Payne asintió, había comprendido.
—Por curiosidad, ¿qué hace el señor Pelati para impedir las excavaciones ilegales?
—Tiene un equipo especial que vive en Orvieto y lo vigila todo. Se dice que mucha gente que va allí a buscar las Catacumbas luego no vuelve. Con el tiempo, la gente ha dejado de buscar el tesoro… Por un mito no vale la pena morir.
—Hipotéticamente —dijo Jones—, si alguien quisiera cavar allí, ¿qué necesitaría?
Frankie se encogió de hombros.
—Permiso del
signor
Pelati. Pero como digo, él no lo va a dar. El
signor
Pelati no va a dejar que alguien encuentre el tesoro de Orvieto. ¡
In nessun momento
! En Italia, un hombre importante como Benito Pelati prefiere estar muerto a quedar como un tonto.
Payne y Jones siguieron conversando con Frankie hasta que éste tuvo que volver a su trabajo. Ellos se quedaron en el laboratorio, examinando las fotos del accidente. Todas habían sido tomadas desde la meseta. La primera mostraba una vista panorámica del paisaje; las otras eran de los destrozos, sobre todo del camión de Boyd y el costado izquierdo del helicóptero. Tenía casi toda la parte posterior quemada, pero así y todo podían verse los últimos tres dígitos del número de serie.
—Esto es más o menos todo lo que hay, a menos que contemos éstas —dijo Payne.
Curiosamente, las últimas dos fotos del carrete estaban tomadas desde el extremo opuesto del risco, lo que significaba que Barnes había caminado varios metros para fotografiar el choque desde otro ángulo. A Payne le parecía una enorme pérdida de tiempo, porque no se veía nada importante: casi todo era vidrio quemado, rocas enormes y trozos de metal chamuscado.
—Entonces, ¿qué más sabemos ahora?
—Sabemos que Barnes estaba diciendo la verdad. El helicóptero se estrelló contra el camión, pero en el periódico el camión ni se mencionaba. Eso me parece raro.
—Quizá tenga algo que ver con dónde estaba el camión —sugirió Payne—. A los pies de la meseta no hay ninguna carretera, así que Boyd tuvo que salirse bastante del camino
para
llegar allí abajo. ¿Por qué haría algo así? Si era un ladrón, como dice la CIA, ¿por qué iba a arriesgarse a conducir hasta allí a menos que fuera necesario? Si quería ocultarse, habría aparcado donde lo hicimos nosotros y después habría entrado en Orvieto andando, como un turista.
Jones estuvo de acuerdo.
—Pero todavía hay más: si Boyd estaba allí para llevar a cabo una excavación ilegal, de ningún modo habría aparcado en ese sitio con los hombres de Pelati tan cerca, porque seguramente éstos lo habrían visto. A menos, claro, que no le preocuparan los hombres de Pelati… Espera, quizá sea eso lo que estamos pasando por alto. ¿Puede ser que no se estuviese escondiendo de Pelati porque trabajaba para él?
—¿Haciendo qué? ¿Buscando el tesoro enterrado?
—Tal vez. Eso explicaría que el camión estuviera en el valle. No le preocupaba que lo vieran y quería tener su equipo lo más cerca posible.
—¿Y el helicóptero?
Jones se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Tal vez estaba allí para proteger a Boyd y algún entrometido lo derribó. O tal vez pertenecía a unos cazadores de tesoros y el equipo de Pelati se deshizo de él.
—Puede que perteneciera a la CIA. ¿Has pensado en esa posibilidad?
—Se me ha ocurrido, sí. —Examinó la parte posterior del helicóptero—. Si tuviese que adivinar, diría que este pájaro fue construido por Bell. Quizá forme parte de su serie 206, posiblemente un L-l.
—¿Puedes saber todo eso sólo con lo que ves en la foto?
—Créeme, éste era un Bell. Igual que el helicóptero que usaban Manzak y Buckner, incluso del mismo color: tan negro como mi tío Jerome.
Payne le arrebató la fotografía.
—Probablemente no sea una coincidencia, ¿eh?
—Probablemente no.
—Lo que significa que un helicóptero estaba en Pamplona mientras que en Orvieto había otro.
—Sí, pero ahí es donde las cosas se ponen difíciles. Nadie sabe qué estaban haciendo. Ni siquiera sabemos con quiénes hablamos en Pamplona, porque Manzak y Buckner están muertos. Y a propósito de muerte, ¿por qué iban a matar a Donald Barnes y a toda la gente del autobús?
—Sí, es cierto. No tiene sent…
Payne se detuvo en mitad de la frase, al sonar el teléfono del laboratorio. Probablemente no debería contestar, pero era pasada la medianoche y sintió curiosidad. Por fortuna, resultó ser una decisión acertada, porque era Frankie, y sonaba muy excitado:
—Salgo ahora de la biblioteca. Traed las fotos y venid a mi oficina. ¡Os prometo que os gustará! ¡Esto va a ser bueno!
L
a sola idea de tener que pedirle ayuda a su padre era suficien te para que María no pudiese dormir. No importaba cuánto intentara racionalizar, simplemente no podía con la ideología de él: las mujeres eran débiles, y los hombres, fuertes. La ponía furiosa. ¿Cómo era posible que alguien que vivía en el siglo
XXI
pensara de manera tan anticuada? Y aún peor; sabía que si acudía a pedirle ayuda, él utilizaría eso como prueba de que, cuando las cosas se ponían difíciles, las mujeres necesitaban a los hombres.
Pero después de todo, ¿qué alternativa tenía? Si quería hacer público lo de las Catacumbas, necesitaba tener todos los documentos oficializados por el ministerio de su padre. De otro modo, Boyd y ella serían considerados saqueadores de tumbas, no arqueólogos, y perderían los derechos sobre todo lo que encontraran. El hecho de que él fuera un sexista tan grande y un cabrón de padre no cambiaba nada. Era el ministro de Antigüedades, y tenía que ser informado de inmediato.
Ambos lo sabían, pero así y todo era una llamada que ella no estaba dispuesta a hacer.
No podía soportar la idea de que él la rescatara a ella. El muy bastardo la había abandonado cuando era una niña, dándole la espalda cuando más lo necesitaba, así que ella se negaba a acudir a él. No si podía evitarlo. Por nada del mundo.
—
Professore
—susurró—, es hora de levantarse. Está a punto de salir el sol.
Boyd abrió un ojo y luego el otro, buscando desesperadamente alguna referencia que le dijera dónde estaba. Lo prime ro que vio fue el intrincado dibujo de las telarañas que colgaban del techo. Después sintió el frío del suelo de cemento en la espalda. Inspiró hondo y percibió con claridad el olor a orina en el aire. Ah, sí. Los recuerdos se ordenaron: estaba en un almacén.
—¡Venga! —Ella chasqueó los dedos—. Tenemos que salir de la ciudad antes de la hora del desayuno.
—¿Y eso por qué, querida?
—Porque estamos a punto de aparecer en la portada del periódico local, y una vez que la gente la haya visto, las posibilidades de que nos reconozcan aumentan considerablemente.
En cuanto Payne y Jones entraron en la oficina de Frankie, lo vieron rebosante de entusiasmo.
—Uno de mis trabajos es editar el boletín mensual. Muchas fotos, historias, muchas cosas de ésas. —Revolvió en su escritorio y encontró un boletín viejo, de los que enviaban a los graduados y a los que daban dinero a la institución—. Lo hago todo yo, desde aquí.
—Eso está muy bien —dijo Payne—, pero ¿qué tiene que ver con nosotros?
Frankie fue hasta su ordenador y abrió el escáner.
—Escaneamos las fotos. Las ampliamos en pantalla y vemos por qué son tan importantes. Buena idea, ¿no?
A Payne le pareció que sí, y le entregó las fotos. Frankie colocó la primera y le dio a un botón.
El propósito básico de un escáner es convertir un documento a formato digital (es decir, a un archivo informático) para que pueda ser almacenado en un disco o manipulado en pantalla. A ellos les interesaba lo segundo, y agrandar varias veces las fotos de Barnes. Pasaron diez segundos y comenzaron a aparecer las primeras señales de color. Los tres contemplaban la imagen mientras iba cubriendo lentamente la pantalla: un arco de puntos aquí, una silueta grande más allá… Al cabo de un momento se hizo evidente que la fotografía estaba al revés. Jones era quien más experiencia tenía en asuntos informáticos, así que se ofreció a colocarse al teclado.
—No hay problema —presumió. Hizo girar la imagen ciento ochenta grados mientras seguía ampliándose—. Muy bien, ¿qué queréis ver primero?
Payne señaló una sección con escombros.
—Haz un zoom sobre el helicóptero. Quiero ver si podemos ver algo más del número de serie además de los tres últimos dígitos.
Jones se movió por la barra de herramientas y esperó que la imagen se redibujara. La pantalla se llenó de chatarra, pero no se veían más números.
—¿Y ahora qué?
—No lo sé. Esperaba que del helicóptero sacáramos algo de provecho. Quizá si…
Entonces se le ocurrió otra cosa.
—Eh, Frankie, dame las fotos. —Echó un vistazo a la pila hasta que encontró la que buscaba—. Prueba con ésta.
Frankie la colocó en el escáner y pronto apareció la imagen en pantalla.
—Haz un zoom sobre el camión —dijo Payne—. Quizá podamos ver una marca, o el modelo.
Jones movió el ratón.
—¿Y eso de qué servirá?
—Apuesto a que el camión de Boyd era de alquiler. Y si podemos averiguar dónde lo alquiló, puede que consigamos alguna información extra, ¿no?
Cuando la imagen del camión apareció en pantalla en primer plano, comprendieron que estaban al borde de un gran descubrimiento. Jones le dio ansioso al teclado y agrandó aún más la imagen, hasta que no sólo pudieron ver la marca y el modelo del camión, sino incluso la matrícula.
—¡
Mamma mía
! —Frankie estalló de alegría—. ¡Eres bueno!
—Gracias —dijo Jones, e imprimió la imagen—, pero todavía no hemos acabado.
Jones se conectó a Internet y entró a su página personal utilizando su clave secreta. A pesar de que rara vez usaba su sistema fuera de la oficina, la había configurado de modo que pudiera acceder a ella desde cualquier ordenador del mundo. Una vez dentro, tecleó el número de la matrícula del camión en un buscador militar, y obtuvo el nombre del titular del vehículo. Pertenecía a la Golden Chariots, una agencia de alquiler que estaba en las afueras de Roma. Después, con otro clic del ratón, fue al sitio web de la empresa para buscar algo que pudiera ayudarlos en su investigación.
—¿Qué estás buscando? —preguntó Frankie—. ¿Un nombre? ¿Una dirección? ¿Un cupón de descuento?
—No. Necesito una hotline de veinticuatro horas a la que pueda llamar esta noche.
Frankie señaló la pantalla.
—¡Mira! Ahí, ése es el número, ¿no?
Jones asintió.
—Y como lo has encontrado tú, voy a dejar que hagas tú la llamada.
—¿Yo? ¿Por qué yo? ¿Por qué tengo que hacer yo la llamada?
—Frankie, cálmate. Yo haré la parte difícil. Lo único que quiero que hagas tú es llamar a este número y fingir que eres el gerente de un hotel local. No me importa cuál, lo eliges tú, ¿de acuerdo? Después quiero que averigües si el encargado de los alquileres habla inglés. Si es así, dile que uno de tus huéspedes necesita hablarle sobre un problema con el coche, ¿lo has entendido?
—Sí, lo he entendido. ¿Y si no habla inglés?
—Entonces le hablaré en italiano. Pero nuestro plan funcionaría mejor en inglés.
Frankie asintió y marcó el número, aunque no tenía ni idea de lo que Jones planeaba. Tampoco lo sabía Payne, pero aun así palmeó a Frankie en el hombro y le dijo que todo estaba bien. Después de que el teléfono sonara cuatro veces, lo atendió una mujer, y Frankie le explicó rápidamente en italiano quién era y lo que necesitaba. Afortunadamente, ella dijo que hablaba inglés y que no tenía problema en hablar con Jones. Frankie le pasó el teléfono y le susurró:
—Se llama Gia.
Jones le dio las gracias guiñándole un ojo.
—Gia, siento mucho llamarla tan tarde, pero ha habido un accidente.
—¿Está usted bien? —preguntó ella en un inglés casi perfecto.
—Estoy bien. Un poco vapuleado, pero bien. Aunque no puedo decir lo mismo de su camión.
—¿El vehículo ha quedado en mal estado?
—Sí, tiene todo el costado abollado. Le he dado un buen golpe.
—¿Disculpe? —dijo ella, confundida—. No le comprendo. ¿Ha golpeado usted el camión?
—¿Qué? ¡No! —Jones suspiró lo suficientemente fuerte como para que ella lo oyera—. Lo siento, supongo que lo estoy explicando muy mal. Tendrá que disculparme, todavía estoy un poco aturdido.
—No hay problema, señor. Respire profundamente y dígame lo que ha pasado.
Tomó una bocanada de aire.
—Bueno, vamos a intentarlo de nuevo. Yo alquilé un coche a otra agencia, no a ustedes, y cuando estaba saliendo de mi aparcamiento, choqué contra uno de sus camiones. Debí haberlo visto, porque lo tenía justo detrás, pero, bueno, el caso es que no lo vi y lo golpeé bastante fuerte.
Se oyó el sonido de un tecleo antes de que ella comentara:
—¿Y está muy dañado el vehículo?
—Sí, señora. Le abollé todo el costado y le rompí una ventana.
Más tecleo.
—¿Y por qué nos llama usted en lugar del que alquiló el camión?
—Bueno, ése es el asunto. No sé a quién pertenece. Supongo que debe de ser algún huésped del hotel, porque estaba aparcado allí, pero no sé quién. He entrado y le he preguntado al gerente si él lo sabía, pero no. Entonces me ha sugerido que los llamara a ustedes.
El tecleo continuaba.
—¿Y está usted seguro de que se trata de uno de nuestros vehículos?
—Creo que sí. Cuando miré si había alguien dentro, vi un folleto en el asiento delantero con el nombre de su empresa. De allí he sacado este número de teléfono, de hecho.
Hubo un silencio de unos segundos al otro lado de la línea.
—¿Tiene algún otro dato, señor? ¿La marca del camión, el número de registro, la…?
—Tengo el número de matrícula. ¿Eso le serviría?
—Sí, señor, eso sería perfecto.
Jones le leyó los dígitos y esperó su respuesta.
—Lo siento, señor, pero parece que algo no concuerda. La matrícula que me ha dado pertenece a uno de nuestros vehículos, pero su itinerario no pasa por Milán. Usted está allí, ¿verdad?
—Sí, señora.
—Entonces no entiendo cómo puede haber chocado contra ese camión. El vehículo con esta matrícula debería estar en Orvieto, no en Milán.
—¿Orvieto? —dijo él, fingiendo estar confundido—. ¿Eso está cerca de aquí?