La voz de las espadas (57 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La voz de las espadas
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—La disponibilidad económica dependerá, como es natural, de los resultados.

Un tenue murmullo se extendió por la mesa. La mano temblorosa del Adepto Químico depositó cuidadosamente la fuente en la mesa.

—Últimamente he realizado grandes avances con los ácidos...

—¡Ja! —se burló el Adepto Metálico—. ¡Resultados, eso es lo que quiere el Inquisidor, resultados! ¡Mis nuevas aleaciones serán más resistentes que el acero cuando las haya perfeccionado!

—¡Y dale con las aleaciones! —suspiró Chayle alzando sus minúsculos ojos hacia el techo—. ¡Nadie sabe apreciar la importancia de un sólido pensamiento mecánico!

Los otros tres Adeptos se disponían ya a arremeter contra él, cuando el Administrador se les adelantó.

—¡Caballeros, por favor! ¡El Inquisidor no está interesado en nuestras pequeñas diferencias! Habrá tiempo para que todo el mundo hable de sus últimos trabajos y demuestre sus respectivos méritos. Esto no es una competición, ¿verdad, Inquisidor? —Todas las miradas se volvieron hacia él. Los ojos de Glokta recorrieron lentamente los rostros expectantes de los ancianos, pero no dijo nada.

—He puesto a punto una máquina para...

—Mis ácidos...

—Mis aleaciones...

—Los misterios del cuerpo humano...

Glokta los cortó en seco a todos.

—En realidad el campo en el que estoy interesado se corresponde con lo que supongo que ustedes llamarían sustancias explosivas.

El Adepto Químico se levantó de un salto.

—¡Ése es mi terreno! —gritó mirando triunfalmente a sus colegas—. ¡Tengo muestras! ¡Tengo ejemplos! ¡Haga el favor de acompañarme, Inquisidor! —Arrojó los cubiertos al plato y se dirigió a una de las puertas.

El laboratorio de Saurizin se correspondía hasta en sus más mínimos detalles con lo que cabía esperar de un lugar de esas características. Una habitación alargada con un techo abovedado, oscurecido a trechos por manchas circulares y vetas de hollín. Los muros estaban cubiertos en su mayor parte por unos estantes repletos de cajas, tarros y botellas que contenían polvos, líquidos y láminas de extraños metales. La distribución de los diferentes recipientes no parecía responder a ningún orden predeterminado y la mayoría de ellos carecía de etiquetas.
El orden no parece contarse entre sus prioridades
.

En los bancos de trabajo que había en medio de la sala reinaba una confusión aún mayor: estaban ocupados en su totalidad por unas elevadas estructuras de cristal y cobre roñoso: una maraña de tubos, matraces, platos y lámparas, una de estas últimas ardiendo con una llama viva. La impresión era que, de un momento a otro, todo aquel conjunto podía desmoronarse, vertiendo sobre cualquier desgraciado que tuviera la mala suerte de encontrarse cerca una generosa ración de hirvientes y letales sustancias venenosas. El Adepto Químico rebuscaba en medio de aquel desbarajuste como un topo en su madriguera.

—Veamos —farfulló mesándose su barba grasienta—, los polvos explosivos tenían que andar por aquí...

Mientras Glokta entraba renqueando en la sala lanzó una mirada aprensiva a aquel caos de tubos. Al instante, arrugó la nariz. La atmósfera estaba impregnada de un olor acre y repulsivo.

—¡Aquí está! —cacareó el Adepto blandiendo un tarro polvoriento lleno hasta la mitad de unos gránulos negros. Luego posó su fornido antebrazo sobre uno de los bancos y barrió con estrépito las piezas de cristal y metal para dejar un sitio libre. —¡Es una sustancia muy escasa, sabe Inquisidor, muy escasa! —quitó la tapa y vertió un reguero de polvo negro sobre la madera—. ¡Muy pocos hombres han tenido la suerte de ver cómo actúa esta sustancia! ¡Y usted está a punto de ser uno de ellos!

Glokta, por si las moscas, dio un paso atrás; la imagen del enorme boquete abierto en el muro de la Torre de las Cadenas seguía fresca en su memoria.

—Confío en que no correremos ningún riesgo si nos mantenemos a esta distancia.

—Por supuesto que no —susurró en tono precavido Saurizin, y, acto seguido, extendió el brazo y aplicó una vela encendida al extremo del reguero de polvo—. No hay peligro algu...

El polvo hizo «pum» y luego se produjo una lluvia de chispas blancas. El Adepto Químico pegó un bote hacia atrás, que a punto estuvo de hacerle chocar con Glokta, y dejó caer la vela encendida. Se oyó otro «pum» más fuerte y de nuevo saltaron las chispas. Una hedionda humareda comenzó a esparcirse por el laboratorio. Luego se produjo un destello, un ruidoso estallido, un leve chisporroteo, y ahí se acabó el asunto.

Saurizin sacudió el aire con las holgadas mangas de su toga para tratar de disipar la humareda, que ya había sumido la sala en una profunda oscuridad.

—Impresionante, ¿eh, Inquisidor? —alcanzó a preguntar antes de verse acometido por un ataque de tos.

No tanto
. Glokta apagó la vela encendida aplastándola con la bota y luego se abrió paso entre las tinieblas para acercarse al banco. Apartó el montón de cenizas con el dorso de la mano. En la superficie del banco había quedado una marca negra, pero eso era todo. De hecho, lo único verdaderamente impresionante era aquel humo apestoso cuyo picor comenzaba a irritarle la garganta.

—Desde luego, produce mucho humo —dijo con voz ronca.

—Así es —dijo orgulloso el Adepto entre tos y tos—, y su hedor asciende hasta los cielos.

Los ojos de Glokta volvieron a posarse en la mancha negra del banco.

—¿Si se dispusiera de una cantidad suficiente de esta sustancia sería posible, por ejemplo, abrir un boquete en un muro?

—Posiblemente... ¿quién sabe lo que se podría llegar a hacer si se pudiera disponer de una cantidad suficiente? Pero, que yo sepa, nadie lo ha intentado todavía.

—¿En un muro de más de un metro de espesor, por ejemplo?

El Adepto torció el gesto.

—Quizás, ¡pero para eso se necesitarían varios barriles llenos a rebosar! ¡Varios barriles! ¡No hay cantidad suficiente en toda La Unión para eso y, además, el coste sería enorme! Debe de entender, Inquisidor, que los componentes se importan de Kanta, en el lejano sur, y que ni siquiera allí son muy abundantes. Desde luego, estaría encantado de investigar el asunto, pero para ello necesitaría contar con una subvención bastante considerable...

—Gracias por haberme dedicado su tiempo —Glokta se dio media vuelta y renqueó en dirección a la puerta entre el humo que comenzaba a disiparse.

—¡Últimamente he hecho grandes progresos con los ácidos! —gritó con voz cascada el Adepto—. ¡Seguro que también le interesarán! —tomó aliento y exclamó—: ¡Grandes progresos... dígaselo al Archilector! —luego volvió a acometerle la tos. Glokta cerró lentamente la puerta tras de sí.

Una pérdida de tiempo. Es imposible que el amigo Bayaz introdujera en la sala unos barriles de ese polvo sin que nadie se diera cuenta. Y, además, ¿adónde fue a parar el humo y el tufo insoportable? Una pérdida de tiempo.

Silber estaba al acecho en el vestíbulo.

—¿Hay algo más que podamos enseñarle, Inquisidor?

Glokta se quedó en silencio unos instantes.

—¿Quién hay aquí que sepa algo de magia?

Los músculos de la mandíbula del Administrador se tensaron.

—Lo dice en broma, ¿no?

—No acostumbro a bromear, he dicho magia.

Silber entornó los ojos.

—Debe entender que ésta es una institución científica. En un lugar como éste la práctica de eso que llaman magia sería absolutamente... inadecuada.

Glokta le lanzó una mirada torva.
Maldito imbécil, no le estoy pidiendo que me saque una varita
.

—¡Mi interés es meramente histórico! —le espetó—. ¡Ya sabe, la Orden de los Magos, Bayaz y todas esas cosas!

—Ah, entiendo, un interés meramente histórico —el tenso semblante de Silber se distendió un poco—. En nuestra biblioteca disponemos de un amplio catálogo de textos antiguos, algunos de ellos pertenecientes a unas épocas en las que la magia no era considerada algo tan... chocante.

—¿Quién puede orientarme?

El Administrador alzó las cejas.

—Bueno, supongo que el Adepto Histórico, aunque por desgracia es casi una reliquia.

—Se trata de hablar con él, no de retarle a un combate de esgrima.

—Por supuesto, Inquisidor, sígame.

Glokta agarró el pomo de una vetusta puerta, tachonada de remaches negros, y empezó a girarlo. Pero de inmediato sintió que Silber le retenía el brazo.

—No —le dijo bruscamente mientras tiraba de él hacia el pasillo de al lado—. A la biblioteca se va por aquí.

El Adepto Histórico, en efecto, parecía formar parte de la historia antigua. Su rostro no era más que una máscara de piel arrugada, flácida, casi transparente. Unos cuantos cabellos blancos colgaban despeinados de su cabeza. No tendría ni una cuarta parte de lo que suele ser normal, pero cada uno de ellos era cuatro veces más largo de lo habitual, y, así, sus cejas, a pesar de ser poco pobladas, se expandían en todas direcciones como si fueran los bigotes de un gato. Su boca colgaba laxa, débil, desdentada. Sus manos parecían dos guantes desgastados de una talla varias
veces
mayor que la suya. Sólo en sus ojos, que escudriñaban a Glokta y al Administrador mientras se acercaban, se adivinaba algún signo de vida.

—¿Una visita? —graznó el anciano, dirigiéndose aparentemente a un enorme cuervo que había posado en su escritorio.

—¡Le presento al Inquisidor Glokta! —bramó el Administrador inclinándose sobre la oreja del anciano.

—¿Glokta?

—¡Viene de parte del Archilector!

—¿Ah sí? —Los avejentados ojos del Adepto Histórico escrutaron a Glokta.

—Está un poco sordo —susurró Silber—, pero nadie conoce estos libros mejor que él —luego miró las interminables filas de estanterías que se perdían en la oscuridad y pareció reconsiderar lo que acababa de decir—. Nadie más los conoce.

—Gracias —dijo Glokta—. El Administrador inclinó la cabeza y luego se dirigió hacia las escaleras. Glokta dio un paso para acercarse al anciano y el cuervo alzó el vuelo, soltando una lluvia de plumas, y se puso a aletear frenéticamente pegado al techo. Glokta retrocedió cojeando penosamente.
Maldita sea, creía que estaba disecado
. Se quedó un rato observándolo con desconfianza hasta que por fin el pájaro se posó en lo alto de una de las estanterías y se quedó quieto mirándole con sus ojos amarillos.

Glokta agarró una silla y se dejó caer en ella.

—Necesito obtener información sobre Bayaz.

—Bayaz —musitó el anciano Adepto—. La primera letra del antiguo alfabeto, muy bien.

—No sabía eso.

—El mundo está lleno de cosas que usted desconoce, jovencito —el pájaro soltó un áspero graznido que retumbó en medio del polvoriento silencio de las estanterías—. Lleno a rebosar.

—En tal caso comencemos con mi educación. Quien me interesa es Bayaz el hombre, el Primero de los Magos.

—Bayaz. El nombre que el gran Juvens dio a su primer aprendiz. Una letra, un nombre. Primer aprendiz, primera letra del alfabeto, ¿entiende?

—Ya me doy cuenta. Dígame, ¿existió realmente?

El anciano Adepto torció el gesto.

—Indudablemente. ¿No tuvo usted un tutor de niño?

—Sí, por desgracia.

—¿Y no le enseñó historia?

—Lo intentó, pero yo tenía la cabeza en otras cosas. La esgrima, las chicas.

—Ah, hace mucho que esas cosas dejaron de interesarme.

—A mí también. Pero volvamos a Bayaz.

El anciano exhaló un suspiro.

—Hace mucho tiempo, cuando aún no existía la Unión, Midderland estaba constituida por una serie de pequeños reinos, a menudo enfrentados entre sí, que iban surgiendo y desapareciendo con el paso de los años. En uno de ellos reinaba un hombre llamado Harod, el mismo que más tarde sería conocido como Harod el Grande. Supongo que habrá oído hablar de él, ¿no?

—Por supuesto.

—Un día, Bayaz se presentó en el salón del trono de Harod y prometió convertirle en el rey de todo Midderland si hacía lo que él le dijera. Harod, que era joven y bastante testarudo, no le hizo caso, pero entonces Bayaz partió en dos la gran mesa del salón con su Arte.

—Magia, ¿eh?

—Eso es lo que cuenta la historia. Harod se quedó impresionado...

—Es comprensible.

—... y se avino a aceptar el consejo del Mago.

—¿Que era...?

—Que estableciera su capital aquí, en Adua. Que hiciera las paces con algunos de los reinos, que declarara la guerra a otros, y cuándo y cómo debía de hacerlo —el anciano entornó los ojos y miró fijamente a Glokta—. Oiga, ¿quién cuenta aquí la historia, usted o yo?

—Usted.
Y se lo está tomando con mucha calma, por cierto
.

—Bayaz cumplió su palabra. Transcurrido un tiempo, Midderland se unificó y Harod se convirtió en el primero de los Grandes Reyes. Había nacido la Unión.

—¿Y luego qué ocurrió?

—Bayaz pasó a ser el principal consejero de Harod. Según se dice, todas nuestras leyes y códigos, incluso la propia estructura de nuestro sistema de gobierno, fueron creación suya y apenas han cambiado desde aquellos tiempos lejanos. Fue él quien estableció los dos Consejos, el Cerrado y el Abierto, y también fue él quien creó la Inquisición. A la muerte de Harod abandonó la Unión, pero prometió regresar algún día.

—Ya veo. ¿Y cuánto de esto cree usted que es verdad?

—Es difícil saberlo. ¿Mago? ¿Brujo? ¿Mero ilusionista? —el anciano miró la titilante llama de la vela—. Para un bárbaro esa vela puede ser cosa de magia. La línea que divide la magia del engaño es muy fina, ¿no cree? No cabe duda, en cualquier caso, que Bayaz debió de ser un hombre adelantado a su época.

Todo esto no me sirve absolutamente para nada.

—¿Y qué pasaba antes?

—¿Antes de qué?

—Antes de la Unión. Antes de Harod.

El anciano se encogió de hombros.

—Durante las edades oscuras no se concedía mucha importancia al registro de la historia. El mundo quedó sumido en el caos después de la guerra entre Juvens y su hermano Kanedias...

—¿Kanedias? ¿El Maestro Creador?

—El mismo.

Kanedias. Sus ojos miran hacia abajo desde las paredes de mi pequeño salón en los sótanos de la deliciosa mansión de Severard. Juvens ha muerto y sus once aprendices, los Magos, se aprestan a vengarlo. Ese cuento ya me lo conozco.

—Kanedias, el Maestro Creador, ¿existió? —susurró Glokta mientras contemplaba mentalmente la oscura figura recortada sobre un fondo de llamas.

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