—No está mal —admitió Payne—. Pero esta última pregunta es la decisiva. Cualquier hombre de la Academia sabría contestarla a bote pronto. ¿Listo? Es lo que decidirá si vive o muere. ¿Cuál era el nombre del dormitorio de las mujeres?
Boyd sonrió, dándose cuenta de inmediato de que se trataba de una pregunta con trampa.
—¡Ay!, no había ninguno. Muy a mi pesar, las mujeres sólo fueron admitidas cuando yo ya no estaba allí. En 1976, si no me equivoco.
De mala gana, Payne bajó su arma. Aún no estaba seguro de si debía creer a Boyd, pero su instinto le decía que probablemente decía la verdad.
—Así que fue a la Academia, ¿eh?
Boyd asintió.
—Entiendo que tú también pasaste por allí, ¿no es cierto?
—Sí, señor. Jonathon Payne, a sus órdenes.
—Bien, señor Payne, si estáis interesados en vuestra supervivencia, os recomiendo que partamos. De otro modo, estaremos muertos antes de salir de este callejón.
H
abía sucedido hacía años, justo después de haber encontrado los rollos en las criptas secretas. Documentos cuya existencia era ignorada incluso por el Vaticano. Siguiendo las complejas instrucciones contenidas en ellos, Benito Pelati viajó a Orvielo y tomó imágenes del suelo usando prototipos geológicos que había obtenido de Alemania. Tecnología punta a la que nadie más tenía acceso. Instrumentos que le permitieron trazar un mapa detallado del pueblo, desde la superficie hasta más de trescientos metros de profundidad. Estudios que nunca antes se habían hecho y a nadie más se le permitiría realizar.
No hace falta decirlo, había un buen motivo para ello.
Más de cincuenta túneles fueron detectados cerca de la superficie; todos ellos con su origen en tierras privadas y extendiéndose a través de la caliza como una maraña de arterias. La mayor parte acababan abruptamente —sea porque los lugareños topaban con roca imposible de penetrar o porque su paciencia se agotaba— mientras que otros se conectaban con los túneles del vecino. La máxima profundidad alcanzada fue de siete metros bajo la superficie. Impresionante, si se considera lo rudimentario de las técnicas de excavación, pero insuficiente para alcanzar lo que se buscaba: las Catacumbas de Orvieto.
Benito sabía que las Catacumbas existían, o habían existido en algún momento. Los rollos que él había encontrado y el resto de los documentos consultados en los archivos secretos así lo demostraban. Pero antes de realizar las pruebas geológicas no tenía idea de si las catacumbas seguían aún ahí, o en qué condiciones se encontrarían. Un registro del Vaticano mencionaba un derrumbe masivo poco después del Primer Cisma. De ser así, todo lo que buscaba bien podría haber desaparecido: las pruebas que tanto necesitaba.
Pero afortunadamente no lo era. Un vistazo al informe geológico lo había confirmado. Las catacumbas seguían allí, y en buen estado. Además, eran más grandes de lo que el Vaticano había sospechado. Registros papales de la época del Cisma mencionaban un nivel de cámaras y túneles. Nada más. Pelati, sin embargo, vio más que eso. Había múltiples niveles, y escaleras. Había áreas tan profundas que dudaba que el Vaticano las hubiese alcanzado. Sería difícil afirmarlo sin antes explorar los túneles, pero Pelati sospechaba que los antiguos romanos habían construido una catacumba inferior cuyo acceso desde las cámaras superiores había sido inmediatamente clausurado. No estaba seguro de la razón por la que los romanos hicieron eso, pero si el secreto de su familia era auténtico, era ahí donde probablemente encontraría la prueba que buscaba.
Desde luego, había otros asuntos de qué preocuparse antes de proseguir la investigación.
Su prioridad era evitar toda excavación en Orvieto. Otro derrumbe era lo último que necesitaba, así que se dirigió al jefe de la policía para decirle que Orvieto estaba en peligro de derrumbarse. Para apoyar su advertencia, le mostró al jefe de policía sus propios estudios sísmicos —omitiendo convenientemente la información referida a las catacumbas— y posteriormente fue de casa en casa clausurando todos los túneles que habían sido excavados.
Los lugareños aún se refieren a este evento como la Ley de la Pala de 1982, ya que cavar se volvió a partir de entonces un acto delictivo.
Luego, Benito compró la tierra donde estaba el túnel de siete metros, argumentando que el gobierno necesitaba estabilizar el terreno para evitar el posible derrumbe de Orvieto. El dueño estaba tan mortificado por lo que podía suceder y tan avergonzado por su pequeña búsqueda que se lo vendió todo a Benito para asegurar la pervivencia de su pueblo natal. Pero Benito no tenía ninguna intención de rellenar el hueco del túnel. Proyectó en cambio extenderlo hasta los once metros de profundidad, que era donde las Catacumbas comenzaban. El proceso duró varias semanas. Benito no quería llamar la atención, por lo que utilizó equipo discreto y una reducida cuadrilla de mineros de Europa del Este que ignoraban por completo el italiano. Sabía que de usar trabajadores locales éstos descubrirían al poco tiempo su propósito, familiarizados como estaban con las leyendas de las Catacumbas. Pero los extranjeros desconocían el asunto. Los podía mantener en silencio sin tener que cavar él mismo. Hasta que sus mineros alcanzaran una profundidad de once metros: a un pequeño paso de la historia. A partir de ahí no podía arriesgarse a involucrarlos más. Así que les agradeció su esfuerzo con una gran celebración. Le metió a cada uno una bala en el cerebro, y luego los enterró con sus propias palas. Como los grandes exploradores de antaño: gente a la que les importaba más la fama y la fortuna que las manos de aquellos empleados que contribuían al logro de sus fines.
Despiadado: en eso se convirtió poco a poco tras el hallazgo de los pergaminos en el Vaticano. Hasta entonces no era sino un apasionado académico, nada más, alguien sin temor a correr riesgos y dispuesto a luchar por sus creencias. Pero cuando halló los pergaminos su personalidad comenzó a cambiar. Lentamente se volvió malvado, malicioso, inmoral. Todo ello desencadenado por lo que aquellos pergaminos implicaban: poder y riqueza inimaginables.
A partir de entonces, Benito dejó de tener en consideración a sus trabajadores. O al pueblo de Orvieto. O la santidad de la Iglesia católica. Lo único que le interesaba ahora era él mismo y su secreto familiar.
Adormecido durante muchos siglos, planeaba soltarlo como una plaga.
Benito había puesto las cosas en marcha en una ocasión anterior, hacía algunos años. Había determinado la mejor manera de utilizar las Catacumbas y había programado una cita con el Vaticano para discutir su descubrimiento.
Pero una potencial adversidad se perfiló en el horizonte. Una que lo obligó a modificar su plan.
Un traductor contratado por Benito encontró una referencia en un antiguo manuscrito, que describía la casa de un procer romano que vivía en las colinas de Vindobona, en Illiria. Dentro de una tumba de mármol, había depositado una reliquia y una narración en primera persona de la crucifixión, que amenazaba con revelar todo lo que el mundo y la Iglesia debían saber sobre los acontecimientos que tuvieron lugar en Jerusalén.
Detalles sobre el antes, el durante y el después de la muerte de Cristo.
El hijo mayor de Benito, Roberto, opinaba que la cita con el Vaticano debía llevarse a cabo tal como estaba planeado. Decía que su organización estaba lista para dar el golpe, y su causa se vería afectada si había una demora. Benito no estaba de acuerdo. Canceló la cita, asegurándole a su hijo que el nuevo descubrimiento aumentaría su capacidad de negociación con los católicos. Roberto terminó por acceder.
A partir de entonces, el hallazgo de la cripta romana fue la prioridad fundamental de Benito. Todo lo demás quedaría postergado hasta que la tumba fuese hallada en las colinas de Illiria.
Dicha meta había sido alcanzada recientemente.
M
ismo plan, diferente equipo. Eso fue lo que Dial determinó mientras estudiaba la forma caótica en que la sangre había salpicado al Monstruo Verde, la forma en que el mensaje había sido garabateado con vacilación y no reivindicativamente. Sin duda, no se trataba del mismo hombre que había matado al sacerdote en Dinamarca. El letrero original había sido ejecutado con la destreza y precisión de un calígrafo, mientras que el más reciente parecía un burdo dibujo infantil. Como si el pintor no hubiese entendido lo que se le pedía, pero llevase a cabo la tarea mecánicamente.
¡Eso volvía el caso intermedio un misterio! El letrero de Libia estaba pintado con afanoso cuidado, mientras que el arco romano se hallaba pintado con sangre, como en una muestra espontánea de ira.
Dial se preguntaba: ¿porqué la precisión y el descuido coincidían en la misma escena? ¿Podía haber sido realizado por un tercer equipo? ¿O una mezcla de los otros dos? Más aún, ¿era eso de verdad relevante? Quizá debía concentrarse en el mensaje y no en lo asesinos. Se trataba de una pista interesante, que no quería abandonar. Hasta que fue interrumpido por una palmada en el hombro. Se dio la vuelta y se encontró con un asiático parado justo tras él, mirándolo como sin saber qué hacer a continuación. Dial habló:
—¿Puedo ayudarte en algo?
Mark Chang asintió y buscó su identificación. Era un agente de primer año de la
NCB
de Boston, lo que significaba que se trataba del principal contacto de Dial en la ciudad.
—Siento no haber venido antes. Lo hubiera hecho de haberlo sabido.
Dial vio al muchacho y supuso que no tendría más de veintidós años. Su pelo era un desorden, tanto como su ropa. Parecía que la hubiese sacado del fondo de la cesta de ropa sucia.
—¿Saber qué?
—Que estaba en la ciudad. Nadie me lo dijo, lo juro. Me apresuré a venir a su encuentro en cuanto lo supe.
Y eso parecía: como si justo recién despertado se hubiese apresurado a tomar un autobús.
—No te preocupes, Chang. Yo mismo ignoraba que iba a venir hasta el último minuto. Tomé el último vuelo desde París y…
—Espere. ¿París, Francia?
—Sí. Un país grande del otro lado del Atlántico. Aparece en la mayoría de mapas.
—Sí, señor, sé dónde se encuentra. Es sólo que, ay, ¿cómo pudo ganarme? Pensaba que usted se encontraba ya en la ciudad, pero ¿ganarme desde Francia? Es decir, hallaron el cuerpo de Pope apenas hace dos horas, lo que significa que su vuelo estaba aún…
—¡Eh, eh, eh! Espera un poco, muchacho. Repite lo que has dicho.
Chang volvió a revisar sus notas.
—Según el 911, el encargado informó sobre la muerte de Pope justo después de las diez. Entonces, la policía de Boston informó a la Interpol, que me ha informado a mí hace apenas una hora. —Consultó su reloj para estar seguro—. No lo entiendo, señor. ¿Cómo ha conseguido llegar tan pronto?
Pero Dial ignoró la pregunta, dando la espalda a Chang para repasar mentalmente sus últimas veinticuatro horas. Había empezado el día en Libia, donde había tomado un vuelo a Francia. Allí, Henri Toulon le notificó que una nueva víctima había sido encontrada, en esta ocasión en Boston. Se apresuró a tomar otro vuelo y dirigirse a América.
Eso quería decir que se había enterado de la muerte varias horas antes de que el cuerpo fuera encontrado.
—¡Mierda! Nos hemos topado con un provocador. —Dial arrebató las notas de Chang para estar seguro de la cronología—. Avisaron del asesinato antes de que ocurriera. Los cabrones nos llamaron diez horas antes.
—¿Ellos qué? ¿Por qué iban a hacer tal cosa?
—Para reírse de nosotros, Chang. Para reírse.
—Sí, pero…
—Nos están diciendo que no podemos detenerlos, ni siquiera con ventaja. Que podemos investigar tanto como queramos, que eso no hará que cambie nada. Que no se detendrán hasta que quieran.
—¿Cuándo será eso?
—Pronto. Se les están agotando las palabras.
—¿Las palabras?
—Sí, Chang, las palabras. Aquello de lo que está compuesto un diccionario. No puedo creer que no sepas lo que es una palabra. ¿Acaso el inglés es tu segunda lengua?
—No, señor. Nací aquí, en…
Dial puso los ojos en blanco. Los novatos podían ser tan estúpidos.
—Era una broma, muchacho, sólo una broma.
—Ah, pero…
—Mira, Chang, me caes bien, así que permíteme darte un consejo que mi capitán me dio en una ocasión. Sólo cierra el pico y escucha, ¿vale?
—Ok, señor, escucho.
—No, Chang, ése fue el consejo. Sólo cierra el pico y escucha, ¿entiendes? No hay necesidad de que repitas todo lo que digo ni que cuestiones todo lo que hago. Tu principal tarea como novato es observar. Aprende la técnica básica, haz las tareas sencillas que te encargaré, y recuerda todo lo que digo. No cuestiones, sólo apréndete lo que digo. Apúntalo si es necesario. ¿Entendido? Hay una gran diferencia entre escuchar y hablar.
Chang asintió, sin decir ni una palabra.
—¿Lo ves? Empiezas a aprender… Ahora, ¿estás listo para trabajar?
Chang asintió nuevamente, en esta ocasión sonriendo.
—Bien. Esto es lo que tenemos que hacer…
P
AYNE y Jones sabían poco sobre las calles de Milán, por lo que resultaba imposible escabullirse de un helicóptero. Especialmente en un Fiat. Probablemente lo hubieran logrado en el Ferrari, pero era demasiado pequeño para cuatro personas y por ningún motivo pensaban dividirse. Eso dejaba dos opciones: esconderse en el almacén o entregarse.
No hace falta adivinar: todos votaron por la segunda opción.
Por supuesto era una trampa. En realidad no tenían intención de rendirse. Payne pensaba que sacrificando a Boyd podría asegurarle a Jones suficiente tiempo como para obrar un milagro. Al menos eso pensaba Payne. De no ser así, sabía que lo lamentaría durante el resto de su corta vida.
Tras concluir el plan, Payne arrastró a Boyd hasta el centro de la calle oscura donde se hallaba, mirando hacia el cielo, mientras dos helicópteros Bell aterrizaban en un aparcamiento cercano. La irrupción de los rotores levantó tanto polvo y viento como un ciclón. Pero eso no obstruyó la vista a Payne, gracias a sus gafas hechas a medida. No solo protegían sus ojos de los elementos, sino que además escondían sus verdaderas emociones, lo que era mucho más importante si quería que su plan funcionase.
—Es hora de empezar. No se lo tome como algo personal.