecido uniforme, el vello se le había erizado.
Sólo Hoff parecía inmune a su influjo. Miró de arriba abajo a los cuatro Hombres del Norte con expresión ceñuda, sin dar ninguna muestra de que el gigante encapuchado le impresionara más que el labriego Heath.
—De modo que son ustedes mensajeros de Bethod —retuvo unos instantes las palabras en la boca y luego las escupió—. El Rey de los Hombres del Norte.
—Así es —dijo el risueño anciano, haciendo una pronunciada reverencia—. Soy Hansul Ojo Blanco —tenía una voz bien timbrada, rotunda, afable y sin ningún acento, nada que ver con lo que había esperado West.
—¿Y usted es el emisario de Bethod? —preguntó Hoff antes de echar otro trago a la copa. Por primera vez West se alegró de que el Lord Chambelán estuviera en la sala, pero, al alzar la vista y volver a fijarse en el hombre encapuchado, su inquietud regresó.
—Oh, no, yo sólo soy el intérprete —dijo Ojo Blanco—. El emisario del Rey de los Hombres del Norte es él —su ojo bueno señaló la oscura figura de la capa con un parpadeo nervioso, como si a él mismo le asustara—, Fenris —alargó la «s» final del nombre haciéndola silbar en el aire—. Fenris el Temible.
Un nombre muy idóneo, desde luego. Al comandante West le vinieron a la memoria las canciones que había oído en su infancia, historias de gigantes sedientos de sangre que habitaban en las montañas del lejano Norte. La sala quedó en silencio durante unos instantes.
—¡Ajá! —dijo sin inmutarse el Lord Chambelán— ¿Y están aquí para solicitar una audiencia con Su Augusta Majestad, el Gran Rey de La Unión?
—Así es, Milord Chambelán —respondió el viejo guerrero—. Bethod, nuestro señor, lamenta profundamente la enemistad que existe entre nuestras dos naciones. Su único deseo es mantener buenas relaciones con sus vecinos del sur. Traemos una propuesta de paz de parte de mi Rey para el suyo, así como un presente, en testimonio de nuestra buena fe. Eso es todo.
—Bien, bien —dijo Hoff sonriendo de oreja a oreja mientras se recostaba en el elevado respaldo de su silla—. Una gentil petición realizada con suma gentileza. Mañana, en el Consejo Abierto, podrán ver al Rey y presentarle su propuesta y su regalo en presencia de los principales pares del reino.
Ojo Blanco se inclinó respetuosamente.
—Os quedamos muy agradecidos, Milord Chambelán. —Dicho aquello, se volvió hacia la puerta, seguido de los dos adustos guerreros. La figura embozada se demoró unos instantes, luego se volvió lentamente y cruzó el umbral agachándose. Hasta que no se cerraron las puertas, West no pudo respirar con normalidad. Sacudió la cabeza y encogió los hombros, estaban empapados de sudor. ¿Canciones sobre gigantes? Simples leyendas. Un tipo grande enfundado en una capa, eso era todo. Claro que, bien mirado, la puerta aquella era francamente alta...
—¿Ha visto, maese Morrow? —Hoff parecía enormemente satisfecho de sí mismo—. ¡Nada que ver con esos salvajes de los que usted hablaba! Tengo la impresión de que estamos muy cerca de solucionar nuestros problemas en el norte, ¿no le parece?
El subsecretario no parecía estar nada convencido:
—Mmm... Sí, Milord, por supuesto.
—Pues claro que sí. Mucho ruido y pocas nueces. Ya ve en qué queda todo ese pesimismo derrotista de nuestros asustadizos conciudadanos del norte, ¿Guerra? ¡Bah! —Hoff volvió a descargar su mano contra la mesa, haciendo que el vino se saliera de la copa y se vertiera sobre la superficie de madera—. ¡Esos Hombres del Norte jamás osarían declararnos la guerra! ¡La próxima vez vendrán a pedirnos que les dejemos integrarse en la Unión! ¿Tengo o no razón, comandante West?
—Mmm...
—¡Bien! ¡Estupendo! ¡Al menos hemos podido hacer algo de provecho hoy! ¡Uno más y podremos abandonar este maldito horno! ¿Quién nos queda, Morrow?
El subsecretario frunció el ceño y se caló las gafas.
—Mmm... Tenemos a un tal Yoru Sulfur —dijo bregando con aquel nombre tan inusual.
—¿Quién ha dicho?
—Mmm... Sulfir, o Sulfor, o algo así.
—Nunca había oído ese nombre —refunfuñó el Lord Chambelán—, ¿qué clase de hombre es? ¿Un tipo del sur? ¡Mientras no sea otro campesino!
El subsecretario revisó sus notas y tragó saliva.
—Un emisario.
—Vale, vale, pero, ¿de quién?
Morrow estaba literalmente encogido, como un niño que teme que le vayan a soltar un cachete.
—¡De la Gran Orden de los Magos! —soltó de una tirada.
Se produjo un instante de anonadado silencio. Las cejas de West se alzaron y la boca se le quedó abierta, y, aunque no podía verlo, supuso que tras sus viseras los soldados debían de lucir idéntica expresión. De forma instintiva, hizo una mueca de dolor, anticipando la reacción del Lord Chambelán, pero Hoff sorprendió a todos soltando una monumental carcajada:
—¡Estupendo! Por fin vamos a divertirnos un poco. ¡Hace siglos que no teníamos aquí un Mago! ¡Hagan pasar al brujo ese! ¡No debemos hacerle esperar!
Yoru Sulfur resultó un poco decepcionante. Las ropas que llevaba eran bastante sencillas y estaban muy sucias; de hecho, apenas vestía mejor que el labriego Heath. Su báculo no estaba revestido de oro ni lucía en su empuñadura una reluciente bola de vidrio. Sus ojos no refulgían con una fuerza misteriosa. Parecía un hombre de lo más normal, un tipo de unos treinta y pico años, con aspecto de haber realizado un largo viaje, pero que, por lo demás, parecía sentirse absolutamente a sus anchas en presencia del Lord Chambelán.
—Buenas tardes, caballeros —dijo apoyándose en su báculo.
A West le estaba costando bastante trabajo adivinar su procedencia. De la Unión no, desde luego, tenía la piel demasiado oscura, y de Gurkhul o del lejano sur tampoco, su piel era demasiado clara. Del Norte y de Estiria tampoco. Debía de venir de más lejos, pero, ¿de dónde? Al mirarlo con más atención, West se percató de que tenía los ojos de distinto color, uno azul y el otro verde.
—Buenas tardes a usted también, caballero —dijo Hoff sonriendo como si realmente se las deseara—. Mi puerta siempre está abierta a la Gran Orden de los Magos. Dígame, ¿tengo el placer de estar hablando con el gran Bayaz en persona?
Sulfur parecía desconcertado.
—No, ¿es que me han anunciado mal? Soy Yoru Sulfur. El Maestro Bayaz es un caballero calvo —y, acto seguido, se pasó una mano por la mata rizada de cabellos castaños que cubría su cabeza—. Afuera, en la avenida, hay una estatua suya. Pero tuve el honor de estudiar con él varios años. Es un maestro muy sabio y poderoso.
—¡Por supuesto! ¡Por supuesto! ¿Qué podemos hacer por usted?
Yoru Sulfur se aclaró la garganta, como si se dispusiera a relatar una historia:
—A la muerte del Rey Harod el Grande, Bayaz, el Primero de los Magos, abandonó la Unión. Pero juró regresar algún día.
—Sí, sí, así es —dijo entre risas Hoff—. Muy cierto, hasta los niños pequeños lo saben.
—Y declaró que antes de que eso sucediera vendría un heraldo que anunciaría su llegada.
—Cierto también.
—Pues bien —dijo Sulfur sonriendo ampliamente—. Ése soy yo.
El Lord Chambelán estalló en un torrente de carcajadas:
—¡Ése es usted! —aulló dando golpes en la mesa. Harlen Morrow se permitió soltar una risita, pero se calló de inmediato cuando la sonrisa de Hoff comenzó a desvanecerse.
—Durante mi mandato como Lord Chambelán he recibido a tres miembros de la Gran Orden de los Magos que solicitaban audiencia con el Rey. Dos de ellos, evidentemente, estaban fuera de sus cabales, y el otro era un impostor de un descaro asombroso —apoyó los codos en la mesa, estiró los dedos y se inclinó hacia delante—. Dígame, maese Sulfur, ¿a qué clase de Magos pertenece usted?
—A ninguna de esas dos.
—Ya. En tal caso, traerá algún tipo de acreditación.
—Por supuesto. —Sulfur metió una mano en su zamarra y sacó una pequeña carta con un sello blanco que tenía estampado un extraño símbolo. Luego la dejó caer descuidadamente sobre la mesa delante del Lord Chambelán.
Hoff frunció el entrecejo. Cogió el documento y le dio la vuelta. Examinó atentamente el sello, se secó la cara con la manga de la toga, rompió la cera, desdobló el grueso papel y se puso a leer.
Yoru Sulfur no daba ninguna muestra de nerviosismo. Ni siquiera parecía que le afectara el calor. Se puso a pasear por la habitación, saludó con la cabeza a los guardias encorazados y no pareció molestarle no obtener ninguna respuesta. De pronto, se volvió hacia West.
—Vaya un calor que hace aquí. Es sorprendente que estos pobres chicos no se desmayen y se estrellen contra el suelo montando un estruendo similar al de un aparador repleto de cacerolas —West parpadeó. Era exactamente lo mismo que él había pensado.
El Lord Chambelán depositó la carta sobre la mesa con sumo cuidado; su buen humor parecía haberse esfumado.
—No creo que el Consejo Abierto sea el lugar indicado para tratar de este asunto.
—Soy de la misma opinión. Tenía la esperanza de obtener una audiencia privada con el Lord Canciller Feekt.
—Me temo que eso no será posible —Hoff se humedeció los labios—. Lord Feekt ha muerto.
Sulfur torció el gesto.
—Es una auténtica desgracia.
—Cierto, cierto. Todos hemos sentido enormemente su pérdida. Pero estoy seguro de que otros miembros del Consejo Cerrado podrán atenderle.
Sulfur inclinó la cabeza.
—Me dejo guiar por usted, Lord Chambelán.
—Trataré de concertar una reunión para esta misma noche. Entretanto, le buscaremos en Agriont un alojamiento... acorde con su condición —hizo una seña a los guardias y las puertas se abrieron.
—Muchas gracias. Lord Hoff, maese Morrow, comandante West —Sulfur les fue saludando uno por uno con una elegante inclinación de cabeza, y luego se dio la vuelta y salió. Las puertas se cerraron una vez más. West, entretanto, no paraba de preguntarse cómo era posible que aquel hombre supiera su nombre.
Hoff se volvió hacia el subsecretario de Audiencias.
—Vaya inmediatamente a ver al Archilector Sult y dígale que tengo que verle cuanto antes. Luego vaya a por el Juez Marovia y el Lord Mariscal Varuz. Dígales que es un asunto de la máxima importancia, y no diga ni una palabra de esto a nadie más que a ellos tres —y agitando el dedo delante de la sudorosa cara de Morrow, añadió—: ¡Ni una palabra!
El subsecretario, que tenía los anteojos torcidos, se le quedó mirando.
—¡Ahora mismo! —rugió Hoff. Morrow se puso de pie de un salto, se tropezó con el dobladillo de su toga y luego salió apresuradamente por una puerta lateral. A West se le había quedado la boca seca, y tragó saliva.
Hoff dirigió a cada uno de los presentes una severa y prolongada mirada.
—En cuanto a ustedes, ¡ni una palabra de esto a nadie o tendrán que atenerse a las consecuencias! —los soldados abandonaron ruidosamente la sala.
West no necesitaba que lo animaran y los imitó, dejando al Lord Chambelán cavilando en su sitial. Mientras cerraba la puerta, una confusa maraña de pensamientos sombríos se agolpaba en su mente. Retazos de las viejas leyendas sobre los Magos, temores de guerra en el Norte, imágenes de un gigante encapuchado que se alzaba hasta casi tocar el techo. Ese día, Agriont había recibido unos visitantes extraños y siniestros, y aquel cúmulo de preocupaciones empezaban a pesar en su ánimo. Trató de desembarazarse de ellas, diciéndose que no eran más que tonterías, pero entonces lo único en que pudo pensar fue en su hermana retozando por Agriont como una idiota.
West gruñó para sus adentros. Seguro que en ese preciso momento estaba con Luthar. ¿Por qué demonios se le había ocurrido presentarlos? Había esperado encontrarse a la misma jovencita patosa, enervante y deslenguada que recordaba de unos años atrás. Pero se había llevado una buena sorpresa cuando aquella mujer se presentó en sus aposentos. Casi no la había reconocido. Era una mujer hecha y derecha y, lo que era peor, muy atractiva. Luthar era arrogante, rico, apuesto y tenía el mismo autocontrol que cabe esperar de un niño de seis años. Sabía que habían vuelto a verse, y más de una vez. Sólo como amigos, claro. Ardee no conocía a nadie más allí. Sólo como amigos.
—¡Mierda! —maldijo. Era como poner a un gato junto a un plato de crema, confiando en que no se le ocurriría meter la lengua. ¿Por qué no lo había pensado mejor? ¡Aquello podía acabar en desastre! ¿Pero, a esas alturas, qué podía hacer él? Levantó la vista y miró hacia el fondo del pasillo.
No hay nada como contemplar la desgracia ajena para olvidarse de la propia, y al labriego Heath, desde luego, daba pena verlo. Estaba sentado a solas en un largo banco, pálido como un cadáver y con la mirada perdida. A falta de algún otro lugar adonde ir, debía de haber estado ahí sentado esperando inútilmente mientras los Sederos, los Hombres del Norte y el Mago entraban y salían. West echó un vistazo a ambos lados del pasillo. No se veía a nadie. Heath ni siquiera había advertido su presencia: tenía la boca abierta, los ojos vidriosos y en sus rodillas descansaba su desgastado sombrero.
No podía dejar así a aquel hombre, no tenía tripas para hacerlo.
—Buen hombre —dijo acercándosele. El campesino, sorprendido, alzó la cabeza, trató de coger torpemente su sombrero e hizo ademán de levantarse mientras murmuraba una disculpa.
—No, por favor, no se levante —West tomó asiento a su lado y bajó la vista para no tener que mirar a aquel hombre a los ojos. Durante unos instantes se hizo un silencio embarazoso—. Tengo un amigo en la Comisión de Tierra y Agricultura. Tal vez pueda hacer algo por usted... —se interrumpió azorado y miró de reojo al pasillo.