—¿
Professore
? ¿Dónde está? ¿Pasa algo?
Al no oír ninguna respuesta, la preocupación fue reemplazada por el miedo. ¿Y si alguien lo hubiese encontrado? ¿Y si hubiese tropezado en la oscuridad y se hubiese lastimado? ¿Y si alguien…?
Justo entonces, María notó un movimiento detrás de ella. Se agazapó bajo varias telarañas y esquivó una pila de cajas mientras se dirigía hacia las luces del coche. Para su sorpresa, cuando alcanzó la callejuela, vio a Boyd a sentado en el capó del Fiat.
—¡
Professore
! Lo he estado buscando por todas partes. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Con un poco de ayuda, querida.
Ella sonrió. Contenta de verlo a salvo.
—Las luces han sido útiles, ¿no cree?
—Lamentablemente, no era eso lo que quería decir.
—¿Cómo que no? ¿De qué está hablando entonces?
En este momento, Payne decidió presentarse:
—Lo que intenta decirte es que yo lo arrastré hasta aquí.
Ella se volvió y vio su Beretta y sus ojos impenetrables detrás de las gafas.
—¿Quién coño eres tú? —dijo en italiano—. ¿Qué quieres de nosotros?
Pero Payne se negó a responder. En lugar de eso, la agarró del pelo y la arrojó contra el auto, empujando su rostro contra el cálido metal del Fiat. Ella se resistió un poco hasta que entendió quién mandaba. A continuación, él aumentó el control apretando la rodilla contra sus muslos e inmovilizándola con su peso. En esa postura, pudo cachearla y atarle las manos a la espalda con un trozo de cuerda que había encontrado en el almacén. Cuando ya la tuvo indefensa, le dijo:
—Ahora sí, ¿qué me estaba diciendo?
Ella lo miró confundida. Daba por hecho que Payne era de la
polizia
debido a su Beretta y su pelo oscuro. Pero cuanto más lo oía hablar, más convencida estaba de que era americano.
—¿Quién eres? —le preguntó en inglés—. ¿Y qué demonios quieres?
A Payne le hizo gracia la irreverencia.
—Eh, doc, ¿de dónde la ha sacado? Es respondona, ¿eh?
—Has dicho una maldita verdad, soy muy respondona. Ahora contesta a mi jodida pregunta antes de que empiece a gritar.
—¿Perdone?
Payne dio un paso adelante y le puso el revólver bajo la barbilla tapándole la boca con la mano.
—Escuche, señorita, no estoy seguro de que entienda la situación, así que voy a explicársela. Antes que nada, ¿cómo te llamas? Creo que no es apropiado que siga tratándote de señorita si no te comportas como tal.
—
Mmrria
.
Aflojó la mordaza hasta que pudo entenderla.
—Me llamo María.
—Ok, María, ésta es la situación: tengo un revólver apuntando a tu garganta. ¿Lo notas?
Ella asintió con cuidado.
—Bien. Es difícil no notarlo, ¿eh?
Ella asintió de nuevo.
—Bien, así me gusta. Ahora, esto es lo que vamos a hacer: yo hago una pregunta y tú la respondes. Con dulzura, ¿ok? Nada de gritos, enfados, ni protestas. A los hombres con pistolas no les gustan las chicas respondonas, ¿me has entendido? —Ella asintió de nuevo—. Perfecto, mi compañero y yo tenemos unas cuantas preguntas que haceros, chicos.
—¿Tu compañero?
Jones abrió la puerta del Fiat para hacerse presente.
—Oh —gruñó ella.
—
¿Oh
? —la imitó Jones—. ¿Acabo de hacer una entrada de película y lo único que se te ocurre decir es «Oh»?
Ella lo miró con desprecio.
—¿Qué hubieses querido escuchar?
—No lo sé. Suponía que una chica tan bonita como tú intentaría por lo menos elogiar mi aspecto. Ya sabes, utilizar el encanto sexual para zafarte de ésta. Y si eso no funcionaba, que entonces me apalearías como al guardia de seguridad de la biblioteca.
El rostro de María se puso de color grana.
—Juro que nunca le hice daño a ese chico. Sólo quería que me dejase salir. ¡Eso es todo! Tenía que advert…
Payne esperó a que terminase la frase, pero no lo hizo.
—¿A quién querías advertir? ¿A tu novio?
—¡Dios santo! —exclamó Boyd—. Yo no soy su novio. ¿Qué clase de hombre creéis que soy? María es sólo una alumna mía. ¡Nada más!
—¿Una alumna? —repitió Payne—. Una alumna del crimen, quizá. Tal como yo lo veo, se han metido en un verdadero lío. El helicóptero en Orvieto, la explosión del autobús, el guardia de la biblioteca con las pelotas inflamadas. Mal, mal, mal. Deberían estar avergonzados.
—¿Avergonzados? —gritó ella—. ¡No hemos hecho nada malo! Lo del helicóptero y lo del guardia fue en defensa propia. Y lo del autobús fue un atentado contra nuestras vidas.
—¿Contra vuestras vidas? ¡Por favor! ¿Por qué querría alguien matar a tanta gente sólo para acabar con vosotros?
Ella estaba dispuesta a responder, pero vio a Boyd moviendo imperceptiblemente la cabeza.
—Vamos —les incitó Payne—. Lo sabemos todo sobre el tesoro de las catacumbas. ¿O es que hay otro secreto que estáis tratando de esconder?
La boca de Boyd empezó a abrirse.
—Pero ¿cómo? ¿Quién…? ¿Quiénes sois vosotros dos?
—Dígame, doc, ¿por qué deberíamos responderle? Ustedes no responden a nuestras preguntas, por qué tendríamos que responder a las suyas.
—No sé —rió Jones—, quizá deberíamos presentarnos. Es lo que dicta la cortesía.
—Sí, quizá estés en lo cierto. —Payne se volvió hacia Boyd y sonrió—. ¡Hola!, soy Jon y éste es mi colega D. J. Trabajamos para la
CIA
.
—¿La CIA? —repitió Boyd.
—Si, Herr doctor. ¡Y sabemos que usted es un espía! —replicó Payne imitando el acento alemán.
—¿Un espía? ¿En qué mundo vive?
—Dejémonos de juegos, doctor. Lo sabemos todo sobre su pasado.
—¿Mi pasado?
—Ya sabe —dijo Payne—, cuando se dedicaba a robar antigüedades por media Europa, y se las ingeniaba para esconderlas. No era un mal plan. Pero ¿en qué mundo un chico educado como usted podría traicionar a dos chicos como Manzak y Buckner? Esos tipos son de cuidado.
De repente, los ojos de María se llenaron de dudas.
—¿
Professore
?
—¡Por el amor de Dios! No debes creer a estos tipos. ¡Jamás oí algo más escandaloso! ¿Traicionar a la CIA? ¡Eso sí
que
es un absurdo!
—¿Y qué me dice de Transportes Americanos Internacionales? ¿No le recuerda ese nombre algo?
El caparazón de Boyd comenzó a agrietarse.
—Sí, pero…
—Pero ¿qué? Le han estado financiando durante años, ¿no es cierto?
—Sí, pero eso no significa…
—¿No significa qué? ¿No significa que usted ha estado relacionado con la CIA? ¡Vamos! Mi información proviene del Pentágono. Sé que está en la nómina de la
CIA
.
Boyd parpadeó varias veces, tratando de mantener la compostura.
—Puede que sea cierto, pero eso no significa que los haya traicionado. Es decir… —Su voz se apagó.
—Continúe —insistió Payne—. Seguro que hizo algo que los molestó. No nos habrían metido en esto si usted no fuese una prioridad.
El pánico asomó a los ojos de Boyd.
—¿Quiénes?
—Ya me ha oído. Nos enviaron para encontrarlo. Somos especialistas.
—¡Espera un momento! ¿Quieres decir que vosotros no trabajáis en la CIA?
—¡Diablos, no! —dijo Payne—. Nosotros somos cazarreceompensas de primera clase, contratados para atraparlo.
Buscó en su bolsillo y extrajo el dispositivo de rastreo de Manzak.
—Apretamos este botón, y nuestra misión estará cumplida. Vendrán de inmediato, y nosotros podremos marcharnos a casa.
Boyd contempló el dispositivo varios segundos.
—Sí, os iréis a casa… pero ¡en jodidas bolsas de cadáveres!
El comentario dejó boquiabierta a María. Era la primera vez que le oía ese tipo de lenguaje.
—¡Jesús! —continuó Boyd—. ¡Abrid vuestros malditos
ojos
de una
vez
! La CIA no recurre a extraños para sus cosas. Tiene agentes en todo el mundo listos para enfrentarse a cualquier situación. Es imposible que utilizasen gente ajena a su red para buscarme. ¡No es así como operan!
—¿Ah, sí? —contestó Jones—. ¿Y qué lo ha convertido en un experto en el tema?
Boyd clavó su mirada en Payne.
—Yo soy uno de esos agentes.
—¿Perdón? —exclamó Payne.
—¡¿Qué?! —gritó María.
—Ya me habéis oído. He trabajado para ellos durante años, aprovechando mi condición de académico para viajar al extranjero.
Jones hizo un gesto de burla.
—¿En serio? ¿Y qué clase de agente revela su identidad así, de buenas a primeras? Uno falso, estoy seguro.
—¿Sabes qué?, tienes razón. En la mayoría de los casos eso sería inaudito. Incluso sería una traición. Pero temo que ésta no es una situación ordinaria. Debido a las falsedades que se han estado diciendo sobre mí, creo que mi carrera como espía ha terminado. Y tengo la impresión de que si aprietas ese botón, mi vida también habrá concluido. No tengo nada que perder.
—¡Espere un segundo! ¿Intenta decirnos que es un agente de la CIA? ¡No nos tome el pelo! ¿No se le ha ocurrido algo mejor?
—Quizá sí, si ése fuese mi propósito, pero ahora sólo intentó deciros la verdad. Soy consciente de que no tengo el aspecto de un agente, aunque, francamente, pocos efectivos de la Agencia lo tienen. De otro modo, nuestra identidad sería fácil de descubrir.
Jones sonrió ante la lógica de su argumento.
—En eso tiene razón.
—¿Qué? ¡No me digas que le crees! ¡Lleva treinta años trabajando en la Universidad de Dover!
—Sí, pero he oído cosas sorprendentes sobre la CIA. Tienen AEs, por doquier, listos para entrar en acción en cualquier momento.
Payne sabía qué eran los
AEs
, Agentes Extraoficiales que trabajaban en el extranjero sin inmunidad diplomática, pero no estaba seguro de lo que estaba tratando de insinuar Jones, así que lo agarró del brazo y lo llevó a un lado, sin quitar la vista de Boyd y María.
—¿Qué intentas decir? ¿Que debemos creer a este chiflado?
—No, no estoy diciendo eso. Es probable que sólo esté tratando de salvar su culo. Por otro lado, lo que dice puede ser verdad. No sé qué creer.
—Entonces apretemos el botón y hablemos con Manzak. Personalmente, me importa un bledo lo que les suceda a éstos siempre y cuando no nos afecte. Tendremos que hablar con él en algún momento, así que mejor terminemos de una vez con el tema. ¿Qué es lo peor que puede pasar?
—¡No lo hagas! —rogó Boyd desde lejos—. Te lo estoy diciendo, si aprietas ese botón moriremos todos. Como la gente del autobús. ¿No lo entendéis? Esos tipos no pueden permitirse el lujo de dejar testigos. Una religión entera depende de eso.
Payne se rió de esa afirmación.
—¿Depende de qué? ¿De un tesoro escondido? ¿De qué religión habla? ¿La sagrada avaricia?
—¿Avaricia? ¿Crees que todo esto es por avaricia? Maldita sea, no tienes ni idea de lo que estás diciendo. ¡Se trata de la verdad! Este asunto extenderá una sombra de duda sobre todo lo que te han enseñado que hay que creer. Incluso sobre el propio Cristo.
—¡
Professore
!
—Deben oír esto, querida. Si aprieta el botón moriremos todos, incluido nuestro secreto. Es tan simple como eso. La Iglesia no permitirá que esto salga a la luz. Resquebrajaría las bases mismas del cristianismo.
Payne observó a Jones, quien soltó un silbido, asombrado.
—Bueno, ya es suficiente. Voy a apretar el botón. Es decir, primero afirma que es de la CIA. Ahora dice que la Iglesia lo quiere asesinar. Este tío está loco.
Jones miró seriamente a Payne.
—Personalmente, yo siempre he tenido mis dudas sobre el papa. Cualquiera que llevase un sombrero como ése me parecería sospechoso.
—¡Santo Dios! —gritó Boyd—. ¡No me refiero al papa! Pero alguien en la Iglesia está metido en esto. Es decir, ellos son los únicos que… —Boyd se interrumpió y, de repente, se puso a mirar al cielo.
—¡Oh, no! —exclamó.
—¿Qué? —preguntó Payne—. ¿Es que Dios le habla?
—¡Silencio! —ordenó el doctor—. Ese ruido… Oí lo mismo en Orvieto.
Payne y Jones no tenían idea de a qué se estaba refiriendo Boyd, pero en cuanto prestaron atención, empezaron a oír un sonido retumbante superpuesto al del motor del Fiat. Era difí cil saber de dónde provenía por culpa del eco que había en el callejón. Sin embargo, el volumen aumentaba constantemente.
Jones apagó el motor del auto y susurró:
—¿Acaso has apretado el botón por error?
Payne negó con la cabeza mientras se alejaba por el callejón, apartándose de los demás. Caminó unos quince metros y escuchó.
—Helicópteros —anunció—. Más de uno… y vienen hacia aquí.
—¿Cómo nos han encontrado? —preguntó Jones.
—No lo sé. Tal vez este dispositivo nos ha tenido localizadas todo el tiempo. —Arrojó el aparato al suelo y lo aplastó—. No importa. No tienen por qué encontrarnos si nosotros no queremos que así sea.
Payne se dirigió apresuradamente hacia Boyd y lo encañonó con la pistola.
—¿Dónde nació?
Boyd respiró profundamente y dijo:
—¿Quieres oír la verdad o lo que me han enseñado a declarar?
Payne no estaba de humor para juegos, por lo que apretó aún más su Beretta.
—Bien —gruñó Boyd—. Seattle, Washington.
—¿A qué universidad fue?
—A la Academia Naval de los Estados Unidos. Después, a Oxford.
Payne suavizó la presión del arma, se trataba de un colega de la marina.
—Mala respuesta, doc. Sé un par de cosas sobre la Academia Naval.
—¡Magnífico! Pregúntame lo que quieras pronto o vamos a morir.
Payne se detuvo un momento, tratando de pensar algo difícil.
—Dígame el nombre de una de las calles en el recinto de la Academia.
—¿Qué? Había muchas…
—Nombre una o disparo.
—Está bien, eh… calle del Rey Jorge. —Por inapropiado que fuese, ése era el nombre de la avenida principal de la Academia—. Puedo continuar si lo deseas. Calle de la Madera, calle del Embarcadero, calle Blake, calle de Decatur, avenida de la Universidad…
Payne asintió, un tanto sorprendido por la respuesta.
—¿Dónde se realizaban las clases durante la guerra?
—¿Qué guerra?
—Usted conteste.
—Me imagino que te refieres a la guerra civil, puesto que ésa fue la única ocasión en que las clases se dieron en otro sitio. Y la respuesta es Newport, en Rhode Island, adonde fueron trasladadas por seguridad.